Parte VII
Ahora que empezáis a conocerme, creo que ha llegado el momento de contaron algo que puede salvares la vida:
Los zombis nunca dormimos.
En serio, realmente no lo necesitamos. Nuestro cerebro, al igual que nuestra sangre, no requiere oxigenarse para subsistir. Su estado permanece inalterable a tiempo completo (a no ser que una bala aquema ropa diga lo contrario, evidentemente).
De todas formas, sí que es cierto que a veces entramos en una especie de trance durante el cual permanecemos inmóviles y los ojos se nos tornan blancos. No hacemos nada en especial, simplemente es un instinto congénito que evita que nuestro cuerpo se desgaste más rápido de lo normal. Generalmente sucede cuando el ambiente está en calma y no hay nada por los alrededores que merezca un gasto de energía inútil (cuántos humanos han muerto por confiarse demasiado y acercarse al pensar que era la forma en que los zombis echamos una cabezadita). Os aconsejo que no caigáis nunca en ese grave error, a menos que estéis hartos de la vida o, debido al estrés laboral, necesitéis desconectar de forma inminente.
Como ya he dicho, jamás dormimos, y sólo hace falta el leve aleteo de una mosca para devolveros de nuevo a la plena actividad.
En mi caso es diferente. Yo utilizo estos procesos a mi gusto. Los encuentro placenteros, y acostumbro a gozar de ellos en mi acogedora aunque desaseada sala de estar. Además, es entonces cuando aprovecho para poner al día mis recuerdos. Como en aquel hermoso atardecer de finales de septiembre.
El otoño ya reinaba, y los tardíos rayos de sol acariciaban las hojas caídas de los árboles, bronceándolas con un resplandeciente tinte dorado. Desde mi ventana, se veían pequeños puntos a lo lejos que se bamboleaban de un lado a otro como si fueran hormiguitas ebrias. El barrio estaba tranquilo, y ya pocas cosas sucedían que pudieran quebrar el equilibrio de nuestro hábitat en armonía. No quedaban más edificios por arder, o muros que echar abajo, ni siquiera humanos a los que perseguir. Mis queridos congéneres zombis se habían quedado sin trabajo, y algo me decía que tardarían en volver a estar en «nómina».
Antes del fin del mundo, el panorama era radicalmente distinto. Miraras donde miraras, siempre había una masa frenética de gente que fluía en un vaivén imparable, al ritmo de alarmantes bocinazos, caóticos atascos e individuos corriendo para llegar a tiempo a la parada del autobús.
Pensé que prefería las nuevas vistas. Mucho más tranquilas.
Contemplando la solitaria calle, me encendí un pitillo e hice estallar pausadamente el humo contra el cristal.
¿Qué pasa? No pongáis esa cara. No es por vicio, os lo aseguro. Es que simplemente me produce un cosquilleo muy agradable cuando el vapor de la ceniza me sale al mismo tiempo por la boca, la nariz, las orejas, la mejilla derecha y el agujero que tengo en la tráquea. Si alguna vez os convertís en un zombi con dos dedos de frente, probadlo y ya me contaréis.
En fin, que ya me había hecho a la idea de que vivir en un mundo sin humanos ni polución no estaba tan mal.
Bueno quizas sí quedara algún humano después de todo. Aquella niña que encontré días atrás bajo la lluvia. Vamos a ver, pero ¿quién sería? Y lo más importante: ¿Cómo narices se las había arreglado para sobrevivir ella sola? Suponiendo que estuviera sola, claro.
Demasiados misterios que, a falta de otros rompecabezas, mi cerebro se entretenía en intentar resolver.
Definitivamente, necesitaba echarme un rato, y fue lo que hice. Apagué la colilla en mi insensible mano y me tumbé en el sofá para relajarme y ordenar mis ideas.
Durante el rato que duró mi coma simulado, cavilé en todo aquello con detenimiento, sin lagunas ni medias tintas, hasta que al fin llegué a una conclusión.
Me importaba un pito.
Yo era un zombi, por el amor de Dios. Suficientes problemas tenía ya como para añadirles la obligación moral de preocuparme por la vida y vivencias de una niña con un gran interrogante en la cabeza.
Mi existencia había alcanzado un punto en que rozaba el conformismo. Además, en el país de los ciegos, yo era el tuerto, y eso ya me estaba bien. Así que sonreí plácidamente y respiré tranquilo, como si me hubiera quitado un peso de encima. Había puesto fin a mi pequeña disquisición interna.
Lo que minutos después me obligaría a replantearme mi decisión fue lo mismo que me hizo abrir los ojos bruscamente.
Desde la misma calle tranquila de la que os he hablado hace un momento, se alzó repentinamente el sonido de una explosión salvaje que sacudió mi apartamento con un torbellino de estantes y cristales rotos. El suelo tembló colérico y del techo cayeron placas de yeso y polvo.
Yo me puse en pie tan deprisa como pude y me asomé por la ventana (ahora sin vidrios) para ver qué diablos había ocurrido.
A unos ciento cincuenta metros, una hilera de coches estaba ardiendo. Pero eso no fue todo. Sin darme tiempo a pestañear, el inconfundible bramido de un motor de gasolina rugió furioso a lo lejos. Al cabo de pocos segundos, desde la esquina oeste de mi bloque, apareció un jeep circulando a toda velocidad que derrapó espectacularmente y se detuvo en seco en mitad de la intersección.
De su interior salieron con prisas dos hombres armados y aparentemente bien organizados que buscaron cobertura en la parte trasera del vehículo. Parecían muy asustados y se chillaban mutuamente algo en francés. Ambos sujetos recargaron con manos temblorosas sus carabinas y se volvieron para empezar a disparar hacia algún objetivo que yo no alcanzaba a ver, oculto tras las fachadas. Cuanto más disparaban, más cosas se gritaban.
Pensé que eran estúpidos. ¿Cómo se les ocurría perder tiempo y munición tiroteando a los pocos zombis que seguramente les seguían cojeando?
La respuesta me llegó con una lógica aplastante: aquello que les perseguía no era ningún grupo de zombis.
Una larga estela de fuego apareció de repente desde ese ángulo muerto, acompañada por un fuerte zumbido metálico. La enorme llamarada los alcanzó sin problemas carbonizándolos rápida e irremediablemente entre ahogados gritos de dolor. Sus cuerpos se retorcieron durante unos instantes y luego cayeron al suelo como sacos de patatas.
No conseguí distinguir quién o qué les había matado, pero, tras una breve pausa, escuché unos solitarios pasos pesados que se alejaron de la zona lentamente.
Vale, reconozco que de haber estado vivo me habría meado encima. Pero eso ya era más de lo que mi curiosa e inquieta mente podía soportar. Alguien o algo estaba empeñado en alterar mi pequeño mundo perfecto, y no me apetecía quedarme de brazos cruzados. Mi cabeza ansiaba encontrar respuestas y sabía por dónde empezar a buscarlas.
Ahora que empezáis a conocerme, creo que ha llegado el momento de comenzar con mi verdadera historia.