Parte XVI
Cambios... Para bien o para mal, la vida está llena de cambios. El problema de que sea para mal es que entonces no queda más remedio que apañarse e intentar encontrar ese delicado equilibrio entre lo que querrías que fuese y lo que realmente ha sido.
Después de mi corta reflexión acerca de mi pasado y el posterior intento de confesión, podríamos decir que el proceso de asimilación de la información que Aliene me proporcionó había concluido. Mi siguiente paso debía ser el de prepararme para ese cambio que se avecinaba en mi no vida.
La posibilidad de completar mi transformación, de convertirme definitivamente en un ser errante y sin alma que vaga en soledad por los yermos era real. Y esa realidad me acechaba como si fiera la más temible de las criaturas, aguardando el momento perfecto para abalanzarse sobre mí. Oculta tras cualquier sombra venidera.
En pocas palabras: era una puta bomba de relojería.
Decidí que lo mejor que podía hacer por el momento era aprender a convivir con ello. De nada serviría darme cabezazos contra la pared y gritar «¿por qué?» a los cuatro vientos.
Encontrar el equilibrio del que os hablaba empezaba por aceptar de una vez por todas lo que soy: un maldito zombi. De acuerdo, me gusta leer y ver películas, pero eso no anula el hecho de que mi naturaleza sea otra. Al fin y al cabo, llevo el mismo uniforme que ellos, y tarde o temprano, me guste o no, tendré que unirme a sus filas.
De todas formas, eso aún estaba por llegar, y de momento seguía teniendo una tarea pendiente. No creáis que me había olvidado de que debía sacarlas de la ciudad ese mismo día. Y, francamente, después de lo que ahora sabía, me urgía en demasía terminar con ese asunto.
Necesitaba estar solo, reflexionar profundamente sobre mi vida y preparar mi alma para convertirme en un asesino devorador de humanos.
Vaya, eso ha sonado horrible...
También pensé en lo que haría con el tiempo que me quedaba. Quería que fuese productivo, hacer algo que me permitiera dejar un legado.
Quién sabe, quizás hasta escribiera un diario.
Cuando entré de nuevo en la pequeña capilla, vi que Anette se había quedado dormida sentada en el suelo, con sus brazos rodeando sus rodillas y la cabeza hundida en ellas.
Procuré no hacer mucho ruido. Paula también seguía durmiendo, y prefería que descansasen entonces y recobraran fuerzas antes que tener que hacer otra parada más tarde y que eso nos retrasara medio día más.
Con afán de no molestarlas, decidí dejarlas a solas. Abrí la puerta secundaria de madera por donde habíamos accedido el día anterior y luego apoyé mi oreja en el portón exterior. Como no capté ningún peligro cercano, deslicé el cerrojo con cuidado, giré el pomo metálico y salí a la calle.
Ya era de noche, de hecho, una de las noches más solitarias y oscuras que recuerdo, sin estrellas. Media luna se ocultaba tras las nubes, que se movían lentamente con sus abstractas formas por toda la bóveda celeste.
Anduve sin ninguna prisa a través del callejón que llevaba a la Plaza de la Catedral y, sin nada mejor que hacer, me senté en la escalinata de la entrada principal, donde repasé con la mirada aquel horizonte onírico.
La quietud de las callejuelas que se extendían a lo lejos bordeando toda la plaza era tan sobre cogedora que casi se podía intuir cómo el tiempo detenía su imperdonable paso, prisionero en un espacio que parecía anticipar la entrada a otros mundos.
Una fina capa de bruma emanaba de aquellos umbrales oscuros como bocas de lobo.
Ningún tipo de brisa o viento de levante perturbaba la inquietante paz del lugar. Pensé que perfectamente podría ser una representación gráfica de cómo debía encontrarse mi alma en esos momentos. Tan incierta y solitaria.
Después de todo, tal vez no fuera el mundo el que se estaba deteniendo, sino tan sólo mi parte humana.
-Buenas noches...-me dije a mí mismo tras meditar sobre aquello unos segundos. Luego puse los ojos en blanco y me recosté entre los duros escalones de mármol, bajo la gélida intemperie. Aunque no pudiera dormir como ellas, desconectar un rato no me vendría nada mal.
El amanecer llegó sin demora con el canto de unos jilgueros, y la luz del nuevo día me invitó a pensar que todo acabaría muy pronto. Era hora de ponerse en marcha.
Fui a reunirme con ellas de nuevo, creyendo que me tocaría despertarlas, pero ya lo habían hecho. Anette estaba colocándose su faltriquera en la penumbra y, al oír el ruido de la puerta, apuntó hacia mí por puro instinto.
-Tranquila. -Alcé las manos, frenándome en seco-. Menudo pronto tienes, chica.
Soltó un suspiro de alivio y volvió a enfundar su arma.
-Creímos que te habrías largado.
-¿De qué me suena eso?
-No te habría culpado, ¿sabes? -Agarró su mochila del suelo y se la puso en la espalda-. Lo habría entendido.
Me fijé en que el casco de motorista que había tomado prestado el día anterior estaba a sus pies. Ella siguió mi mirada con la suya. Acto seguido, lo cogió y me lo entregó.
-Qué amable. -Hice una reverencia con la cabeza-. Gracias.
Anette extendió la comisura de los labios.
-No hay de qué.
En esos momentos me di cuenta de algo. Si yo hubiera estado vivo, seguramente me habría sentido atraído por ella. Ahora era incapaz de tener sentimientos por nadie, pero, al observar su rostro esculpido y su exótica mirada, reconocí que era una mujer bastante atractiva.
-¿Ocurre algo?
-En absoluto. -Alejé esos pensamientos de mi mente rápidamente-. Mira, Anette, dije que os sacaría de aquí y lo haré. Pero preferiría que no saliera a relucir el tema de anoche. Ahora no es el momento de pensar en eso. Me distraería.
-De acuerdo -asintió, dispuesta a hacer todo lo posible por no incomodarme.
En sus ojos brilló un destello de compasión. Sé que habría deseado poder hacer algo por mí, ayudarme de algún modo. Pero, por desgracia, yo no era más que un ser condenado y sin salvación, y, llegado el momento de irse, sabía tan bien como yo que no podría permitirse el lujo de mirar atrás.
Paula le dio la mano y los tres cruzamos nuestras miradas en silencio.
-Bueno, señoritas. -Esbocé una sonrisa cadavérica en mi rostro-. Hora de largarse de esta ciudad.
Deshacer nuestros pasos hasta llegar de nuevo a Vía Layetana no nos llevó más de quince minutos. A partir de ahí, nuestro siguiente paso debía consistir en retomar el rumbo que nos vimos obligados a interrumpir el día anterior.
Antes de hacerlo, no obstante, me adelanté unos metros y me aseguré de que no existieran peligros cercanos. Por lo que me pareció al analizar el entorno con mis sentidos, el camino estaba despejado. Ningún Arcángel en las inmediaciones. Seguramente aquel que vimos habría pasado de largo en su incesante patrullaje de aniquilación. Tampoco capté el rastro de ningún zombi cerca. Nada.
El sol ya brillaba en lo alto y la gran avenida que nos llevaría hasta la playa se abría ante nosotros como una carretera en mitad de un desierto.
Anette y Paula se acercaron de nuevo cuando les hice un gesto con el brazo.
-Si no nos detenemos, puede que en dos o tres horas estemos ya en los límites de la ciudad -dije con la vista fija en el horizonte-. La playa está muy cerca, y caminar por ella hasta el norte no debería acarrearnos demasiados problemas.
-Entonces, en marcha -exclamó Anette con determinación.
Proseguimos nuestra marcha por la ancha calle hacia el este, como exploradores en un pueblo fantasma.
En algunos cruces, el asfalto se agrietaba originando miles de pequeñas cuchillas de hormigón que ascendían desde el interior de la tierra, la mayoría, por causa de los choques entre vehículos durante el Apocalipsis. Algunos debían de haber sido espectaculares.
Recuerdo que vimos un autocar colocado en vertical, con el morro colgando a pocos metros del suelo y la parte trasera sostenida entre las paredes hendidas de un edificio de viviendas.
Si me preguntaseis cómo diablos fue a parar allí, os juro que no sabría responderos. Hay cosas que realmente son del todo inexplicables.
Tras más o menos una hora de camino, y después de sortear varios obstáculos urbanos, Vía Layetana nos condujo al fin hasta el litoral de la ciudad, donde aparecimos ante una vasta encrucijada.
A nuestra derecha, a lo lejos, quedaba el puerto deportivo. Enfrente, el costero barrio de la Ciudadela, y a nuestra izquierda, nuestro objetivo: la Villa Olímpica, por donde se accedía directamente a la playa a través de un complejo de jardines y restaurantes veraniegos que, obviamente, ahora no eran más que un conjunto de terrazas repletas de sillas y mesas vacías.
Después de parar unos momentos para que pudieran beber de sus cantimploras, tomamos ese rumbo, cuando ya casi era mediodía.
Los ánimos de Anette salían a relucir a medida que nos acercábamos al mar. La brisa del océano nos llegaba cada vez más intensa, acariciando nuestros rostros. Y ella cerraba los ojos de vez en cuando y sonreía en silencio, con el alivio de estar dejando atrás por fin la jungla de cemento y muerte en la que se había convertido Barcelona.
«Esto es sólo el principio, pensé.
El hecho de haber conseguido cruzar de punta a punta la ciudad con vida no significaba que no fueran a encontrarse con más peligros en su viaje. La mayor parte del camino podía hacerse desde la seguridad de la playa, pero también tendrían que atravesar algunos polígonos industriales, así como pequeños pueblos costeros que se incluían en su itinerario hacia la frontera; por no hablar del tramo hacia los Pirineos, que -en el improbable caso de que consiguieran llegar en un futuro- las obligaría a adentrarse irremediablemente hacia el interior del territorio, y además solas.
Anette era una mujer de recursos, sí, pero incluso para ella iba a ser una tarea titánica, en la que ambas quedarían totalmente expuestas a ambiguos peligros en más de una ocasión.
Pero en fin...¿Quién era yo para borrarle esa sonrisa bobalicona que se dibujaba en su semblante desde hacía ya rato? Su corazón volvía a tener esperanzas después de mucho tiempo. Y si no fuera porque soy lo más parecido a un cabronazo frío e insensible, le habría dado un par de palmaditas en la espalda y, ¿por qué no?, también habría brindado por ello.
A medida que pasaban los minutos, fuimos acortando las distancias con el paseo marítimo. Se notaba que tenían prisa por llegar, porque pasaron de andar a un ritmo cauteloso y manso a otro más que ligero.
Un poco más adelante, por los jardines de la Villa, accedimos al fin -a través de una larga rampa descendente- a la amplitud de la playa de la Barceloneta.
Sin duda fue un momento emotivo.
El suelo se volvió blando al pisar la arena fresca, y el sonido del oleaje rompiendo contra el espigón nos envolvió como un delicado torbellino.
Parecía que nos hubiésemos teletransportado a otro mundo.
Un alto muro de cemento, que se alzaba desde la arena separando la zona urbana de la de la playa, nos ocultaba la silueta de la ciudad, lo que nos permitió evadirnos de la visión monótona -de aquella Barcelona sucia y gris- que nos había acompañado durante los últimos dos días.
Paula se soltó de la mano de Anette y fue corriendo hasta la orilla con una sonrisa de oreja a oreja, como si el resto del mundo ya no existiera. Se puso en cuclillas y empezó a juguetear con sus manos con la blanca espuma que se originaba con el vaivén de las olas.
Anette decidió concederle unos momentos.
-Pocas veces la veo sonreír -dijo mirándola con júbilo, y se frotó los brazos a causa del frío, o tal vez de la emoción.
-A los niños les gusta la playa -puntualicé, sin que se me ocurriera nada mejor que comentar.
Ambos nos quedamos mirándola. Parecía disfrutar dibujando figuras con su dedo sobre la arena mojada.
Al cabo de unos instantes carraspeé, señalé hacia delante y dije:
-Bueno....Solamente nos queda seguir un par de kilómetros hacia el norte y ya estaréis fuera de la ciudad.
Anette asintió sin dejar de mirar a la niña, como si no quisiera que esa visión acabara nunca.
-Sí -asintió, casi como un susurro-. Sí....Salgamos de aquí.
Mientras echábamos a andar de nuevo, la mujer gritó su nombre, lo cual me resultó un tanto arriesgado.
Paula dejó inmediatamente lo que estaba haciendo, se despidió con la mano del muñeco que había dibujado -imagino que alguna princesa, o quizás un poni, qué sé yo- y vino corriendo hasta nosotros.
Caminamos un buen rato acompañados por la suave brisa marina. Conforme avanzábamos, Íbamos dejando por detrás nuestras solitarias pisadas, cuya impresión sobre la playa iba ganando en extensión poco a poco, de manera que, vistas desde arriba, recordaban tres hileras de hormigas que viajan de una punta a otra.
La arena, húmeda y oscurecida, se hundía bajo nuestros pies con blandos crujidos, empapada por el rocío del solsticio de invierno.
Durante un extenso recorrido, no escuchamos ruido alguno, excepto el eco del mar, cuya superficie centelleaba con miles de puntos blanquecinos bajo los rayos de un sol ambarino. Comparado con el terreno por el que nos vimos obligados a movernos durante los últimos días, para ellas dos, aquello fue como dar un paseo por el paraíso, sin prisas y sin todo ese espectáculo de muerte a nuestro alrededor. Tan sólo nosotros tres y aquella aparente sensación de libertad que la playa nos brindaba.
-¡Anda! -mascullé, casi al final del camino, al observar el letrero de un restaurante de marisco que había a nuestra izquierda, por encima del muro del paseo marítimo-. ¡El Rey de la Gamba! Yo solía ir allí. Hacen los mejores arroces con bogavante de toda la ciudad. Si alguna vez todo vuelve a la normalidad, os aconsejo que vengáis, aunque os aviso de que no es fácil reservar mesa.
Anette hizo una mueca de añoranza.
-Eso sería estupendo.
-¿Lo sería? -pregunté, devolviéndole toda mi atención. -¿A qué te refieres?
-Me refiero a si seríais capaces de regresar a Barcelona después de todo lo que ha sucedido. ¿Crees que la gente podría volver a retomar las costumbres de antes? Que si todo se solucionase y pasaran... digamos veinte años, ¿podría el mundo volver a ser lo que era?
La mujer echó la vista al cielo, donde una pareja de gaviotas surcaba el aire en dirección al mar en busca de alimento. Luego respiró hondo.
-No lo sé. Este virus ha causado un daño irreparable a la humanidad. El noventa y nueve por ciento de la población mundial ha muerto o se ha convertido. Cómo saber a quién pertenecerá el mundo de aquí a veinte años. Quién sabe si no quedarán más que hierbas marchitas y los restos de las ciudades aniquiladas. Si eso es lo que le espera a la Tierra, nadie podrá ser testigo de ello, por lo que nada importará.
-Pero si consiguierais una cura, todo podría cambiar, ¿no es así? Tal vez aún no sea demasiado tarde.
-Tal vez -admitió-. Tal vez ella podría brindarle un futuro distinto a la humanidad. Le pasó una mano por el pelo a la niña mientras ésta caminaba cabizbaja, ausente de nuestra conversación.
-Pues entonces os deseo que tengáis mucha suerte. -Me detuve-. Ya hemos llegado.
Enfrente de nosotros, a unos cien metros, la playa de arena terminaba y se alzaban varios complejos de fábricas y naves industriales que formaban los polígonos en los confines de la ciudad.
-Los polígonos de Badalona suelen ser una zona bastante solitaria, pero será mejor que continuéis por esa carretera secundaria que bordea el área.
Señalé un camino asfaltado que seguía la línea de la costa, pegado al mar y separado del conjunto de fábricas por unos matorrales y unas vallas de alambrada.
-Si os dais prisa, llegaréis antes del anochecer al siguiente tramo de playas. Éstas cubren prácticamente todo el litoral hasta el norte de Cataluña. Luego deberéis adentraros en el interior del territorio para alcanzar los Pirineos.
Cuando terminé de darles las indicaciones, me froté las manos y me dispuse a decirles adiós. No quería alargarlo más de la cuenta. Me sentía aliviado por haber terminado mi cometido, pero nunca me habían gustado las despedidas.
-Bueno, creo que aquí nos separamos -concluí. Noté cierta tristeza en el rostro de Anette.
-Nos has ayudado mucho. No se me ocurre cómo podría darte las gracias.
-No tienes por qué dármelas.
-¿Estás seguro de que no quieres venir con nosotras? Mi gente podría ayudarte.
-No, gracias....-Miré hacia el mar. Las olas morían en la orilla con fluidez y elegancia-. Prefiero quedarme por aquí. Éste es mi sitio, y tarde o temprano acabaría convirtiéndome en un peligro para vosotras. Además -señalé mi cara con un gesto burlón-, a mí no me ayuda ni la Virgen María.
Anette soltó un suspiro de risa. Luego me miró con ojos brillantes, a la par que orgullosos, y me tendió la mano.
-Me alegro de haberte conocido, Erico Lombardo.
Le tendí también la mía y las estrechamos con firmeza. Fue algo insólito, como ver la imagen de dos enemigos que se reconcilian. En cierto modo, nosotros dos éramos esos enemigos que representan a ambas razas, los humanos y los zombis, dándose la mano y sellando una tregua en mitad de un mundo de guerra apocalíptica.
Imagino que los dos pensamos lo mismo. Éramos seres muy distintos, pero, a pesar de nuestras diferencias, había mos llegado al punto de respetarnos mutuamente. Aquel gesto no era más que un símbolo, pero, sin duda, un símbolo de esperanza en un nuevo comienzo.
Devolviéndonos a la realidad, Paula tiró de mi pantalón para reclamar mi atención.
-Quiero que te lo quedes -dijo ofreciéndome su osito Orly.
Arqueé las cejas sin saber bien qué decir. Para ser más precisos, lo que no sabía era cómo decirle que por nada del mundo quería quedarme con ese horrible peluche. Pero la niña insistió con su inocente mirada, de modo que al fin no tuve más remedio que aceptarlo y forzar una sonrisa.
Anette soltó una pequeña carcajada.
-Adiós, Erico -me dijo entre risas-. Cuídate mucho.
-Adiós -contesté con una corta reverencia.
Todo había salido bien. Las había sacado de la ciudad, y, a pesar de tener un largo camino por delante, Anette y Paula parecían contentas y esperanzadas.
Era hora de volver a casa.
Sin embargo, antes de dar media vuelta, fruncí el ceño. -Un segundo -señalé.
Me sentí como cuando te vas de vacaciones y al coger el avión te da la sensación de que te has dejado algo. Fue como si el tiempo se frenara en el interior de mi cabeza y, acto seguido, una chispa de luz me hiciera ponerme a la defensiva.
Había algo que no iba bien.
Anette captó ese pequeño cambio en mi expresión y su semblante se ensombreció.
De repente, un zumbido ensordecedor estalló en el ambiente como un trueno y percibí un leve cosquilleo en el abdomen.
«¿Qué demonios?»
Al echar la vista abajo vi que mi chaleco estaba empapado de sangre. La palpé con mis dedos y pensé que era imposible. Yo no podía sangrar.
Enseguida comprendí que no se trataba de mi sangre, sino de la persona que tenía justo delante.
Miré al frente y me quedé horrorizado.
Anette tenía las manos manchadas de rojo y las apretaba temblorosas contra su barriga. Los labios le temblaban sin poder pronunciar palabra, y su tez había palidecido de golpe. Me miró muy asustada y, un instante después, su cuerpo flaqueó y se dejó caer de rodillas sobre el suelo. Paula la abrazó gritando su nombre repetidas veces.
Todo ocurrió en pocos segundos, y en esa breve fracción de tiempo no entendí qué estaba pasando. Sólo cuando Anette se desplomó fui capaz de descubrir a lo lejos lo que le había disparado por la espalda.
Una figura voluminosa surgió del interior de las calles del polígono industrial acompañada por el pesado crujido de sus pisadas.
Era como una pesadilla que nunca terminaba.
Se trataba del Arcángel. El mismo que nos acechó en los Almacenes Zamora. La misma bestia inmunda que lucía aquella armadura ennegrecida por las brasas y que avanzaba guiada por esa mirada tan furiosa y perturbada.
De alguna manera, aquel monstruo consiguió escapar del edificio, siguió nuestro rastro y estudió nuestra ruta. Y mientras descansábamos, decidió esperarnos, escondido en algún lugar de aquella zona de fábricas por donde él sabía perfectamente que tarde o temprano acabaríamos pasando.
La terrible verdad era que no solamente se trataba de un cazador inteligente y temible, sino que además le gustaba jugar con sus presas.
Mientras se acercaba, su rostro desfigurado mostró una sed antinatural e insaciable de víctimas. Caminaba hacia nosotros sin demasiadas prisas, saboreando su victoria al saber que esta vez había ganado y que ya nos tenía. Abrió sus oscuras fauces y emitió un berrido animal que retumbó en el vacío. Acto seguido, fijó en mí su mirada, estremecedora y penetrante, la misma que consiguió incomodarme en nuestro primer encuentro, cuando conseguimos escapar por los pelos.
-Tenemos que irnos. ¡Tenemos que irnos! -dije reaccionando de repente y sin quitar la vista de encima a la bestia, que avanzaba imperturbable. Sólo cincuenta metros nos separaban de ella.
Intenté llevarme el brazo de Anette a mi hombro izquierdo para erguirla, pero le costaba mucho levantarse. Había perdido mucha sangre. Paula, sollozando, también trató de ayudarla a ponerse en pie, pero entonces Anette volvió a desplomarse sobre el suelo, asfixiándose entre gritos de dolor.
La arena quedó cubierta en cuestión de segundos por un tinte escarlata. Aquel proyectil le había atravesado el estómago, desgarrándola por dentro.
-E...Erico...Aleja a la niña de mí...-balbuceó mientras escupía grumos de sangre.
-¡¿Qué?! ¡Ni hablar! Te sacaré de aquí.
Anette negó con la cabeza. Tenía la mirada perdida y parecía a punto de desmayarse.
-No...no...puedo ir a ninguna parte. Aléjala de aquí....
-¡¡No puedes hacerme esto, Anette!! -mascullé histérico, e intenté levantarla de nuevo. «Esto no podía estar pasándome.»
-No hay tiempo....-Volvió a caerse de rodillas e hizo un gesto de intenso dolor.
»¡Aléjala de mí! -exclamó sacando fuerzas de flaqueza. Su respiración era corta y agita da-. ¡¡ Aléjala !! ¡ ¡ Aléjala ya!! -continuó gritando, desencajado su rostro mientras intentaba empujarme con una mano para que me fuera, lo que hizo que me tambaleara hacia atrás.
De su cinturón multiusos extrajo con manos temblorosas una granada Borstein y le quitó el seguro, manteniendo apretada la leva con los dedos.
-¡¡VETE!! -chilló con desesperación al ver que no me movía-. ¡HAZLO!
Alcé la vista por encima de su hombro. El Arcángel ya estaba a escasos veinte metros de nosotros.
-Maldita seas, Anette -le dije al calibrar las consecuencias de lo que me pedía. Entonces actué sin pensar; agarré del brazo a Paula, que lloraba y gritaba desconsoladamente, y me alejé de allí con toda la rapidez de la que fui capaz.
Tras cojear varios pasos, eché la vista atrás y vi cómo el Arcángel se colocaba por detrás de la mujer, con los ojos inyectados en sangre. Blandió el lanzallamas en su brazo y le apuntó directamente en la cabeza, emitiendo un bramido de triunfo demoníaco.
Anette, de rodillas, cerró los párpados como si se despidiera del mundo y apretó los dientes, haciendo que las quijadas resaltaran en su rostro moribundo.
-Aniquila esto, hijo de puta -exclamó, como si se tratara de una venganza personal. Sin vacilar ni un segundo, hizo un súbito movimiento giratorio y encajó la punta de su granada en el cañón del lanzallamas, justo cuando el Arcángel abría fuego.
Una súbita y descomunal explosión de llamas y luces cegadoras hizo retumbar la tierra, acompañada por el violento estallido de mil truenos.
La onda expansiva nos alcanzó a Paula y a mí y nos empujó contra el suelo entre una tormenta de arena y humo negro. Instantes después, me llegó un fuerte olor a gasolina y a metal candente.
Lo primero que hice cuando pude abrir los ojos fue comprobar que la niña estaba bien. Permanecía tumbada a mi lado, algo desorientada, y tosía asustada, pero por lo demás parecía no haber sufrido ningún daño.
Me costó ponerme en pie. Las piernas no me respondían muy bien y mi vista, algo borrosa, estaba desenfocada, con cientos de puntitos intermitentes inundando mi campo de visión. Cuando lo conseguí, fui dando tumbos en dirección a una humareda oscura que ascendía de unos restos tortuosos y calcinados. Debían de ser los del maltrecho cuerpo del Arcángel, el cual yacía semienterrado en la arena. Las llamas aún brotaban de su armadura, retorcida y arrugada de forma imposible. Le habían desaparecido casi todas las extremidades y tenía el tronco despedazado.
No seguía vivo.
Seguí mirando a mi alrededor en busca de Anette. Entre el humo y la polvareda no vislumbraba bien, y eso sólo contribuyó a aumentar mi frustración.
La situación en la que ahora me encontraba se iba procesando en mi cabeza a pasos agigantados. Una situación que por nada del mundo podía permitirme. De ninguna de las maneras podía aceptar que Anette se fuera.
¿Cómo podía haberme hecho esto? ¿Acaso no había entendido que yo no podía hacerme cargo de una niña como Paula?
Grité su nombre repetidas veces, angustiado al pensar en todo aquello, hasta que al fin, detrás de una cortina de humo, me pareció ver algo: una figura difuminada en aquella dañada porción de playa.
«Oh, no.... -pensé mientras me acercaba-. No, no, no, no...»
Era Anette. Estaba destrozada. Tenía la cara y el cuerpo extremadamente magullados y la piel chamuscada. También le faltaba el brazo derecho, pero seguía con vida. Respiraba con mucha dificultad, y sus ojos, ciegos y abiertos de par en par, se perdían mirando hacia el cielo. Su cuerpo sufría espasmos incontrolados y de su boca salían diversos hilos de sangre.
-¿E...eres tú...? -musitó de forma casi imperceptible, anegada en un mar de sufrimiento.
Me puse de rodillas y agarré su mano ensangrentada. Como yo llevaba los guantes del uniforme policial, era imposible que se contagiara por contacto, una circunstancia que sin duda habría sido aún más terrible, si cabe.
-Tranquila -susurré con mi voz rota-. Estoy aquí.
-Pa...Paula...
-Ella está bien. Procura no hablar.
La niña apareció caminando por la arena con unos enormes lagrimones resbalando por sus rojizas mejillas. Al ver a su benefactora tumbada de aquella manera, fue corriendo hacia ella y se dejó caer a su lado. Hundió la cabeza en su hombro y rompió a llorar desconsoladamente.
Los ojos de Anette se humedecieron.
-Erico...-articuló con terrible esfuerzo-. Lo siento...lo siento mucho...
Sé que lo dijo de verdad. Incluso en la hora de su muerte, sus últimos pensamientos fueron para pedirme perdón. Un perdón sincero y desesperado al comprender qué clase de legado me dejaba al marcharse.
Después de aquello, ladeó la cabeza y murió.
Le cerré los ojos con mis dedos y me quedé en silencio, contemplándola bajo la bóveda celeste. Yo era incapaz de llorar, pero en esos momentos deseé poder hacerlo.
En mis manos estaba tomar la decisión más difícil de toda mi vida.
La decisión sobre qué hacer con la niña.
Soy un zombi, ¿entendéis? No podía hacerme cargo de ella. La idea de cruzar el país con una niña de ocho años a cuestas era impensable y disparatada; los Pirineos, una trampa mortal para mí, y mi condición inestable, un peligro constante para ella. Por no hablar de la infinidad de amenazas que últimamente paseaban a sus anchas por el mundo.
Pero tampoco podía dejarla a su suerte. Puede que mi aspecto fuera el de un monstruo, pero no era ningún asesino, y abandonarla habría sido poco menos que un asesinato.
Miré a Paula, intentando encontrar una respuesta. Ella seguía llorando desfallecida y acariciaba el pelo de Anette con sus manos, como esperando que despertara de nuevo.
Todas esas reflexiones me aturdieron como cien cuchillas clavándose de forma despiadada en mi cabeza. Me llevé las manos a la cara y de repente sentí un fuerte mareo. Seguidamente probé a ponerme en pie, y entonces me asaltó una sensación que me resultó extrañamente familiar, una especie de premonición que me impulsó a mirar al frente.
En la distancia, erguido sobre la arena, se encontraba Erik, el fantasma que me visitaba en mis repentinas alucinaciones. Permanecía quieto, con sus dos manos apoyadas en su bastón de puño de marfil mientras me observaba con una sonrisa en los labios, como si todo aquello le resultase sumamente divertido. De pronto se echó a reír a plena carcajada y no dejó de hacerlo. Su poderosa risa retumbó en el interior de mi mente, y su estremecedora visión no fue más que el macabro recordatorio de aquello en lo que me estaba convirtiendo.
Mi parte humana disputaba una carrera a contrarreloj, y, tomara la decisión que tomara, no podía demorar el momento o posponerlo; debía hacerlo ya y no mirar atrás.
Os lo dije, la vida está llena de cambios.
Aquella niña era el futuro. Protegida y custodiada por Anette, me atreví a creer que todo era posible, que tal vez podrían llegar hasta la frontera y salvar el mundo... que todo podía cambiar y volver a ser como antes. Y yo podría regresar a la tranquilidad de mi apartamento y afrontar mi destino con la satisfacción de saber que había contribuido en algo. Pero Anette ya no estaba para llevar a cabo esa tarea, y eso... bueno, eso lo cambiaba todo.