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Parte X (1)

Admitámoslo: que alguien apunte a un zombi en la cabeza con una glock 9 mm mientras éste permanece de rodillas y con las manos levantadas es una de las cosas, como mínimo, más insólitas que podríais llegar a ver. Por suerte, aquella mujer aún no sabía que yo era un muerto viviente, así que de momento -y a no ser que se tratara de una incorregible psicópata- me encontraba relativamente a salvo.
-Paula, ven aquí, vamos -le dijo a la niña con firmeza.
Ésta se puso en pie y pasó por mi lado mientras yo seguía en aquella posición tan agradable.
-Ve arriba a jugar con tus juguetes, ¿quieres?
-¿Puedo darle de comer a Orly? -preguntó con una voz dulce.
-Sí, cariño, puedes darle de comer a Orly. Ahora vete.
Sus ligeros pasos sonaron como susurros cuando corrió hacia la escalinata que llevaba hasta los pisos superiores.
-Oye, te prometo que no iba hacerle daño -alegué en mi defensa. Empezaba a sentirme incómodo con todo aquello-. Puedes bajar el arma, te lo aseguro.
-Eso aún está por ver. Levanta.
Cuando intenté ponerme en pie, la mujer se dio cuenta de que me costaba más de lo normal y pareció relajarse un poco, aunque no dejó de apuntarme mientras me daba la vuelta con lentitud. Era alta y morena. El pelo le quedaba recogido a la altura de la nuca por una sencilla coleta y vestía con ropa deportiva aunque desgastada.
Me hizo un gesto con la cabeza señalando mis rodillas.
-Has flaqueado al levantarte. ¿Estás herido?
-Estoy bien.
-¿Y qué eres? ¿Policía? ¿Del ejército? -Parecía muy interesada en saberlo.
-Bueno, algo parecido, aunque mas bien podría decirse que soy autónomo. -¿Me dejas bajar las manos ya?.
Por un momento me pregunté si aquella mujer podría distinguir mi estropeado rostro a través de la visera reflectante, pero enseguida comprendí que le era del todo imposible. No podría darse cuenta mientras yo llevara el casco puesto.
-Así que eres un mercenario.
«Sí, de las pompas fúnebres», pensé, pero me limité a no responder. Mejor que creyese cualquier cosa menos la verdad.
-Todavía no has contestado a mi pregunta. ¿Cómo has encontrado este lugar?
-La puerta de abajo estaba abierta. Soy bueno siguiendo rastros y me conozco bien la ciudad. Eso es todo.
Curiosamente, aquella respuesta pareció satisfacerla más de lo que imaginaba. En sus ojos noté un leve brillo. Acto seguido, enfundó su arma.
-Está bien -y me extendió la mano-. Me llamo Anette.
-E..Erico -respondí, dudando si estrechársela o no.
Aún recuerdo la sensación que me produjo aquello; mis guantes rozaron su cálida piel y me di cuenta de que había olvidado por completo cómo era el hecho de experimentar el simple contacto con alguien. La sociedad y el civismo se habían extinguido, la era de las relaciones entre personas había tocado fondo, y lo peor era que también se había borrado de mi memoria. Tantos meses de aislamiento prolongado habían hecho de mí un témpano de hielo.
Agarrar la mano de aquella desconocida como si yo fuera una persona normal me resultó, en parte, fascinante.
-Siento haberos asustado -le confesé al soltársela.
-No te preocupes. Fue culpa mía.
-¿A qué te refieres?
-Salí un momento para asegurar la zona. Siempre que lo hago dejo la puerta sin el cerrojo echado. Nunca sé cuando tendré que entrar deprisa -Chasqueó los dientes, como decidiendo si era conveniente seguir hablando-. Por cierto, la niña que viste antes se llama Paula.
Eso ya lo sabía, pero me inquietó saber que la puerta por la que entré al edifico realmente ya estaba abierta, después de todo. Menudo rompecabezas. Me juré que más adelante dedicaría un tiempo a pensar en ello.
-¿Y vivís aquí las dos solas?
Anette asintió con la cabeza.
-Llevamos varias semanas encerradas en este lugar. La ciudad no es segura. Tenemos comida enlatada y suficientes provisiones para aguantar otro mes más, hasta que llegue la ayuda.
-¿Qué ayuda? Ahí afuera no queda nadie.
-No importa, olvídalo -se dio media vuelta y echó a andar en dirección a la escalera-. Puedes quedarte aquí hasta mañana, si quieres. Podemos ofrecerte algo de comida y agua. Nosotras dormimos arriba, pero, si necesitas descansar, hay habitaciones en el primer piso.
-Oh, no será necesario, sólo estaba de paso gracias, pero igualmente creo que será mejor que me vaya.
La chica frunció el ceño como si no entendiera a qué venía una negativa a tan tentadora oferta.
-Como quieras -dijo apoyando una mano sobre el pomo de la escalinata-. Ya sabes dónde está la salida.
Reconocí que la experiencia había sido fabulosa, pero en esos momentos me apetecía volver a mi querida pocilga. Estaba siendo una noche demasiado extraña y tenía muchas cosas en las que pensar. Había conseguido lo que en parte quería: interactuar por fin con algún humano, adivinar quién era esa niña y, lo más difícil, no ser descubierto en el intento. Así que por ese día consideré que había cumplido y que era merecedor de retomar mis habituales costumbres necrológicas. Además, necesitaba quitarme de una vez ese maldito casco.
Decidido a no tentar más mi suerte, me dispuse a salir de allí. Poco me imaginaba, mientras bajaba los primeros escalones, sumido en mis propios pensamientos, que al llegar al segundo piso -el de las ventanas traslúcidas- el reflejo de una repentina y ensordecedora llamarada proveniente de la calle me haría cambiar radicalmente de opinión.
Al momento supe que esta vez no se trataba de otra alucinación, porque inmediatamente después de aquel enorme fogonazo oí a Anette bajar de nuevo corriendo por las escaleras.
Sostenía la pistola entre sus manos y, al pasar por mi lado, me hizo señas para que permaneciera callado. Muy despacio, y con pies de plomo, nos acercamos al marco de una de las ventanas.
Ocultándonos tras la pared de ladrillos, miré de soslayo a la calle y al fin pude contemplar, con cierta fascinación, aquello que se había cargado a esos dos tipos del jeep.

¿Habéis visto esa película en la que Robert De Niro interpreta a aquel personaje tan desfigurado que ha sido creado por las manos de un científico bastante neurótico? ¿Cómo se llamaba?. ¡Frankensteins! Eso es. ¡Pero qué buen actor era! De ascendencia italiana, por supuesto.
Pues aquella cosa que estaba ahí afuera hacía que a su lado el monstruo interpretado por De Niro pareciera el hermano idiota de Winnie de Pooh.
Era enorme; por lo menos medía dos metros. Llevaba una especie de armadura antiperforante alrededor de su gigantesco cuerpo y un enorme lanzallamas acoplado a uno de sus brazos metálicos. Su rostro, quemado y al descubierto, mostraba un odio incondicional e inaudito, y la piel que lo cubría parecía estar reconstruida a base de injertos.
Con unos pasos lentos y pesados, caminó hasta los restos de un desafortunado zombi que yacía medio carbonizado y cuya silueta sin piernas aún se arrastraba intentando huir por un suelo en ruinas. Cuando llegó a la altura de su cabeza, levantó su enorme pie y luego se la aplastó como quien hace estallar una sandía con una prensa de acero. Acto seguido, continuó avanzando implacable, introduciéndose por los callejones de aquel barrio como un vigilante nocturno. Su respiración era tan ruda y profunda que tardamos en dejar de oírla.
-¿Qué es esa cosa? -pregunté con mi habitual aunque, a menudo, peligrosa curiosidad. Anette miraba a la calle con suma atención, sin quitar los ojos de encima al gigante mientras se alejaba.
-Son aniquiladores; se les conoce como «Arcángeles». Los sueltan en las ciudades que han dado por perdidas y se encargan de limpiar y purificarlo todo. Humanos, zombis, no importa. Matan toda forma de vida sin excepción, y así eliminan la amenaza de raíz. De esta forma, una futura recolonización.
Esperó unos segundos antes de proseguir, concentrada en comprobar cómo aquel monstruo desaparecía tras una esquina, luego suspiró y me miró severamente.
-Si un Arcángel te localiza, ya puedes darte por muerto, porque jamás dejará de perseguirte.
-¡Oh, vamos! -Solté un bufido de risa-. ¿Insinúas que están programados o algo así?.
Anette se encogió de hombros y volvió a estudiar la calle.
-Ahora mismo vivimos en un mundo postapocalíptico, pero venimos de otro en el que el desarrollo de la ingeniería genética lo era todo. Mira a tu alrededor: todo lo que ves es consecuencia de un experimento que debió de salir muy, pero que muy mal. Quién sabe lo que son esas cosas. Antes eran hombres, pero a saber lo que habrán experimentado con ellos, a saber lo que les habrán hecho.
-Así que fue eso lo que asesinó a esos dos franceses-pensé en voz alta.
Anette, que me había escuchado, se volvió hacia mí de repente con los ojos abiertos de par en par.
-¡Repite eso! ¿Qué franceses? -Quiso saber muy seria; parecía inquieta.
-Dos tipos que vi desde mi apartamento. Conducían un jeep negro. Hablaban en francés mientras disparaban, y luego esa cosa los mató. ¿Por qué te interesa?
-¡¿Cuándo ocurrió?!
-Ayer, al atardecer. Oye, ¿estás bien?
-¿Cómo eran? -Cada vez se mostraba más preocupada.
-No sé, uno era moreno y bastante alto. Más o menos de esta estatura. ¿Por qué te preocupa tanto?
-¡Oh, mierda! -exclamó-. No, no, no. ¡NO!
Fue tambaleándose hasta la pared que tenía justo detrás, tapándose los labios con la mano. Su expresión se desencajó de plena angustia.
-Tenía que ser él, tenía que ser Kristoff -pronunció como ida-. Venían a buscarnos.
Cerró sus humedecidos ojos durante unos segundos y de pronto golpeó con su puño el yeso de la pared que tenía a sus espaldas.
-Joder! -Volvió a golpear más fuerte-. JODER!
Se llevó las manos a la cara y empezó a sollozar desesperada, dejándose caer de rodillas.
Para mi asombro, aquella mujer de apariencia tan fuerte se desmoronó como si le hubieran arrebatado el alma.
¿Soy un monstruo por decir que ni siquiera intenté consolarla? Simplemente me quedé allí, de pie, observando cómo sus lágrimas caían sobre el suelo como gotas de rocío.
-Venían a buscarnos-repitió sin poder parar de llorar.

Diario de un zombiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora