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Parte XV

La primera vez que me confesé tenía nueve años, llegaba tarde al colegio y la lluvia caía del cielo con ímpetu. Pero eso parecía no importarle a mi madre, que me cogía de la mano hecha una furia mientras me acompañaba hacia la iglesia regañándome con un recital de valores que se empeñaba en que yo adquiriera.
Aún faltaba un año para celebrar mi comunión y había cosas que, supuestamente, mi espíritu inmaduro no estaba preparado para hacer. Pero ni siquiera eso pudo evitar que mi devota madre tomara medidas drásticas. Su hijo había pecado y por ello debía arrepentirse ante Dios inmediatamente.
Dios, ¿quién es Dios? ¿Es aquel que proclama a los cuatro vientos que el amor por el prójimo es mejor opción que el odio por el enemigo? ¿Es aquel que dice que sólo los humildes de corazón entrarán en su reino? ¿O más bien aquel que nos pone a prueba para ver cuáles son nuestros límites?
Aquel día, confesándome ante el padre Daniele, supe quién era Dios. Y tengo que decir que no me gustó demasiado conocerlo.
Como todo niño a mi edad, yo era un poco.......inquieto. Bueno, quizás algo más que el resto. Lo bueno que tenía, y de lo que frecuentemente alardeaba, era que nunca habían conseguido pillarme haciendo una trastada.
Ni siquiera cuando almacené en el cajón del maestro Giovanni un montón de estiércol por cortesía de una granja cercana a la escuela.
Ni siquiera cuando usaba los cilindros vacíos de los bolígrafos para lanzar perdigones en los cogotes de mis compañeros aprovechando los habituales despistes del profesor.
Ni siquiera cuando decidí cambiar los nombres de las fichas de los alumnos por los de estrellas del rock americanas momentos antes de que la nueva profesora de religión -recién llegada al cargo- pasara lista por primera vez.
No. Yo era un diablillo de mucho cuidado, y muchas veces habría merecido una buena reprimenda. Pero lo que pasó el día anterior a confesarme, durante una aburrida clase de matemáticas, no fue culpa mía. Precisamente por eso, tal vez, pensaron que fui yo...
Desde las ventanas de mi antigua clase acostumbraban a verse muchas cosas que podían distraer la atención de un alumno cotilla.
Como yo me sentaba pegado a una de ellas, frecuentemente prefería analizar lo que sucedía en el exterior que lo que enseñaban en el interior.
Aquélla en particular era una mañana hermosa. No había nubes que encapotaran el firmamento, y los pajaritos volaban de un árbol a otro en busca de semillas caídas de sus copas. Por las calles de Verona, las personas transitaban en su rutina diaria, reconfortadas por la calina del sol de primavera. Quién iba a decir que tanta calma estaba a punto de preceder a una terrible y desenfrenada tormenta que traería con ella consecuencias devastadoras.
Todo empezó con un momento de distracción por mi parte, cuando, sentado en mi pupitre, eché la vista afuera y me fijé en una pareja de novios que discutía a pleno grito en mitad de la calle. Ella parecía recriminarle a él su exceso de celos, y él parecía recriminarle a ella su falta de sinceridad.
Con nueve años de edad, yo no entendía los problemas entre parejas, así que en un principio aquel acontecimiento no habría reclamado mi atención más de lo necesario si no hubiese sido por lo que ocurrió a continuación.
Mi compañero de clase, y rival de fechorías, Pietro Cavanni, un terremoto de ojos azules que se sentaba delante de mí, aprovechó que el maestro acababa de salir de la clase a por tizas nuevas y sacó de su pupitre un tirachinas rudimentario confeccionado con dos pequeñas ramas de madera. Por lo visto, yo fui el único que vio cómo el pequeño diablo tensaba la cuerda del artefacto, se mordía la lengua calculando un tiro perfecto y, acto seguido, le lanzaba al ofuscado novio una generosa esfera de barro endurecido en pleno cogote.
Debió de dolerle mucho a juzgar por el repentino grito que profirió su boca y por las maldiciones que soltó al echar la vista arriba, donde se encontró directamente con mi incrédula mirada. Y es que aquel suceso me había cogido completamente de improviso.
Por supuesto, Pietro Cavanni hizo bien su papel. Justo después de soltar el proyectil, recobró la compostura inmediatamente y, con un repelente disimulo, simuló que resolvía los ejercicios de su libro.
Tres minutos más tarde, la pareja apareció por la puerta de nuestra aula, acompañada por el enfurecido profesor Giovanni.
-¿Quién decís que ha sido? -vociferó, conteniendo el mal genio.
-Ese de ahí -respondió la víctima con un dedo acusador.
No me lo podía creer. ¿Me estaban culpando a mí?
-¡Eso es mentira! ¡Yo no fui! -salté en mi defensa-. ¡Ha sido Pietro, tiene un tirachinas!
-¡Mentiroso! -contestó mi teatrero compañero-. ¡Mirad! -señaló debajo de mi pupitre. El pequeño tirachinas se encontraba en el suelo, junto a mis pies.
Eso ya era el colmo: había aprovechado la confusión del momento para dejarlo caer a mi lado y así poder incriminarme.
El profesor se puso rojo por la ira y me fulminó con la mirada.
-¡Erico Lombardo! -gritó mientras se dirigía hacia mí como un auténtico verdugo imparable.
Me agarró con fuerza por el brazo y me arrastró hacia el pasillo.
-¡Vas a ir inmediatamente al despacho del director y serás castigado por esto! ¿¡Me has entendido!?
-¡NO! -Aquello no podía estar pasándome-. ¡Le digo que yo no he sido, lo juro! ¡Suélteme, me hace daño!
Por el rabillo del ojo pude ver al granuja de Pietro dibujar una sonrisa triunfal en sus labios, lo que definitivamente hizo que perdiera el control. Me deshice de mi captor con un súbito movimiento y me abalancé corriendo hacia él, dispuesto a vengarme por lo que me había hecho. Éste, al verlo venir, se levantó y nos enzarzamos en una breve pero intensa pelea de niños. Yo le propinaba mamporrazos con mis manos mientras él me tiraba de los pelos e intentaba devolvérmelos.
El profesor Giovanni, más enojado que nunca, se abrió paso entre los niños que vitoreaban a nuestro alrededor, nos agarró a los dos por las orejas y nos separó gritando a pleno pulmón:
-¡BASTA YA! ¡Qué osadía! ¡Vais a ir los dos al despacho del director ahora mismo! Y en cuanto a ti, jovencito... -me miró con ojos inyectados en sangre-, pienso hablar con tu madre sobre tu intolerable comportamiento.
-Me da igual. Ella me creerá cuando le diga que yo no he sido.
-Ah, no, te equivocas, muchacho. Ya me encargaré yo de que esta vez sepa la verdad -contestó, convencido de lo que decía, lo que no hizo más que hacer crecer mi frustración.
-¡Y ahora, andando!
Los hechos por los que más tarde yo pasaría a ser considerado algo peor que un alumno problemático tuvieron inicio justo después, mientras el profesor, avergonzado por el espectáculo, pedía disculpas a la visiblemente complacida pareja de novios.
-Siento mucho lo ocurrido. Les prometo que tomaremos medidas contra este acto tan reprochable.
Ver la cara de mi profesor haciéndoles la pelota a aquel dúo y jurándoles que se encargaría de que yo pagara por algo que no había hecho me llevó a desear intensamente que algo malo le ocurriera.
-Ojalá te caiga una maceta en la cabeza -susurré en voz baja.
¡Craso error! Al parecer, no fui lo suficientemente discreto. Contemplé con pesar cómo los niños de las primeras hileras de la clase se llevaban una mano escandalizada a la boca y, acto seguido, vi la cabeza de mi maestro girarse lentamente hacia mí, colérico y con las venas de su cuello hinchándose progresivamente.
-¿¡Qué has dicho..!?
-Nada...-respondí asustado.
Por desgracia, ahora sí que me habían pillado.
A juzgar por cómo había empezado la mañana, tan apacible y calmada, quién iba a decir que más tarde, durante aquella tarde de primavera, llegaría esa tormenta de la que os hablaba y que ya no se marcharía en días. Los densos nubarrones convirtieron el día en noche y, tras el estallido de los primeros relámpagos, un despiadado diluvio cubrió toda Verona como si fuera una manifestación de la ira divina.
Hubo alguien en concreto que jamás, bajo ningún concepto, se podía haber imaginado los efectos que esa tormenta traería consigo.
De camino a su casa, después de una irritante jornada de trabajo, el profesor Giovanni iba lanzando maldiciones mientras luchaba contra el viento y la lluvia que sacudían su paraguas con fuertes ráfagas. Exasperado, optó al fin por arrimarse a las fachadas de los edificios, bajo la cobertura de los balcones que sobresalían frenando parcialmente el chaparrón y cuyas barandillas se meneaban ligeramente por la dureza del temporal.
Sé lo que estaréis pensando. Pero no. Por supuesto que no le cayó ninguna maceta en la cabeza. ¿Por quién me habéis tomado?
Lo hizo un rayo.
Unos testigos contaron que un fuerte ruido retumbó en el ambiente y que, inmediatamente después, vieron al profesor salir despedido varios metros hacia atrás, bajo una terrible descarga de chispas y luces cegadoras. Su cuerpo fue a parar al interior de un cubículo de basura. Estaba completamente chamuscado, con los pelos de punta, la dentadura desencajada y los dedos aferrados al mango de su paraguas, del que ya sólo quedaban las varillas.
Fue un terrible acontecimiento, sin duda< Sobre todo para mí.
A partir del día siguiente, mi vida en la escuela se convirtió en un infierno. Mis compañeros creyeron que estaba maldito y empezaron a evitarme. Los profesores me miraban con desdén por los pasillos, como si fuera un delincuente. Ni siquiera mis amigos parecían estar cómodos a mi lado.
Nada volvió a ser lo mismo. Pasé a ser una especie de infectado para todo el mundo. Irónico, ¿eh?
Lo peor es que yo sabía que no tenía la culpa de nada, que todo había sido producto de un injusto malentendido y de una terrible casualidad. Pero todos se empeñaban en pensar lo contrario.
A mi madre le costó mucho convencer a la dirección eclesiástica del colegio de que yo no era el Anticristo y que debían permitirme seguir estudiando ahí. Tuvo que prometerles que me llevaría a confesar por la mañana y que no faltaría a ninguna misa de domingo a partir de entonces.
Aunque no estoy seguro -dado que mientras estaban reunidos yo esperaba fuera-, creo que también les ofreció una buena suma de dinero, a juzgar por la sonrisa de oreja a oreja que le dedicó el director del centro a mi madre cuando se despedían a las puertas de su despacho.
Con férrea determinación, y más dispuesta que nunca a cumplir con su palabra, mi madre me presentó ante el padre Daniele a la mañana siguiente.
-Estáis empapados, por favor, entrad -nos indicó el cura, mirándome con suspicacia.
-Gracias, padre. Sentimos venir tan pronto.
-Prego. -Sonrió, restándole importancia-. Le ore del mattino hanno l'ora in bocca. -Grazie -repitió ella, devota, y luego añadió-: Verá, mi hijo.
-Lo sé, me han puesto en antecedentes. -Apoyó una mano en mi cabeza-. Si lo que dicen es cierto, has hecho algo terrible, chico.Terrible.
Le devolví una mirada silenciosa. Estaba cansado de esa situación, cansado del fanatismo que impedía a los otros ver la verdad, pero también dispuesto a intentarlo una vez más. Aquél era un hombre religioso y sabio, así que cuando le explicase que yo no había tenido nada que ver, que no hablaba con el demonio tal como decían, tendría que percibirlo. Al final, seguro que me creería.
Me alegré al pensar que todas esas calumnias sobre mí pronto verían su fin.
El padre Daniele le pidió a mi madre que esperase en el claustro de la iglesia y me invitó a acompañarle. Yo le seguí a lo largo de la cubierta interior. Su ritmo anciano era pausado.
En el techo, las bóvedas de medio cañón daban un aspecto de vacío, y un silencio ensordecedor reinaba en el lugar, únicamente roto por el sonido de nuestros pasos sobre la fría arcilla del suelo.
Poco a poco fuimos dejando atrás las hileras de bancos y mosaicos que reposaban en ambos lados.
-Di qua -señaló con una mano. Al fondo de la cámara, en la parte izquierda, había un pequeño confesionario de madera de roble.
-Por favor, entra.
Hice lo que me pidió. A pesar de que estaba seguro de que no tenía culpa alguna, sentí cierto temor. No porque tuviera remordimientos, sino porque por alguna razón no me sentía cómodo en aquel lugar. Las iglesias me ponían nervioso, y más aún si me encontraba encerrado en una cabina de un metro cuadrado.
La rejilla del habitáculo de al lado se abrió y escuché de nuevo la voz del clérigo, que sonó con un murmullo de ultratumba.
-Señor, te pido fuerza para hacer frente al mal, voluntad para no caer en el pecado y sabiduría para guiar a los pecadores. In nomine Patris, et Fillii, et Spiritus Sancti. Amén. Háblame, hijo, ¿cuál es tu pecado?
El interior del confesionario estaba oscuro y mis ojos se perdieron en la negrura, incapaces de distinguir nada salvo las siluetas engañosas de sus ornamentos. Sentí cómo mi respiración agitada se aceleraba a medida que pasaban los segundos.
-Hijo, responde, ¿cuál es el motivo por el que has venido a verme? -La gente dice que estoy maldito -pronuncié en voz baja.
-¿Y por qué crees que piensan eso de ti?
-Porque creen que he matado a un hombre, con brujería. -Entiendo ¿Te arrepientes por ello?.
Tras una breve pausa respondí:
-No.
El padre Daniele pareció sorprenderse ante mi contestación.
-¿Que no, dices? ¿Le deseas la muerte a un siervo de Dios, a un buen hombre al que lo fulmina un rayo horas más tarde, y no te arrepientes?
Negué con la cabeza aunque no pudiera verme.
-No, no me arrepiento.
-Nel nome di Dio! ¿Cómo puede ser eso posible? ¿Qué clase de mal nubla tu juicio?
-Ninguno, padre. Yo no lancé ese rayo, tiene que creerme.
-¡El diablo lo hizo por ti! ¿Es que no lo entiendes? Hay veces que sólo debe dársele una excusa para que actúe. ¡Y tú se la diste!
Cerré los ojos con fuerza. El tono de voz del cura me asustaba. Sentí la necesidad de salir de ahí, de marcharme lejos.
-Quiero irme a casa -dije alterado.
-Debes arrepentirte, Erico, ¡Dios te castigará si no lo haces, su ira caerá sobre ti algún día si no te liberas de tus pecados!
-Quiero irme a casa -repetí, y, acto seguido, experimenté una terrible sensación de claustrofobia-. ¡Quiero irme a casa, quiero irme a casa!
Empecé a golpear la puerta del confesionario. -¡¡QUIERO SALIR, QUIERO IRME ACASA!! -¡Dios santo, chiquillo, para!
Lo último que vi antes de desmayarme por un ataque de pánico fue a un borroso padre Daniele abriendo la puerta de mi pequeña cabina. Su expresión se transformó por completo, como si estuviera viendo algo en mí que le asustara mucho. Luego se santiguó y llamó a gritos a mi madre.
Noté cómo mi cuerpo flotaba en un vacío oscuro. No veía nada, pero pude escuchar la voz lejana de mi madre y cómo corría hacia mí precipitadamente.
-¡Mi hijo es epiléptico. Está teniendo un ataque! Tenemos que tumbarlo en el suelo, con cuidado. Debo aflojarle la ropa.
Sentí cómo se quitaba el abrigo y me lo ponía debajo de la nuca.
-Por favor, tráigame algo que él pueda morder, podría tragarse la lengua. Rápido.
A partir de ahí sólo percibí intervalos de la conversación entre ellos dos. Después, sus tonos de voz se fueron calmando y, poco a poco, todo pareció volver a la normalidad. Antes de caer en un sueño profundo, oí cómo el padre Daniele decía:
-No puedo ayudar a su hijo, señora Lombardo, no si no está dispuesto a arrepentirse. Lleva el mal en su interior. Ahora deben marcharse de esta iglesia, por favor.
Desperté aquella tarde tumbado en mi cama. La intensa lluvia se estrellaba contra el cristal de mi ventana y el viento sacudía bruscamente las ramas de los árboles del jardín. Desde la habitación de al lado escuché a mi madre, llorando en la intimidad.
Arrodillado en el suelo de la catedral de Barcelona, frente a la escena de un fresco que mostraba a Dios en el Día del Juicio Final, recordé la primera y última vez que me confesé. Había transcurrido tanto tiempo que no fue fácil rescatar todos los detalles.
Después de lo que me pasó en aquella iglesia de Verona, me juré a mí mismo que jamás volvería a confesarme. Sin embargo, ahí estaba de nuevo, ante Dios, dispuesto a arrepentirme de las cosas malvadas que había realizado en vida.
Antes de hablarle, pensé detenidamente en cuáles iban a ser mis palabras, cuáles eran aquellos actos terribles que podía haber cometido y que ahora perturbaran mi conciencia.
Al poco de meditarlo, comprendí que esos actos no existían. No porque no hubiese cometido pecados -seguramente cometí algunos-, sino porque no me arrepentía de ellos. Fuera culpable o no, lo que hubiese hecho a lo largo de mi vida hecho estaba.
Así que, ante aquel abismo arquitectónico, me impuse un nuevo desafío, sin saber con certeza si alguien me escucharía, si realmente existía alguna divinidad tras esas ostentosas pinturas.
-Sé que no soy de tus favoritos -susurré con mi gélido aliento-, y tal vez por eso has decidido castigarme. Pero quiero que sepas que haré todo lo que esté en mis manos por superar cualquier adversidad que me pongas en el camino. No me rendiré. No abandonare. No esperes que lo haga, jamás.
Me puse en pie.
-In nomine Patris, et Fillii, et Spiritus Sancti.
Miré fijamente a los ojos de ese Dios malhumorado que juzgaba las almas de los hombres en aquel enorme cuadro.
-...Amén.

Diario de un zombiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora