•XIII•

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Parte XIII

A pesar de los continuos imprevistos a lo largo de nuestra operación «tormenta de llamas y mordiscos», aún no conocía esa expresión en Anette, la de pura desesperación, ni siquiera cuando fuimos perseguidos por el Arcángel. Y es que al menos en esa ocasión existía un plan de huida, pero ahora la cosa era bien distinta.
Su cabeza intentaba asimilar la información que entraba por sus atónitos ojos mientras tartamudeaba sin poder pronunciar palabra. Estaba tan aturdida que inicialmente se vio incapaz de reaccionar.
No había tiempo que perder, así que la agarré y la metí para dentro de nuevo. Me colé en la salita con ellas y cerré la puerta de golpe. Las luces estaban apagadas, por lo que tanteé en la pared hasta que di con el interruptor para encenderlas.
Paula estaba sentada en el sofá con cara de no entender qué pasaba, y Anette retrocedió hasta pegarse a la pared opuesta a la puerta con el rostro desencajado, como ida.
-Muy bien. Recapitulemos -dije lo más sosegadamente que supe.
La mujer salió de su estupor y lanzó un suspiro irritado.
-¿Recapitulemos? ¡Y una mierda, Erico! ¡Debías vigilar la puta tienda! Sabía que no podía fiarme de ti.
-¿Quieres discutir de nuevo o quieres salir de aquí?
-¡¿Y cómo cojones vamos a hacerlo, eh?! ¿Volando?
-No. Espera, debe de haber alguna manera. -Me llevé un dedo al mentón-. Déjame pensar.
-Ya, pues no pienses demasiado, porque te recuerdo que tenemos a todo un enjambre ahí fuera a punto de entrar creyendo que somos su puñetero desayuno, ¿entiendes?
-Oh, por favor, cállate un rato.
Por desgracia, la faceta histérica de Anette sí que la conocía bastante bien. Empezaba a ser una constante, y, francamente, me ponía de los nervios.
Fui hacia el lavabo para comprobar si había algún respiradero, una trampilla, algo.Pero no había ni una mísera rejilla por donde se escaparan los olores. Me pregunté qué clase de tipo sería el dueño.
Seguí pensando, observando inútilmente la estructura del pequeño habitáculo para ver si se me ocurría alguna idea, pero mi ingenio debía de encontrarse en horas bajas. Tampoco ayudaba el hecho de que cada vez llegaran más golpetazos y gemidos hambrientos desde el exterior. Lo que, irremediablemente, provocó que Anette hiciera caso de su naturaleza resolutiva y tomara al fin una decisión drástica que incluía ponerse a rebuscar dentro de su mochila.
-Basta de chorradas. Haré esto a mi manera.
Su expresión volvió a ser tan seria y decidida como la que había exhibido el día anterior en aquel edificio. Estaba claro que era una mujer de armas tomar, figurada y literalmente hablando, porque eso es lo que hizo: empezó a sacar frenéticamente armas de su bolsa, entre ellas su faltriquera multiusos con dos granadas, que se colocó alrededor de la cintura; luego comprobó la munición de su glock 9 mm y se colgó de la espalda su ballesta de cureña metálica.
Estupendo. Pretendía librar una guerra contra una veintena de zombis en una tienda más pequeña que un aula de colegio.
Debía detenerla.
-Ni se te ocurra -la advertí rotundamente, poniéndome enfrente de la puerta-. ¿Te has vuelto loca? Conseguirás que os maten.
-Aparta, Erico. Lo digo muy en serio.
-Yo también. Conoces mis reglas: nada de muertes. Sólo concédeme un minuto, daré con una solución.
-¿Por casualidad te crees que estamos en un maldito concurso de televisión? Aquí si no aciertas la respuesta correcta, la gente muere. Aparta.
-Espera, ¿qué has dicho?
-¡Que te apartes, joder!
-No, lo de la televisión -Una bombilla se encendió en mi cabeza, radiante y espléndida. ¡Claro! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
-¡Ya lo tengo! ¿Eso de ahí es el panel eléctrico, verdad?
-¿Adónde quieres ir a parar? No hay tiempo para juegos, hostia -voceó, más nerviosa que nunca.
-Confía en mí. Os sacaré de aquí, te lo prometo.
Me precipité hasta la caja metálica del panel de interruptores. Estaba claro que aquella tienda aún disponía de reservas de electricidad, ya fuera gracias a paneles solares instalados en el bloque o a generadores autónomos de corriente alterna, ya que la luz de la salita estaba encendida. Por fin un golpe de suerte.
Abrí la compuerta de un fuerte tirón y, ante la atenta mirada de las dos, estudié con detenimiento las hileras de diminutas palancas que había dentro. Cada una de ellas tenía una etiqueta con un nombre encima, por lo que fui siguiéndolas con el dedo, buscando la correcta: «Oficina» (era la única que estaba levantada, las demás palancas permanecían bajadas), «Luces tienda», «Caja», «Calefacción», «Luces escaparate», «Panel alarma», «Sección P.A.E», «Sección TV» ¡¡SECCIÓN TV!!
-¡Te encontré! -mascullé, y coloqué la palanca en modo «ON»-. Muy bien. Ahora sólo necesito encontrar un mando a distancia para los televisores. Tiene que estar en alguna parte. Veamos, quizá en esos cajones.
Fui hasta el escritorio que había en la otra esquina y abrí todos sus compartimentos, rebuscando a toda prisa entre los objetos del interior.
-¡Aquí está! Voilá! -exclamé triunfal, agarrando entre mis manos el preciado cacharro.
-Dios mío, vamos a morir. Estás como una cabra.
Anette se llevó las manos a la cara, desesperada, mientras Paula observaba con suma atención mis movimientos.
Ellas aún no lo sabían, pero estaba a punto de salvarles la vida, y todo gracias a cierto truco que aprendí de mi queridísimo amigo Felpudo. ¿Os acordáis de él? Me pregunto qué habrá sido de aquel zombi.
Sinceramente, espero que al menos le haya crecido el pelo.
-Esperadme aquí y echad el pestillo. Ahora mismo vuelvo.
Salí de la habitación sin perder más tiempo, dejándolas sumidas en sus propias conclusiones y desvaríos.
Admito que crucé los dedos para que mi plan funcionara. Estrictamente hablando, sus vidas no eran responsabilidad mía, pero sentía cierta culpa por haberlas expuesto a esa delicada situación.
Más tarde, ya al alba, mientras andábamos sigilosamente en dirección a la playa por Vía Layetana, Anette tuvo que admitir dos cosas: una, que había sido el momento más terrorífico de su vida, y dos: que yo era un genio.
No era ningún genio, le dije, sólo que, por suerte, sabía cómo funcionaba el colectivo zombi.
Menos mal que la puerta de la habitación estaba cerrada y ellas dos no pudieron ver lo que hice inicialmente, cuando abrí el cerrojo y dejé entrar en la tienda al enjambre de muertos vivientes que, como enfermos psicópatas, aporreaban tan salvajemente el escaparate, porque, de haberlos contemplado en directo, seguro que les habría dado un infarto. Y no es para menos. Lo cierto es que aquello parecía el checking para subir a un avión.
-Adelante -les decía a mis homólogos a medida que iban pasando al interior del local.
Tras entrar unos veinte, más o menos, me aseguré de que no quedara ninguno fuera.
Podían oler la sangre fresca, pero su inteligencia -o, siendo exactos, la ausencia de ella- no les permitía abrir puertas. ¡Qué leches! Ni siquiera saben lo que era una puerta. Por lo tanto, ahí estaban, merodeando por el local y olfateando el aire excitados, sabiendo que había carne humana en alguna parte del establecimiento pero incapaces de adivinar en qué lugar concreto. De todas formas, sólo era cuestión de tiempo que las localizaran, y, si eso llegaba a ocurrir, ni siquiera una enorme pantalla de cine podría evitar la desgracia. Así que tiempo era precisamente lo que no podía perder.
Los televisores de la pared estaban puenteados los unos con los otros, de modo que no me hizo falta encenderlos por separado. Di gracias por ello. Simplemente tuve que hacer un ligero click con el mando y entonces, tal y como imaginaba, ocurrió el milagro.
La imagen blanquecina de la estática inundó la sala como un ángel irradiante. De los nueve televisores que había, ocho se encendieron en cadena con miles de puntos moviéndose de forma vertiginosa por sus enormes pantallas. La niebla emitió un férreo sonido de hormigueo que no tardó ni dos segundos en captar la atención de los muertos.
Cielos, deberíais haberles visto. Como si de niños pequeños viendo sus dibujos favoritos se tratara, los zombis se acercaron a las pantallas, atrapados completamente en una prisión hipnótica. Todo, absolutamente todo a su alrededor dejó de existir.
Efectivamente, mi plan había dado resultado, y ahora sólo quedaba lo más importante: largarnos de ahí echando leches.
Una vez me cercioré de que ya estaban todos encarcelados mentalmente, llamé de nuevo a la puerta de la pequeña oficina.
-Ya podéis salir -dije más que satisfecho-. Todo despejado.
Recuerdo la cara de terror de Anette y Paula al pasar sorteando con sumo cuidado los cuerpos hechizados de los zombis. Tenéis que creerme, fue indescriptible. Solamente os podréis hacer una ligera idea si os ponéis en su situación. Os invito a probarlo: imaginad una luz febril e intermitente en un sitio oscuro. Queréis cruzarlo rápidamente hasta el lado opuesto pero sabéis que no podéis porque no es tan fácil y algo os lo impide: son unas figuras tenebrosas, bestias sanguinarias y adormecidas que se balancean sistemáticamente, repartidas como minas asesinas que explotarán si las tocas. A medida que avanzáis, el sonido de vuestra respiración agitada se funde con los guturales ronroneos de sus gargantas. Pasáis por su lado con temor a mirarles porque da la sensación de que van a despertarse en cualquier momento, pues, a pesar de estar en trance, sabéis perfectamente que pueden oler la sangre bombear en vuestras venas. Todo mientras procuráis no dar un paso en falso. Un solo error y será el último.
Suena aterrador, ¿verdad?
Bueno, como al final salió bien, reconozco que a mí me resultó divertido.
Tan pronto cruzaron de una pieza y llegaron a la salida, huimos rápidamente calle abajo. Tuve que recordarles varias veces que gracias a mi metabolismo yo no podía ir tan deprisa como ellas. Y es que, ¡caramba!, parecía que las persiguiera el mismísimo diablo.
Al fin nos paramos, a la vera de un portal hecho trizas, para que recobraran el aliento. Estaban cansadas, agotadas, hambrientas, sudas y harapientas, pero vivas al fin y al cabo. Todo lo contrario que yo, muerto y fresco como una rosa. Hay que joderse.
Anette me miró jadeante y con los ojos llenos de lágrimas. Abrazaba de las rodillas a Paula, que también lloraba en silencio.
-No sé cómo lo has hecho, Erico, pero nos has salvado. Muchísimas gracias. -Le dio un sonoro beso en la mejilla a la niña y siguió abrazándola con fuerza-. Dios santo, muchísimas gracias.
A partir de ese momento, podría decirse que mi relación con Anette mejoró exponencialmente. No más desconfianzas y nada de berridos. Para ellas dos acababa de convertirme en una especie de héroe, sin importar que fuera un zombi, eso era lo de menos. Anette no era la típica mujer que esperaba ser rescatada por un príncipe azul montado a caballo, sino más bien una luchadora en tiempos de guerra, con unos ideales fijos y una determinación para lograrlos que ya quisieran tener muchos hombres convencidos de su virilidad.
Tras un reposo que se prolongó cerca de un cuarto de hora, les dije que debíamos continuar, así que desde ese punto partimos de nuevo hacia el este. Vía Layetana era una avenida bastante larga, por lo que llegar hasta el litoral nos llevaría, como mínimo, medio día más.
Como ya he mencionado en alguna ocasión, Barcelona estaba prácticamente vacía, y la mayoría de zombis que quedaban en los alrededores ahora disfrutaban de su programa favorito en el interior de una tienda de barrio. Aun así, no podíamos
permitirnos andar como si lo hiciéramos por casa, debíamos ser cautos. La duda no era de fiar, e incluso para mí podía ser de lo más traicionera.
Por lo menos habíamos alcanzado una importante meta como grupo y ya andábamos los tres juntos, sin aquellas molestas distancias que Anette siempre se aseguraba de guardar.
Desde una perspectiva isométrica, éramos tres puntos que avanzaban sobre una larga y solitaria avenida bañada por el sol, envueltos en una paz que el planeta no había experimentado en millones de años. Las grandes construcciones del hombre mostraban la decadencia en su estado más puro. Lo que en su día fue un lugar lleno de vida y actividad ahora sólo era un limbo de monumentos, plazas, restaurantes saqueados y altos edificios de oficinas sin reclamar. Algunos rascacielos exhibían modernos ventanales de cristal azulado, abiertos en lo alto, por donde aún caían trozos de papel del interior de sus abandonados despachos, acarreados por las elevadas corrientes del cielo.
El asfalto por donde pisábamos estaba cubierto por multitud de esos papeles: fases, hojas de anuncios, folletos de advertencia y periódicos que anunciaban el fin de los tiempos.
La expresión que Anette reflejó en su rostro fue la de una profunda tristeza, al comprender, supongo, que décadas de trabajo y esfuerzo, junto a miles de años de desarrollo como especie, se habían perdido catastróficamente en los albores de la historia. Una historia que los pocos que quedaran terminarían por olvidar y sustituirían por otros valores. Pues esta nueva era, tan cruel y silenciosa, obligaba a empezar desde cero un camino mucho más difícil de sobrellevar el camino de la supervivencia extrema.
Paula estaba muy cansada; se le notaba en la mirada y en la flaqueza de sus imprecisos movimientos. No soltaba nunca la mano de Anette, y de vez en cuando le pedía con voz apagada que la llevara en brazos. Ésta accedía por devoción, pero se encontraba también tan exhausta que a los pocos pasos la volvía a dejar en el suelo.
-Cómo pesas, cariño. No tengo fuerzas. Aguanta un poco más, por favor -le decía, intentando consolarla. Yo me hacía el distraído; dudaba mucho que me pidieran que la llevara en brazos, pero por si acaso.
De esta manera seguimos caminando bajo el ostentoso cielo de un día claro, ellas con más esfuerzo que ánimos.
En un momento dado, mientras les contaba parte de la historia de la ciudad, les tuve que pedir que pararan en seco. Algo no iba bien. Mi sexto sentido acababa de parpadear con chispeantes luces rojas, y eso sólo podía significar que se acercaba algún peligro.
-¿Qué ocurre, Erico?
- No estoy seguro - contesté subiéndome a un pequeño montículo de escombros, donde me paré para olfatear el aire con atención-. Pero no me gusta un pelo.
Al cabo de pocos segundos la amenaza que se cernía sobre nosotros se hizo evidente incluso para ellas. Cuando el mundo está en una calma tan intensa, cualquier sonido contundente puede ser oído a kilómetros de distancia.
Desde el frente, en la lejanía, nos llegó el eco amortiguado de unas pisadas metálicas, similar a los impactos de un tambor marchando a ritmo pausado pero firme. Nos miramos entre nosotros sabiendo exactamente de qué se trataba. No nos cupo la menor duda. Fuera el mismo del otro día o no, un Arcángel andaba cerca.
-¿Es que no vamos a tener ni un momento de respiro? -se quejó Anette, afligida.
-Está claro que esa cosa se dirige hacia aquí. No podemos seguir adelante, pero tampoco podemos quedarnos donde estamos. Y volver hacia atrás nos retrasaría demasiado.
-Entonces ¿qué propones? Nosotras te seguiremos digas lo que digas.
Vaya, quién lo habría dicho. Eso era algo nuevo para mí, una Anette dócil y obediente. La verdad es que fue de agradecer.
-Hmm, Qué situación tan complicada -murmuré-. También podríamos escondernos de nuevo, pero eso tienes que decidirlo tú. O escondernos y esperar a que pase el peligro o intentar tomar una ruta alternativa. Tú dispones, yo sólo soy el guía.
Anette miró a la niña, que ya no podía con su alma, y no era para menos. Durante la noche anterior no pudo descansar en absoluto, y de las últimas veinticuatro horas, diecinueve se las había pasado andando.
-Creo que será mejor que busquemos un nuevo refugio, a poder ser más seguro, y que, una vez dentro, esperemos un tiempo prudencial. Además, esta niña necesita descansar. Paula se abrazó a la pierna de su mentora con expresión ausente pero sumándose a la causa.
-Está bien -concluí-. Busquemos un buen sitio, y rápido. Tenemos que salir de esta calle ahora mismo.
-¿Qué hay de esa iglesia de ahí? -preguntó Anette, señalando hacia un alto campanario que sobresalía entre los bloques de unos edificios cercanos.
-¿La catedral? ¿Queréis ir a la catedral de Barcelona?
Anette se encogió de hombros y sonrió levemente.
-¿Dónde estaremos más seguros que en un lugar hecho a prueba de asedios?.
«Genial -pensé-. Un diablo entrando en la casa del Señor. Que no espere limosna.»
La figura de un temible aniquilador asomó borrosa en la distancia, patrullando con su incansable cometido y quebrando la calma de las aves que aún quedaban en las inmediaciones. Justo en esos momentos, nosotros tomábamos un callejón a nuestra derecha, evadiendo así un infortunado y fatal encuentro.
Bajo el abrazo del casco antiguo, emprendimos la marcha hacia la gótica catedral barcelonesa.
El ansiado regreso a mi desordenado y acogedor apartamento tendría que esperar un poco más.

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