Parte V«¡Alegría, alegría! ¡Que la cena está servida!»
De esas mismas palabras me acordaba yo sentado en la mesa de aquel restaurante lujoso pero lleno de polvo, telarañas y sillas vacías, al que voy de vez en cuando aparentando tener algo de vida social.
«¡Alegría, alegría! ¡Que la cena está servida!»
Sí señor. Qué gran personaje era aquel maître que solía vitorearnos esta frase momentos antes de que el salón de banquetes del crucero donde yo trabajaba abriera sus puertas cada noche para las cenas de copete en alta mar.
Por aquel entonces, yo era un simple camarero veinteañero de uno de los barcos más ostentosos del mundo, perteneciente a una compañía italiana de alto renombre, y cuya flota cubría del uno al otro confín. A priori, iba a ser un trabajo a corto plazo. Sólo quería reunir dinero suficiente para poder viajar al extranjero y probar suerte.
Veréis, siempre fui de carácter bastante aventurero, espontáneo y decidido. No me asustaba el porvenir, y constantemente tenía los sentidos bien abiertos para poder cazar al vuelo las oportunidades que a menudo pasaban por delante de mis narices.
El buque no estaba nada mal, pero para nosotros -el servicio de hostelería-, sin embargo, era como una jaula de oro. Lujo y entretenimiento a raudales, de los cuales no disfrutábamos más que en nuestra íntima imaginación.
Todos los días me encontraba sirviendo refrescos en las cubiertas, bajo un sol de justicia, y con un uniforme cruzado de un millón de botones. Lo más emocionante que solía ocurrirme era servir sanfranciscos en copas de cristal a mujeres sesentonas con collares de perlas que, generalmente nadaban por las piscinas creyendo ser sirenas. Casi siempre solicitaban mi atención con una palmadita y enseñándome a la vez sus repelentes sonrisas de fumadoras de Vogue.
Por las noches era más llevadero. La gente cambiaba sus trajes de baño por sus trajes de gala. El glamour y la elegancia corrían al ritmo del descorchado de botellas de champán y vino tinto. Y la música del pianista acompañaba con sus suaves melodías las veladas más exquisitas para la gente más exigente.
Nosotros, los camareros, poníamos la guinda al pastel. En las cláusulas de nuestros contratos sólo había un párrafo escrito en mayúsculas, en negrita y subrayado tres veces: EL EMPLEADO DE HOSTELERÍA DEBERÁ SATISFACER A
LOS HUÉSPEDES A TODA COSTA SIN IMPORTAR SU RELIGIÓN, PROCEDENCIA O IDEALES POLÍTICOS.
Es decir, que nuestra misión, aparte de asistirles en las cenas, consistía en hacerles la pelota y entretenerlos aunque nos fuera la vida en ello.
Para la mayoría de mis compañeros era un fastidio. Para mí fue una oportunidad.
Uno de los aspectos a los que más importancia debía darle un empleado era a las críticas que los pasajeros rellenaban en una hoja al final de cada itinerario. En ellas anotaban desde la calidad de la limpieza de los camarotes hasta el trato recibido por el servicio del restaurante.
La diferencia entre recibir una crítica de una estrella o, de vez en cuando, de cinco era el despido automático o una palmadita en la espalda. De todas formas, si uno era capaz de conseguir lo improbable, la cosa ya cambiaba.
De treinta y ocho críticas en las que se hacía mención expresa de mi nombre en aproximadamente ocho meses, obtuve 184 estrellas. Haced cálculos.
Yo me tomaba ese párrafo del contrato al pie de la letra. Si un huésped me pedía, en su primer día de estancia, pan integral de Módena, no hacía falta que volviera a pedírmelo al día siguiente. Mientras servía mesas, estudiaba al detalle sus comportamientos, personalidades y gustos, luego los procesaba y los aplicaba correctamente en mi trato hacia ellos.
Recuerdo que una vez, en una de las mesas en las que yo servía, había un pasajero anda luz tremendamete simpático y guasón. Con su bigote curvado y su pronunciada curva de la felicidad, me recordaba a aquel fontanero de boina roja que saltaba de muro en muro en ese videojuego tan famoso nacido en los años ochenta.
Por alguna extraña razón que sigo sin comprender, aquel buen señor se tronchaba de risa cada vez que escuchaba la Quinta sinfonía de Beethoven. Pero entendedme bien, pues lo suyo no era normal. Su cabeza se ponía roja como un tomate y soltaba unas enormes carcajadas que ya quisiera el más aclamado de los cómicos conseguir de sus espectadores. Yo, conociendo su pequeño secreto, siempre me acercaba con disimulo a su mesa hasta que los dos nos mirábamos de reojo. Y él, consciente de lo que le esperaba, nada más verme ya procuraba aguantar la respiración, listo para explotar. Entonces yo me giraba de repente y, con esa característica y contundente melodía, entonaba el estribillo a plena voz con un poderoso:
-¡¡¡TA TA TACHÁAAAN!!!No había ni un solo pasajero que no inclinara la cabeza ante sus ruidosas risotadas. A menudo le costaba parar, y entre golpetazos a la mesa y toses provocadas por el alborozo, de vez en cuando solía soltarme algún: «¡Pero qué hijo puta eres!»; de forma cariñosa, por supuesto.
Me caía bien. Lamentablemente, lo encontraron días más tarde, muerto de un infarto en su camarote mientras veía un concierto de música clásica por televisión. Por lo visto tuvieron que cerrarle la mandíbula con fórceps.
Al cabo de poco tiempo, mis esfuerzos dieron sus frutos; los de arriba se fijaron en mí, y no tardé en ser ascendido a personal de espectáculo.
Amigos, eso ya era otra historia: un auténtico Olimpo destinado a unos pocos elegidos. Cambié las botellas de agua mineral por micrófonos, y el traje de pingüino, por camisas de seda siciliana. Mi labor pasó de tener que servir y entretener a la gente a divertirme con ella. Tan pronto organizaba una animada partida de bingo en uno de los salones del barco como me encontraba por la noche poniendo música en la cubierta, con cientos de manos aplaudiendo y de pies saltando al ritmo de luces con colores imposibles y de manguerazos de refrescante espuma blanca. Por supuesto, si antes no podía poner un pie en según qué instalaciones, a partir de ese momento adquirí pleno derecho a usarlas. La gente me saludaba cuando me cruzaba con ella. Incluso a veces obtenía alguna que otra sonrisa de las chicas en bikini que se paseaban contoneándose por los soláriums.
Como camarero, tenía un trabajo. Como personal de espectáculo, tenía una vida.
Gracias a Dios que era un buen corredor. Una noche fui a la habitación de una guapa muchacha venezolana. Me dijo que su padre -de profesión policía- volvería tarde, ya que normalmente se pasaba hasta las tantas gastando sus ahorros en el casino.
Jamás llegué a tocarla. Justo cuando me estaba desvistiendo, la puerta del camarote se abrió con un fuerte golpe.
-¡¡¡MARISA!!! -Chilló aquel gran hombre al ver a su inocente hija semidesnuda, tapándose con las sábanas de la cama de matrimonio y custodiada por un completo desconocido que, con sus partes íntimas al aire, se volvió hacia él sin terminar de quitarse la camiseta.
Para colmo, cuando su encolerizado padre le preguntó a pleno grito que qué cojones estaba haciendo, ella se giró hacia mí y, con total indiferencia, me soltó:
-¿Pues no te he dicho que es tonto?.
Eso fue la llama que hizo estallar la dinamita, el estornudo que despertó al monstruo.
Mis pies patinaban sobre mantequilla licuada a pleno sol mientras aquel gorila me perseguía maldiciéndome y lanzándome toda clase de objetos: zapatos, ceniceros que encontraba a su paso en las repisas de las paredes incluso cuadros de un metro por cincuenta que colgaban por los estrechos y largos pasillos. Con una mano delante, una detrás, y varios kilómetros de barco a mis espaldas, al fin conseguí darle esquinazo, aunque las consecuencias de todo aquello os las podréis imaginar.
No tardaron demasiado en ofrecerme el pasaporte a tierra. Claro que a mí me vino bien. Por aquel entonces había ganado la suficiente experiencia y dinero como para poder permitirme viajar por el mundo, tal y como quise hacer desde un principio.
Fue una etapa estupenda de mi vida. Me pregunto qué habrá sido de todo aquello.¿Será un barco fantasma lleno de zombis que surca los mares a la deriva? Quién sabe.
Hay que ver cómo son los recuerdos; me han asaltado de repente, cuando estaba a punto de saborear un bou de cordero crudo que saqué de la cámara frigorífica de aquel solitario restaurante del que os he hablado hace poco.
«¡Alegría, alegría! ¡Que la cena está servida!», exclamé para mí mismo justo antes de llevarme un pedazo de carne despellejada a la boca.