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Parte III

Tengo una pregunta que haceros: ¿Os gusta el cine?
Admito que a mí no me gustaba demasiado antes de «mudar la piel, A excepción de algunos casos que eran de mi interés, la mayoría de producciones se me antojaban como una forma vaga, pero definida, de hacer que una serie de gente que sólo se preocupaba por el dinero consiguiera precisamente eso: dinero.
Tampoco es que yo dispusiera de demasiado tiempo libre, la verdad. Mi vida era bastante ajetreada, y si podía tomarme un respiro, solía dedicarlo a otros menesteres.
Sin embargo, ahora bueno, ahora es mas bien todo lo contrario. Precisamente tiempo libre es lo que me sobra.
Pensadlo bien: ¿Qué haríais vosotros en mi situación? Imaginad que tenéis toda una ciudad cosmopolita como Barcelona a vuestra entera disposición. De acuerdo; está en ruinas, apesta a cloaca y a carne putrefacta, la invade una bruma ennegrecida por las noches y un gris plomizo durante el día. No hay luces encendidas por ninguna parte, y las pocas que quedan seguramente parpadeen intermitentemente, sin que nadie las contemple, bajo las estaciones de metro abandonadas. Pero aun así, es vuestra ciudad. Nadie la reclamará jamás, y vosotros sois el único zombi del mundo al que podrían darle el récord Guiness de coeficiente intelectual.
Por lo tanto, repito: ¿Qué haríais?
Antes de responder, dejad que os cuente algo.
Era el decimoséptimo día de mi no vida. La ciudad estaba sitiada, condenada por completo. Yo me mantuve al margen, por supuesto -más que nada por cuestiones de ética-. Pero decidí subirme al tejado de alúmina de un pequeño quiosco colindante con la antigua Plaza Cataluña y contemplar desde una distancia media cómo un grupo de, aproximadamente, doscientos zombis -que con el paso de los minutos se convirtió en una auténtica multitud- aporreaba ininterrumpidamente el fino portón de acero forjado de un gran almacén, cuyo nombre tenía algo que ver con un británico que se había cortado.
Al final, y por pura imposición de las leyes de la física, los muertos consiguieron echarlo abajo. Y como si de una colonia de ratas huyendo del peligro se tratara, fueron entrando hacia el interior del establecimiento, formando una indomable masa voluble que avanzaba a empujones arrebatadores e impulsivos. Sólo que ellos no eran ratas y, desde luego, no huían de nada ni de nadie.
Sabía perfectamente lo que querían. No hubo dudas al respecto. Incluso desde donde yo estaba, sentado en mi butaca VIP de primera fila, podía oler la sangre de las, al menos, quince personas que se resguardaban dentro de aquel edificio. No olvidéis que los podridos tenemos un sentido del olfato increíblemente desarrollado. Es lo que tiene mirarte al espejo por las mañanas, poder contemplar parte de tu tráquea y aun así comprobar que sigues en pie. El caso es que, durante las siguientes tres horas, lo único que se escuchó en el ambiente crepuscular fue un popurrí de gritos. Algunos más agudos que otros, pero todos y cada uno de ellos eran de auténtico terror, dolor y angustia. Pasado ese tiempo, los gritos fueron ahogándose y haciéndose cada vez más escasos hasta que de pronto cesaron. Punto final. El espectáculo había terminado.
Reconozco que al menos fue entretenido. Pero a partir del mismísimo instante en que me bajé del quiosco y eché a cojear, se me formuló en la cabeza un problema bastante inquietante. Y es que si yo era prácticamente inmortal, ¿qué coño haría para distraerme?.
Pues muy fácil: ir al cine.
Lo vi bien claro una vez cruzada la solitaria Gran Vía. Ahí estaba, enfrente de mis narices, un enorme cartel con letras polvorientas que rezaba: «COLISSEUM. Soy leyenda. Will Smith».
Manda cojones.
Yo nunca he sido ningún manitas, pero digamos que al menos sé darle a la palanca, y más si al lado de dicha palanca está escrita bien grande la palabra ON.
Así de fácil fue poner en marcha el generador de energía autosuficiente del que disponía la sala de controles del cine. Y no fue mucho más difícil encajar la película de nuevo en el proyector.
Como un niño con zapatos nuevos, bajé corriendo (maldito rigor mortis, obviaré contaros la hostia que me pegué) por las escaleras de alfombra roja que llevaban hasta la sala y escogí un asiento en medio de dos cadáveres femeninos que, al igual que muchos otros repartidos por la estancia, seguramente decidieron en su día guarecerse allí dentro, al amparo de los peligros exteriores, hasta que murieron de inanición. Curiosamente, no se esmeraron mucho en fortificar y proteger la entrada. Menudo misterio.
A lo que iba; los títulos ya se deslizaban por la pantalla, y entonces apareció aquella doctora hablando sobre una especie de cura contra el cáncer. A partir de ahí me dejé atrapar por la magia de Hollywood y durante esos cien minutos de metraje sólo existimos yo, el doctor Robert Neville y bueno, mis dos tímidas
acompañantes. Conseguí olvidarme absolutamente de todo lo demás. Por fin me liberé. Fue como si cogiera gran parte de mis problemas, los metiera en una olla y le pasara la patata caliente al bueno de Will. Me atrevería a decir que por primera vez desde que todo empezó, fui feliz.
Con el tiempo se convirtió en mi película favorita. ¡Y no me extraña! Era la única que había en todo el jodido cine.
Cada día volvía y me sentaba en mi asiento preferido para verla una y otra vez, hasta el punto de que llegué a saberme los diálogos de memoria y podía recitarlos al unísono con la propia proyección.
En cuanto a mis dos queridas contertulias, a menudo hablaba con ellas para comentar la película. Incluso solía bromear y contarles el final para fastidiar, pero nunca se quejaban. A la que tenía a mi derecha la llamé «señora Doubtfire». Se notaba que en vida había sido obesa. Y, aunque el nivel de putrefacción ya le había hecho perder varios kilos y pigmentación, lucía un detalle en su cara que seguía intacto e impoluto: su enorme y blanca dentadura postiza.
En lo que respecta a Lora, la despampanante morenaza de mi izquierda, confieso que tenía un cuerpo de escándalo. Al menos durante las primeras semanas, claro.
Yo soy un zombi, y el sexo no me llama, pero, por ejemplo, sigo reconociendo a una chica guapa cuando la veo en cualquier cartel de publicidad. No sé si me explico.
La cuestión es que, por curiosidad, por capricho, o más bien por ambas cosas a la vez, solía masajearle el pecho derecho mientras disfrutaba de la película. Fue reconfortante hasta que un día me quedé con un trozo de glándula mamaria en la mano.
A partir de ese día decidí que lo mejor era cambiar de cine.
¡Ay, Lora, Lora! ¿Sabéis que no le puse ese nombre -el mismo que el de mi ex novia- hasta después de ese pequeño incidente? Y es que me recordaba demasiado a ella, que también era morena y muy guapa aunque siempre supe que le faltaba algo.

Diario de un zombiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora