Historias del más allá (1 parte

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Aquella noche, no era distinta de otras noches para el viejo celador. A las seis y treinta cerró las pesadas rejas del cementerio viejo de Saraja e inició su acostumbrada rutina. No debía quedar nadie vivo dentro, solo él y sus perros.
Caminó un poco, acomodó unas coronas de flores caídas, empujó una escalera, pateó unos baldes dejados a mitad del camino y se persignó delante de un crucifijo.
Las luces de la avenida alumbraban los pasadizos solitarios, mientras el eco de sus pasos cansinos y el jadeo de sus perros que correteaban entre los mausoleos eran su única compañía desde hacía treinta y cinco  años.
Aquel día era 24 de diciembre. La noche buena previa a la Navidad.
Ingresó a la oficina de la Beneficencia que también le servía de vivienda. Encendió su desvencijada cocina colocando la tetera mohosa y una vez hervida el agua, se preparó una tasa de chocolate mientras encendía la radio que entonaba a unos villancicos.
En uno de los pabellones, una tumba se abrió y de su interior emergió la figura de una niña de unos doce años. La carita sucia, las dos colitas mal peinadas en el cabello  y la ropa holgada contrastaban con su enorme sonrisa. Su nombre era Daniela.
-El viejo ya se fue a dormir- dijo. Y estirándose para desperezarse, saltó del nicho al suelo e inmediatamente inició su periplo. Saltaba por aquí y por allá. Corría de un lado al otro y reía. Reía y jugaba. Era feliz.
Unas horas después, las campanas de San Francisco anunciaban la misa de noche buena. - Ya era tiempo-- suspiró.
En el techo de uno de los pabellones, una figura humana de talla alta, espigado, de rostro afilado y ojos claros pero opacos, caminaba con las manos en los bolsillo. Se detuvo a contemplar el cementerio y luego la ciudad. Tomó una gran bocanada de aire y desplegando sus dos enormes alas emprendió el vuelo no sin antes murmurar, despierten.
De pronto, de una, luego dos y tres y muchas más. De los nichos empezaron a emerger personas de todas las edades. Se estiraban. Sacudían sus trajes. Acomodaban sus cabellos y empezaban a saludarse.
- Señora Anita buenas noches - dijo un anciano quitándose el sombrero e inclinándose cortésmente.
- Don Carlitos buenas noches ¿Cómo van esos achaques? - preguntó una joven más allá.
Una mujer cargando en brazos a un bebé sonrió al pasar. Varias viejas a la distancia empezaron a cuchichear sentadas en una banca de losa mirando de un lado al otro, al mismo estilo de las cámaras de vigilancia.
Más allá unos jóvenes flirteaban a unas chicas que sonreían ruborizadas  mientras se alejaban entre comentarios coquetos.
Algunos señores de traje fino conversaban de negocios concertando citas para próximas fechas.
Unos militares de trajes coloridos se saludaban marcialmente tan rígidos como una piedra.
Daniela vio convertido ese desértico lugar en un mar humano.
Gente de todas las edades, de todas las condiciones y muchas razas mezcladas, saludándose amablemente y deseándose Feliz Navidad.
Daniela caminaba entre aquellas hombres y mujeres sonriéndoles y recibiendo sonrisas. Todos eran muy amables. Todos parecían felices reencontrándose con amigos, familiares, vecinos. Se abrazaban y bromeaban.
A lo lejos, divisó a un anciano de quizás ochenta años, sentado en el suelo con la mirada triste pero los ojos afanosos, como buscando a alguien. Daniela lo observó por unos instantes. A su lado, una anciana con rostro cansino estrujaba sus manos para inmediatamente sacar de una de sus mangas un rosario y ponerse a orar. Más allá pudo ver a una mujer de mediana edad que semi oculta, miraba a la pareja derramando lágrimas en silencio.
Daniela se acercó al viejo que al verla, la contempló fijamente como tratando de descubrir algún rasgo que le recordara a alguien y luego volvió a su rutina de buscar con la mirada. No decía nada. Sólo buscaba.
Alejandose, Daniela caminó hacia la mujer, que al verla trató de escabullirse entre las tumbas.
- No huyas -la llamó- No te haré daño. Solo quiero conocer tu historia.
La mujer se detuvo cerca de una escultura de mármol de un ángel. Lejos, pero aun divisando al anciano. Saludó amablemente a Daniela sin dejar de ver de cada vez al viejo.
- Mi nombre es Margarita. El anciano de allá era mi padre. Huí de su casa cuando tenía como tu edad y nunca más volví. Mi padre era un hombre muy severo y nunca me quiso. El deseó un varón y lamentablemente nací yo. Mi madre, mujer sumisa, nunca más pudo tener hijos. La pobre sufrió mucho por culpa de él.
Me fui sola y trabajé en muchos lugares hasta que conocí al padre de mis hijos. Fui inmensamente feliz hasta que enfermé a causa de un golpe que una vez el viejo me dio.
Mi esposo me trajo de regreso a Ica cumpliendo mi última voluntad (ese no sé qué masoquista me hizo volver al lugar donde nunca fui feliz) y desde hace muchísimas navidades permanezco aquí viendo de lejos al viejo y cuidando de mi madre que permanece silenciosa a su lado.
La mujer se alejó volviendo a su antigua ubicación  continuando su rutina de observación.
Hay dolores y marcas que se impregnan en el alma que ni el tiempo, ni la misma muerte pueden borrar – murmuro entre dientes.

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