Historias del más allá (8 parte)

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A lo lejos pudieron divisar a un grupo de jóvenes que reían y bromeaban sin parar. El fraile los contempló con una sonrisa cómplice moviendo la cabeza, lanzando un suspiro y rascándose un brazo.

"Estos chicos no van a cambiar nunca"

- ¿Quiénes son padre? ¿De los buenos o los malosos? - preguntó Daniela secándose las lágrimas con el dorso de las manos.

- Son un dolor de cabeza. Todos ellos terminaron sus vidas trágicamente por casquivanos. No sé si llevarte a oír sus historias, (Daniela miró al fraile con ojos suplicantes) Está bien, vamos para que los oigas.

Llegaron al grupo y la niña se percató de dos detalles, primero casi todos eran adolescentes y segundo eran de épocas muy distintas. Su forma de expresarse y vestir los delataba.

Uno de los mayores, quizás de 21 años, no más, se inclinó hasta besar las manos del fraile muy solemnemente.
Vestía elegante con unas botas negras casi hasta las rodillas, un pantaloncillo color beige, una camisa blanca, corbata negra y chaleco del mismo color de las botas. y como remate, un saco color vino hasta la altura del poplíteo.

- Este es Tomás - dijo el fraile haciendo una cruz sobre el muchacho con la mano libre.

Cuéntanos tu historia hijo, pero con las moderaciones correspondientes –dijo señalando de soslayo a la niña-

- Bien Padre, si usted lo pide - tomó una postura histriónica y empezó su relato- No soy natural de Ica, soy del norte del país. Vine invitado a esta ciudad por mi tío, hermano mayor de mi padre. Un viejo adinerado, presumido e inmensamente mezquino.

El viejo quería que lo ayudara en sus caballerizas y sus tierras. Una vez aquí conocí a su mujer, una moza de unos 16 abriles. Bella como una flor primaveral.

Odié al viejo desde que lo ví al lado de ella. Era una imagen repulsiva. Un hombre decrépito de carnes, quemado por el sol, mal hablado y prepotente.

La belleza de aquella moza color aceituna me carcomía el alma. La deseé desde que la vi y decidí en mí ímpetu juvenil, que tendría que ser mía.

La enamoré. La seduje. Al poco tiempo fue mi amante. Habíamos planeado huir. Regresar al norte, a unas tierras de mí madre en la serranía, donde no podríamos ser hallados.

Una noche el viejo regresó de un viaje sin previo aviso o tal vez ya sospechaba y planeó un falso viaje. No lo sé. Lo cierto es que nos encontró en sus aposentos, en pleno acto de amor. Traté de defenderme sin más armas que mis manos desnudas. Un certero lance de espada acabó con mi vida . Podríamos decir morí por un amor.

Los demás jóvenes rieron y aplaudieron entre vítores al narrador que volvió a inclinarse en acto teatral.

Otro de los jóvenes, un moreno de sonrisa amplia, ojos vivarachos y con trajes de esclavo nos saludó amablemente tomando la posta a su compañero.

- Yo soy Porfirio, mi historia es la más patética de todas. Trabajaba como peón en una hacienda de curas españoles. Mis padres eran esclavos libertos y por ende muy humildes, así que yo ayudaba al sustento familiar con mi trabajo.

Allí conocí a uno de los curas, uno tan joven como yo. Era un calavera. Borracho como la uva y enamorador de cuanta falda se le cruzaba en el camino sin importar su condición o color de piel. Nos hicimos muy pronto amigos y cómplices-

El fraile tomó una actitud incomoda y de fastidio moviendo la cabeza constantemente y rascando su brazo avergonzado– Hay uno en cada familia -murmuró.

En cierta ocasión, el cura andaba muy solicito visitando a la mujer del mayoral de la hacienda. Dizque acompañándola pues necesitaba asesoría espiritual. En alguna ocasión me llevó para que vigile el camino "por si las moscas."

Al parecer el esposo había reclamado a su mujer la razón por qué el fraile llegaba a casa cuándo él no estaba, inclusive tal reclamo fue presentado al cura prior de la orden, pero el fraile trató de zafarse con una excusa tan poco convincente que despertó más los celos del hombre.

Desde aquella ocasión el cura le duplicó el trabajo al mayoral en la hacienda, con jornadas tan extenuantes que ni volvía a casa a almorzar.

Cierta vez a eso del mediodía, mi fraile amigo me sacó del trabajo llevándome a su visita de la mencionada dama. Fue todo muy extraño. Él como siempre ingresó a sus "quehaceres", pero se encontró con el esposo en casa. El sacerdote se inventó una rutina de oración y meditación para salvar la situación. Pasado un buen rato me llamó a la casa y me invitó a la mesa.

El hombre estaba muy mortificado de que yo esté sentado con ellos y hacía pocos esfuerzos por ocultar su fastidio. Imagínense un zambo como yo en la casa del capataz. Inaudito. Pero a regañadientes lo toleró.

El esposo apuró un vino al sacerdote que maliciando algo me hizo beberlo a mi primero. A los pocos minutos, la cabeza me daba vueltas, un ardor atroz en el estómago me dobló hasta el suelo y a los segundos perdí la razón.

Lo último que recuerdo es al cura vociferando reclamos.

Yo morí en lugar del cura.

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