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Stephen y Bernabé se detuvieron de improviso al ver a lo lejos, muy cerca de un arbusto de helechos secos, un montículo, o más bien una loma pequeña. Se acercaron atraídos por algo, vieron que esta subía y bajaba en un movimiento repetitivo que se parecía mucho a la respiración. El suelo era blando y exhalaba un miasma mefítico insoportable, una combinación de lo que parecía ser un cadáver en descomposición, azufre y hojas a medio podrir. El aire era denso y caliente.

—¿Qué es eso? —murmuró Steph.

—No lo sé, pero si los dos lo estamos viendo es real —contestó Bern sin dejar de ver la escena.

Ambos seguían andando a paso lento hasta que una sensación de peligro les advirtió que no debían seguir.

Steph y Bern vieron que la loma inspiró una gran bocanada de aire y luego exhaló una niebla densa, pesada, como si se tratara del último aliento. Esta niebla corroía todo a su alrededor. Los arboles a su lado, que sin duda estaba vivos, se marchitaban una a una con rapidez extrema y perturbadora, les robaran la vida ya que las hojas se ponían amarillentas, luego marrones y caían, en el suelo se combinaban con una especie de alquitrán que parecía bullir del suelo de diferentes puntos de la zona, espeso como la sangre coagulada y mal oliente. Se deshacían en ese alquitrán que parecía comerse todo lo que tocaba.

La niebla avanzaba de forma lenta hasta donde estaban los dos amigos, turbados ante semejante espectáculo. Dieron unos pasos vacilantes en reversa, pero atrás de ellos también bullía en algunas partes el líquido espeso y negruzco.

La sustancia tocó sus zapatos antes que la niebla se acercase a ellos, estos se empezaron a deshacer penetrando con rapidez la gruesa tela, solo cuando vieron eso, se dieron cuenta de que estaban en peligro.

—¡Mierda! ¡Mierda! —exclamó Bernabé. Tomó a Stephen del brazo y corrieron lo más rápido que pudieron sin ver a qué dirección iban, volvieron su rostro hacia atrás, vieron la niebla avanzar.

Mientras corrían sus pies empezaron a escocerles, como si tuvieran fuego en ellos, se percataron que el líquido negro estaba aferrado sus zapatos y los deshacía, en un impulso se los quitaron los porque él se estaban quemando. El líquido negro llegó hasta tocar el calcetín sin atravesarlo todavía. Se lo quitaron rápidamente y continuaron corriendo. El miasma los seguía con extraña quietud, como si tuviera vida propia.

La maleza no les permitía ver donde iban, y esa privación fue lo que no les permitió ver el lindero pronunciado por el que cayeron con estrépito. Rodaron entre quejidos de dolor mientras se golpeaban con las piedras, algunos árboles y finalmente contra el suelo duro.

Stephen se desmayó por un golpe que sufrió en la cabeza, se lastimó las rodillas, las manos, la cara, se le rajó una oreja y tuvo grandes moretones en todo su cuerpo.

Ya era de noche cuando Steph despertó. Le dolía la cabeza hasta tal punto que casi pierde la conciencia de nuevo. Trató de levantarse haciendo un sobreesfuerzo para no caer, vio a sus alrededores y todo estaba en tinieblas. Las estrellas estaban apagadas y la luz de la luna no logró atravesar la espesura de las copas de los árboles.

Tocó las partes del cuerpo donde le dolían. Sintió la sangre caliente que emanaba de su oreja, de los cortes hechos por las ramas y de las raspaduras, y finalmente de la cabeza en el punto donde se golpeó. Recordó la niebla y el líquido negro del que huían antes de caer. Se perturbó, pero se tranquilizó al saber que no tenían nada cerca pues el hedor no estaba. Buscó a tientas su mochila que salió por los aires en la caída, pero entre toque y toque sintió la mano de Bernabé.

—¿Bern? ¿Eres tú? —dijo con miedo. No recibió respuesta—. Bern...

Siguió tocando la mano hasta dirigirse al estómago, buscó su cara y le dio unas palmaditas.

Dentro del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora