Eran las 09:30 cuando la alarma interrumpió su sueño. ¡Por fin era sábado! Se sentó en la cama lentamente sintiendo las mismas agujetas que el primer día que empezó. Dios, soy una vieja. Estuvo unos segundos sin moverse intentando recordar donde puso sus audífonos la noche anterior. La valenciana tenía hipoacusia neurosensorial que afectaba al 60 por ciento de su audición y aunque le encantara no llevarlos, convenía que se los pusiera para atender a los clientes. Decidió que seguramente los habría dejado en una de las estanterías del baño. Y, efectivamente, allí estaban, encima de unas toallas dobladas. Se lavó la cara con agua fresca, se hizo una cola alta y se puso esos cachivaches. De nuevo en la habitación, fue a por su horrible uniforme de mañana, un polo negro y unos pantalones largos de un material inconfundiblemente barato, que le hacían sudar solo con mirarlos. Se calzó los zapatos más feos y cómodos que había llevado en su vida y se fue a la cocina a desayunar. O bueno, lo que sería su versión de desayunar.
La casa seguía silenciosa. Sus compañeros de piso habrían llegado tarde y, como ella, apuraban al máximo sus horas de sueño antes de empezar la jornada, por lo que aún estarían dormidos. Cogió el delantal que dejó la noche anterior encima de una silla y se lo puso. Empezó a abrir alacenas al azar para encontrar algo que echarse a la boca. Algunas veces pescaba dos galletas, otras alguna magdalena, pero hoy encontró una caja abierta de cereales. Se encogió de hombros y metió la mano hasta el fondo cogiendo un puñado y metiéndoselo en la boca. Cogió sus llaves y con la boca llena y los mofletes cual ardilla salió a la calle para dirigirse al trabajo. Escasos metros la separaban del bar, pero a esa hora el sol ya picaba y ese camino se le antojó el infierno. Antes de traspasar la entrada trasera del hotel, dio un rápido vistazo a donde ayer le interrumpieron su cigarro. La escena se veía completamente distinta por la mañana. Muchos hierbajos y ramas que habían crecido de más. Daba un poquito de pena, pero desde luego nada de miedo. La cara del joven se le volvió a pasar por la cabeza. Cuando la pudo ver por primera vez se le quitó el miedo porque no es la imagen que ella tenía de alguien peligroso, pero en realidad, ¿qué sabía ella? Estar escondido en el jardín de un lugar abandonado desde luego no era propio de una persona normal.
Se acercó al chiringuito que estaba al lado de la piscina donde ya le estaba esperando el graciosillo cordobés con las llaves en la mano.
- Buenos días, Samanthilla – le dijo dándole un abrazo.
La rubia no era mucho de abrazos, o de cariñitos, al menos no sin conocer más a la persona o, en su defecto, estar hasta arriba de alcohol, pero con él hacía una excepción.
- Buenos días, Rafa – le contestó devolviéndoselo.
- Ya es sábado. No te queda nada para librar, ¿eh? – dijo el moreno.
Samantha libraba los lunes, como era la nueva se había quedado con el día que nadie quería.
- Pues sí, hoy se sale, mañana no está el jefe y el lunes tengo libre. La cosa promete.
- ¿Cómo? ¿Hoy se sale? – dijo el andaluz haciéndose el sorprendido
- Hoy se sale a morir, por favor, que lo necesito – llevaba solo unos días sin ir de fiesta, pero ya añoraba llevar otra ropa que no fuera el uniforme y ver otras caras que no fueran la de sus compañeros.
- Bueno, pues vayamos empezando con el día. ¿Quieres cortar las naranjas y los limones?
- Vale.
A Samantha le caía muy bien Rafa, siempre la trataba genial, suponía que por su condición de novata. Cuando le tocaba abrir el bar con otros, siempre le mandaban las tareas más arduas, como limpiar en tiempo record todas las mesas de la terraza, colocar la bandeja de ceniceros, etc. pero con él solo era... cortar fruta para meter en las bebidas. No me voy a quejar.
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Oscuridad blanca
RomanceSamantha es una joven valenciana que trabaja duro para algún día currar de lo que de verdad le gusta, la música. Para ello, ha tenido abandonar su pequeño pueblo y aceptar un puesto que no le gusta nada en un lugar donde no conoce a nadie. El desco...