Capítulo 2. Ken.

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—¿Disculpa? —Tal vez no había escuchado bien. Él no podía sacarme del centro, necesitaba autorización, llenar un montón de papeles y, aunque fuera menos importante, mi consentimiento.

—Como escuchaste. Nos vamos a dar una vuelta, si no quieres estar aquí y expresarte libremente tengo permiso de sacarte unas horas.

—¿Sabes lo que estás haciendo? Podrías estar secuestrándome con permiso de esos descerebrados que manejan este estúpido lugar.

—Empecemos por llamarlo como es: centro de rehabilitación. Luego, no tienes tanta suerte como para que yo te secuestre. Y por último: vuelves a decir la palabra “estúpido” y me encargaré de que alguien haga algo para que cambies, y no creo que todos en este lugar sean especialmente amables.

Tal vez me había equivocado y él no era solamente dulzura y buenos sentimientos. Parecía que había muchas cosas de él que no conocía, parecía que tendría que haber una perfecta excusa para que él estuviera ahí, mirando a una chica de dieciséis que, según todos decían, sufría problemas con hábitos alimenticios.

—¿Y si me niego a ir?

—Vamos a ser un poco realistas, vamos a ser realistas por primera vez en dos meses: tú eres algo de lo que la mayoría de todos aquí quieren librarse. No me lo tomes a mal, Perla, pero eres un caso difícil y a nadie le gusta lidiar con algo difícil.

—No me gusta este lugar, no me gusta esta gente, y sobre todas las cosas, no me gustas tú. No me agrada tener que sentarme en una silla a mirarte y saber que estoy atrapada aquí. No me agradan las chicas de este lugar, no me agrada verme al espejo y pensar que no tengo nada mientras siento mis costillas con mi dedo. ¡No me gusta nada!

Él sonrió, como si yo acabara de pintar a la Mona lisa en una pared y él tuviera que aplaudirme por ello.

—Después de dos meses lo que acabas de decir es mi avance más grande. Nos vamos.

—¿Y a dónde me vas a llevar?

No quería aceptar que por mi cabeza pasaban las ideas como si mi cabello estaría bien peinado, si mi ropa luciría bien, o si tendría las mismas terribles ojeras que eran parte de mí desde que había ingresado aquí. No quería salir a la calle así, y menos si iba acompañada por el joven Ken, como todas lo llamaban en este lugar.

Era claro que yo no era Barbie como para salir con Ken.

—Eso es lo de menos. Lo importante es que encontremos un lugar donde me puedas contar.

—¿Y qué te tengo que contar?

—Tú historia.

—¿Qué historia?

—La que te trajo aquí. La historia de cómo te convertiste en lo que eres ahora, el motivo que te condujo a la locura.

—No estoy loca.

—No dije que lo estuvieras, dije que algo te condujo a la locura. Y tú vas a contármelo.

Sabía a lo que se refería. Él quería saber la historia que me condujo a tener estos moretones en todo el cuerpo, quería saber cómo una chica terminaba infringiéndose todo el daño que le era posible para calmar sus pensamientos.

—Estás equivocado —le dije, pero él no se detuvo mientras jalaba de mi mano por el largo pasillo.

Debo decir que su mano era cálida y protectora, y disfrutaba de su suave tacto sobre mi piel.

—¿En cuál de todas las cosas estoy equivocado ahora?

—Es evidente que no voy a contarte nada. Nada de nada.

Él guardó silencio, mientras una de sus manos seguía aferrándose a la mía. Lo miré, realmente lo miré. Y supe que él haría lo que fuera para sacarme la historia.

Y lo que fuera, después de todo, no sonaba increíblemente bien.

sombras de blasfemiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora