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Jung Minho era un hombre impaciente. Por su mente pasaban una infinidad de insultos mientras veía los mensajeros del Reino de Daegu enredarse con sus propias palabras. Sabía que la mayoría se asustaba frente a él, por su mirada y voz, pensaban que ordenaria su decapitación en cualquier momento.

Minho era el rey desde que su padre había muerto. Nadie en el Reino lloró por él, de hecho celebraron la muerte de aquel hombre tan desvergonzado. Tenía miles de bastardos repartidos por todo el Reino, y mujeres resentidas por tener que criar a hijos indeseados.

Sólo sus de sus hijos habían crecido como miembros de la realeza: Minho, el heredero y Min-Ah, la princesa.

Minho tenía una reputación en toda Corea. Sus habilidades con la espada, y su afilado ingenio lo habían llevado a la victoria en innumerables batallas, todas las cuales fueron grabadas en la historia. A pesar de ello, aún tenía mucho que aprender sobre las emociones básicas. La paciencia, sobre todo, era algo que no manejaba.

—Como le decía, su Alteza— el mensajero se limpió el sudor de la frente— Los príncipes de Daegu tienen ciertas peticiones que hacerle durante su estadía en el palacio.

Ya estaba harto. Estaba claro que los niñatos de Daegu querían pedirle algo.

—Solo pocos saben de ésto, y le ruego que no difunda la información.

—¿Me acusa de ser un chismoso?— preguntó Minho, una ceja alzada.

—No, por supuesto que no, su Alteza.

—¿Cuál es el punto de ésta conversación entonces?— en serio no conocía el significado de la paciencia.

—Es sólo que... Eh, ésto es un asunto que los príncipes toman en serio— se excusó el mensajero

—Habla— ordenó Minho, su mirada tan seria que hizo temblar al pobre hombre.

Minho tenía prisa. Su hermana menor lo estaba esperando junto al carruaje, y lo único retrasando su partida era el discurso de aquel nervioso emisario.

—Como usted sabe, la esposa del antiguo Rey falleció hace quince años.

—Apresurese, no tengo tiempo para ésto.

—Lo que quiero decir es...— titubeó, si se equivocaba, los príncipes de Daegu lo matarían. No literalmente, por supuesto— La causa de su muerte fue oculta. Ella murió dando a luz al último príncipe, un Omega. La familia Real decidió que sería lo mejor ocultar la existencia de éste príncipe, y nadie sabe que vive en el palacio. De hecho, ha vivido toda su vida encerrado allí.

Minho se habría perdido en sus pensamientos si no fuera tan astuto cómo decían. Eso explicaba por qué la familia de Daegu se concentraba tanto en mantener sus asuntos privados. Aunque no sabía la razón para ocultar a un Omega, comprendía hacia donde iba dirigida la conversación.

—Y el príncipe Minying es realmente un niño muy dulce e inteligente. Pero él no está acostumbrado a los extraños, y podría alterarse con su presencia. Los príncipes ruegan su colaboración, y que se mantenga alejado de él.

Minho no le respondió. No tenía que hacerlo. Aún estaba en su Reino, dónde el dictaba las leyes. No podría importarle menos un bobo Omega.

Se fue sin decirle palabra alguna. Poco le interesó dejar al hombre esperando una respuesta que jamás llegaría. Había cosas más importantes que atender.

                                     *

Comparado con Seúl, el Reino de Daegu parecía algo simple. Era un pueblo de campesinos y soldados, dejando casi nada de espacio para los aristócratas que abundaban en la capital.

El Príncipe Omega Y Su Rey AlfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora