Capítulo 6

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Pupilas que se dilatan delatando las sombras que nos pertenecen.


La mañana del miércoles me desperté más temprano de lo usual. Mi cabeza últimamente no descansaba, y menos cuando por casualidad se me venía a la mente Ash y ese misterio que lo envolvía.

Completé mi ritual de cada día y me vestí sin ganas alguna de existir. Me dirigí a la cocina y me sorprendió ver a mi padre entre los fogones. Me acerqué con el ceño fruncido, confusa de verlo ahí, pues normalmente a esta ahora él ya estaba trabajando.

—¿Qué haces aquí? —pregunté exaltándolo del susto.

Se volteó rápidamente con la mano en el pecho, gesto que me causó mucha gracia y provocó que salieran unas carcajadas débiles de mí.

—Hoy entro más tarde, el bar está de luto —dijo con tristeza y peso en sus palabras.

Me senté en una de las sillas del frente con la nariz arrugada.

—¿Quién ha muerto? —pregunté sin miramientos.

Jon negó con la cabeza y apoyó sus manos en la mesa, quedando más cerca de mí.

—Gil. —Alcé una ceja porque seguía sin saber de quién se trataba—. Aquel hombre que iba siempre trajeado. —Fruncí más el ceño—. Sí, aquel que tenía una mujer pelirroja y dos hijos mellizos de pocos años menos que tú.

Recolecté toda la información e hice memoria. Cuando por fin supe de quien se trataba abrí la boca con fuerza y asentí lentamente.

—Papá, sus niños tienen ocho años. No son un poco menos pequeños que yo —dije molesta.

—Bueno, se trata de niños igual —contestó sin pensar mucho.

Abrí la boca ofendida, pero dejé mi orgullo a un lado y me interesé por lo que realmente era importante.

—¿Y cómo ha muerto? —formulé esta vez de forma más delicada.

Sabía que aquel hombre era importante para el negocio, ya que visitaba el bar cada tarde. Mi padre dudó en contestar, como si tuviera que encontrar las palabras para describirlo, o simplemente le costaba, porque cuando algo se dice en voz alta, por alguna extraña razón, se hace más real.

—Dicen que se suicidó —habló con un extraño desdén—. Pero es algo que la mayoría vemos imposible.

Bufó y se llevó las manos a la cabeza. Hice un pequeño puchero al ver a mi padre en esa situación.

—¿Por qué lo creéis? —dije en un hilo de voz, no quería hincar el dedo en la llaga.

—¿Qué problemas tenía, Amara? Le habían ascendido, tenía una familia que lo quería, amigos, siempre sonriente... —Se calló negando con la cabeza, sin terminar de creerse sus propias palabras.

—Tú mejor que nadie sabes que el sufrimiento muchas veces es invisible al ojo humano.

—Lo sé hija, lo sé. Por eso no se puede investigar más allá de las pruebas existentes —suspiró.

Me levanté y preparé dos cafés para ambos, mientras mi padre terminaba de hacer la pila de tortitas. Cuando tuve la taza en mis manos, me quedé pensativa mientras el aroma amargo del café chocaba contra mi tez.

Una peligrosa idea se me vino a la cabeza. Dudé en qué decir, si iba a ser correcto sacar el tema, pero sentí la necesidad de por una vez, hablarlo.

—Papá, una cosa —dije llamando su atención—. ¿Esto te hace recordar a mamá? —pregunté de la forma más cautelosa posible.

Me dirigió una mirada perdida, de hecho, se quedó varios segundos mirando a la pared pensativo.

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