Epílogo

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Parte I


Anayanzin, Nayarit. Actualidad


Sentía sus pies cayendo pesados sobre la hierba. En su frenética huida había perdido la suela de su zapato derecho y estaba seguro que su tobillo izquierdo estaba destrozado pero no podía detenerse, ni siquiera por la herida que tenía en el vientre y sangraba a chorros. Se la comprimía con ambas manos pero estaba seguro que no estaba sirviendo de nada. Había visto muchos animales morir y sabía que su herida era de esas, de las mortales.

Tenía que llegar a casa. Tenía que salvar a su familia.

Su corazón golpeteaba sobre su pecho como un motor a toda marcha, esforzándose por mantener la carrera y su cuerpo a pesar de la sangre que tenía completamente empapada su camisa y estaba bajando hacia su pantalón haciendo amasijo con el sudor que le escurría por todo el cuerpo.

Jadeaba en busca de aire, sus ojos hacían lo posible por mantenerse fijos, pero a medida que avanzaba sabía que estaba perdiendo la vida. Más allá de sus sentidos confundidos escuchaba las voces de sus perseguidores y los sonidos de las balas como cañones. Estaban tan cerca de él.

Y, él estaba tan cerca de casa...

La luz de su hogar le hizo soltar el aire justo en el momento en el que su corazón empezó a pararse. Ya no tenía suficiente sangre para mantenerse de pie. Cayó sobre la hierba baja y empezó a arrastrarse. Sus manos llegaron a la grava que mostraban el principio del camino a casa. Las piedras se clavaban debajo de sus uñas, en las palmas de sus manos y le raspaban el rostro mientras avanzaba hacia delante.

Un peso extra cayó sobre su espalda haciéndole imposible moverse y respirar. Su saliva mezclaba con la sangre terminó sobre la grava.

―Pendejo ―la patada le hizo girar el cuerpo ―, nos hiciste correr por ti, pedazo de mierda ―escuchó el sonido de un arma levantando el seguro ―, pero aquí te vas a morir pinche indio.

―¡MARIANA! ―Gritó con toda la fuerza que aún tenía y, después... no hubo nada. Sólo silencio.

―¡CAMILO! ―La mujer corrió hasta su marido que estaba en medio de tres pistoleros. El que había matado a su marido la tomó por los brazos.

―El certificado de propiedad, india pendeja ―ella intentó zafarse del agarre y recibió una bofetada que la ensordeció por un momento ―. No te lo voy a pedir de nuevo, ¡EL CERTIFICADO!

―Se quemarán en el infierno antes de que se los entregué ―Mariana se cuadro de hombros, pero pronto su cuerpo perdió todo el tono. La bala se había incrustado justo en el centro de su pecho. Su cuerpo cayó sin vida casi a lado del de Camilo.

―¿Qué me están viendo? ―dijo el hombre que había disparado ―. Vamos, a la casa, a buscar.

Revolvieron la casa de arriba abajo, destruyeron todo cuanto pudieron, no dejaron un solo rincón sin revisar pero ninguno pudo encontrar su objetivo.

―No hay nada, Raúl. Ya hemos visto en cada palmo de este chiquero.

―Bien, de todas maneras, el dueño ya está muerto. Y en lo que se investiga o no. El jefe ya tendrá todo arreglado.

―¿Qué hacemos con los cuerpos? ―Preguntó otro y Raúl se encogió en hombros.

―Dejarlos. Algún coyote se los comerá. Vámonos, tenemos que informar que tuvimos éxito en la misión.

MomentosWhere stories live. Discover now