• PRÓLOGO •

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–¡Papá, Raph tomó mis crayolas!–, lloriqueo el pequeño niño. Pecas y ojos celestes inundados de lágrimas miraron fijamente al hombre rata en la enorme habitación alfombrada.

Splinter suspiro derrotado, comprendiendo que no podría volver a meditar; –Debes de llamarme Sensei, Miguel Ángel –, regaño antes de levantarse del suelo, acariciando la cabeza de la tortuguita que estaba a su lado, sosteniendo en sus brazos un peluche de conejo gris oscuro y nariz blanca.

–Pero eres mi papá, papá –, comentó el pequeño sin comprender del todo a lo que se refería. Lo vio sacudir su túnica, sin mirarlo respondió un poco tosco –Pero también soy tu maestro, tu sensei–, seguidamente se dirigió a la salida del dojo dispuesto a hablar con su segundo hijo menor sobre el mal hábito de tomar cosas ajenas sin permiso.

–¿Y eso vale más?–, cuestiono inocentemente Miguel Ángel, contemplando la ancha espalda alejarse. Sin embargo, el mayor no respondió y cerro la puerta corrediza tras él.

Entonces, quedó solo, pensando sus palabras.

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–Supongo que si vale más.

Murmuro estoico al aire, mientras miraba el techo vacío de su habitación, escuchando una canción pegadizamente triste que lo había hipnotizado desde que la había escuchado. Su mente proyectando una y otra vez aquel momento de su vida, cuando tenía seis años. Ni siquiera supo porqué lo recordó, solo lo hizo y ahora no podía sacarlo de su mente.

–¿Porqué no me respondiste?–, susurro amargamente. Giro su cuerpo en la cama, de modo que su rostro quedo enterrado en el colchón aroma a pizza. Suspiro largo y tendido, convenciéndose que Splinter lo amaba tanto como al resto de sus hijos, sabía que así era, de otro modo, nunca los hubiese ido a rescatar cuando Destructor los capturó ni lo hubiera salvado del corte letal que Karai lanzo aquella vez hace dos meses cuando luchaba con otros ninjas del pie, recibiendo el ataque en su nombre.

Sabía que Splinter lo amaba.

Sin embargo, nunca lo había escuchado decirlo. Ni una sola vez.

Eso lo fustraba.

Traía malos pensamientos a su mente.

–¿Todos los padres entrenan a sus hijos a matar?¿Todos actúan como maestros?¿Un padre quiere que su hijo se manche las manos de sangre?–.

Odiaba no poder resolver sus dudas. Es verdad que en toda su infancia nunca conoció a otros niños con los cuáles preguntar sobre sus padres, pero también conocía a Abril y Casey, sin embargo no le agradaba la idea de preguntar, solo para que más tarde fueran a contar el chisme con Leo, Raph o Donnie respecto a sus crisis existenciales.

«"Mikey, ¿en serio le preguntaste a Abril cómo eran las mamás aún sabiendo que ella tampoco tiene?"»

Tiembla al rememorar la fuerte voz de Donatello. Esta bien, aquella vez fue un error, pero no tenía malas intenciones de desanimar a su amiga, solamente se le había escapado la duda una de esas veces que la visito en la noche. Aparentemente la hizo sentir incómoda.

Miro sus manos, pensando en cuánta sangre había en ellas. La vida de cuántos tiene sobre sus hombros. Gime molesto, lanzando un puñetazo a las sabanas.

Nunca pidió ser ninja.

Sabe que Leonardo tiene muchas más vidas que cargar, un peso inconmensurable agregando la tarea de ser líder y el orgullo de mantenerse firme frente a ellos, sus hermanitos. Pero él encuentra consuelo en la idea de que es por honor y por protegerlos, no en ese orden.

Él no piensa igual.

Esta harto.

Para él, es solo matanza y peleas sin sentido. No lo entiende, sí tanto Splinter quiere paz, ¿porqué no se mudan a cualquier otro lado? Los Ángeles no suena mal, Texas, Las Vegas o México en el mejor de los casos. Allí pueden finjir estar disfrazados o maquillados y nadie les lanzaría más que una mirada curiosa.

Sonrió ante el pensamiento, más pronto se quebró al volver al inicio.

Sensei

Hizo una mueca de disgusto. Lagrimas no tardaron en manifestarse y caer de sus mejillas, mientras se sentaba al borde de la cama, sus manos acariciando sus propias mejillas con cariño y consuelo.

Tenía miedo de llamarlo padre

No quería recibir otra negativa. Era como sí negara serlo, de cierto modo era verdad, no compartían lazos sanguíneos, pero fue él quien lo crió, quien le enseño a hablar, escribir y a leer, quien lo consoló en sus pesadillas, lo protegió del mundo entero, junto a sus hermanos.

No quería volver a quedarse sin respuesta. Agotado de pensar, miro a un lado, el reloj digital viejo que había sobre la mesita de la esquina.

2:44a.m.

Cerro los ojos, cruzando las manos debajo de su cabeza, a modo de almohada.

Un mundo negro lo rodeo en sueños. Solo oscuridad, sombras. No había nada más. O eso creyó.

En la lejanía, se encontró un par de ojos índigos brillantes de pupila afilada, lo miraban fijamente, indiscretos, salvajes, enigmáticos, solo allí, observándolo con anhelo y esperanza.

No hubo miedo, asco ni rencor en ellos.

Solo deseo de acercamiento, cálido recibimiendo.

Entonces, esa misma ilusión lo impulso a abrir su corazón, temeroso y suplicante.

–Por favor, sí puedes hacerlo, suéltame de éstas cadenas.

Esa mirada no cambio, se acerco un poco.

Estuvieron allí ambos, observándose.

Esperando.

Tribu De Lobos[Cancelado]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora