Prefacio

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Ya habían transcurrido varios minutos y cada segundo que pasaba era como un choque eléctrico directo al corazón. Ella no se preguntaba cómo es que su vida había dado tantos vuelcos y la había llevado justo a la única muerte que nunca imaginó tener. El pasto verde y húmedo acogía con fervor su cuerpo inmóvil; justo como si la estuviese esperando desde siempre, desde el principio de los tiempos. Los árboles inquietos la aclamaban con locura y frenesí, y la suave brisa que corría con pequeñas gotas de rocío de primavera le acariciaba el rostro pálido y seco, consolándola y susurrándole al oído una dulce bienvenida.

Aquello parecía ser la retorcida unión de dos escenas antónimas, incongruentes: la representación en todo su esplendor del vibrante comportamiento de la naturaleza, y el angustiante y trágico final de una vida humana. Cada espasmo provocado por la desesperación hacía que el dolor fuese más intenso y más insoportable. Su visión comenzaba a borrarse por momentos y sus músculos estaban dejando de responder. Sabía que la vida se le estaba escapando de las manos, pero eso no le importaba en absoluto. La habían lastimado tanto que su corazón estaba cubierto de cicatrices imborrables. Su mente era un insulto y su juicio una burla. Todo en ella no era más que un mal chiste.

La sangre que salía a borbotones de la larga y profunda herida del brazo desfilaba sensual por su delgada mano entreabierta hasta terminar esparcida sobre la hierba fría, provocando así a la muerte y ofreciéndole un festín de dolor.

Su final estaba cerca, lo sabía muy bien. Lo sabía porque en ese momento pudo observar toda su vida, no como si fuese obligada a verla, sino como si ella misma la proyectara a su placer.

Las imágenes corrían lentas, dejándole el sabor de la derrota aún más acentuado. Cada una de esas imágenes le recordaba quién era, quién había dejado de ser y quién era el culpable de ello.

Tomó aire como pudo, suspiró, volvió a tomar otro tanto y así dio su último discurso con la angustia reflejada en las palabras entrecortadas:

—Cada día de mi existencia... lo usé para ti, te di más... de lo que nadie te hubiese dado nunca. Sé... que crees que no soy buena, y quizá... quizá no lo sea, pero entre tanto mal debe haber siempre... una gota de pureza..., y tú... no supiste verla en mí... ¿Por qué no te diste cuenta... de lo que me causabas?... ¿Por qué me hiciste esto ahora?... —Exhaló casi desfalleciendo, pero continuó—: ¿Por qué nunca fui... suficiente para ti? Yo te di mi vida... y terminaste destruyéndola... y dándole un final humillante... —Hizo una pausa más para respirar de nuevo. Cada inhalación era más forzada y difícil, a pesar de eso siguió hablando sabiendo que sus palabras se perderían en el olvido—. Pero te perdono. Te perdono... porque te quiero más... de lo que tú me podrías querer a mí... Te perdono porque no puedo odiarte... y porque sé... que el destino existe... y un día... mi perdón te va a hacer mucha falta. —Cerró los ojos con lentitud y suspiró de alivio hasta que, de pronto, dejó de sentir—. Ya nos encontraremos, querido mío.

Fue así como permitió vencerse por primera vez.

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Este dolor es como mi sombra,

me sigue al vuelo y vuela si la sigo,

me acompaña y hace lo que hago,

y me aflige su pena, que comparto.

No hay manera de alejarla de mi pecho

hasta que el fin de las cosas la destierre.

Insúflame una pasión más tierna

pues blanda soy, nieve derretida,

o sé cruel, amor, y así sé amable:

Deja que flote o permite que me hunda.

Hazme vivir con un dulce deleite,

o déjame morir para que olvide que he amado.


Elizabeth I de Inglaterra. A la partida de Monsieur.

Aprendiz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora