Negros

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—¡De nuevo mal! —exclamó Dante, luciendo espectral y cruel.

—Es que no puedo —alcanzó a decir antes de recibir un empujón que la impactó contra el suelo.

Regina nunca imaginó que llegaría a conocer el sabor de la sangre, esa era una de las cosas que tuvo que descubrir por culpa de los escabrosos caminos del destino.

El castigo que le impusieron por su desobediencia no podía durar tanto. Llevaba dos noches durmiendo muy mal. La despertaban apenas salía un tenue brillo de sol y se iba a la cama cuando ya estaba entrada la oscuridad. Su cuerpo se vencía con rapidez, como si se desmayara, pero las horas no eran suficientes para lograr sentirse repuesta de tanto esfuerzo al que era sometida. Sus padres la mantenían en entrenamiento todo el tiempo. Si no se encontraba comiendo o haciendo sus necesidades básicas, se encontraba aprendiendo a combatir.

—¿Dónde está? —se atrevió a preguntarle a su padre mientras él se giraba para respirar, hostigado de lidiar con su torpeza.

—¡No sé a quién te refieres! —rugió de inmediato, acercándosele con los ojos llenos de ira.

—No puedes decirlo en serio, papá —chilló sin comprender lo que acababa de decirle.

—Oh, sí que hablo en serio. Si vuelvo a escucharte hacer esa pregunta voy a enseñarte a obedecer de otras formas todavía más severas —le advirtió tajante.

Ella sabía que él siempre cumplía con los castigos, pero ¿qué podía ser más severo que tenerla la mayor parte del día de esa manera?

El entrenamiento se fue acalorando. Dante lanzó un ataque sin detenerse a medir su fuerza. Un hombre tan grande y adiestrado se abalanzó sobre el escuálido cuerpo de Regina, propinándole un fuerte golpe que pronto nubló su vista. El mango de la espada fue a dar directo al costado de su cráneo, logrando que la sangre corriera escandalosa por todo su rostro. Fueron los pies de su padre lo último que vio antes de perder la conciencia.

Al despertar, encontró a una mujer contemplándola con profunda pena, como si sufriera con ella lo que le estaba pasando. Lucía mayor, de unos sesenta y cinco años, con cuerpo robusto, su cabello era blanco como la nieve y despedía un aroma a chocolate.

El dolor de su cabeza era insoportable y se volvía una tortura con solo intentar moverse.

—¿Cómo te sientes, mi niña?

—¿Quién eres? —le preguntó confundida. No era capaz de reconocer su rostro.

—Debes estar aturdida todavía por el accidente. Trata de dormir un poco más, no quiero que vean que ya estás despierta. Fue una suerte que no te haya matado —lo último lo dijo con un tono de voz baja que denotaba desprecio.

Regina obedeció sin comprender nada, le costaba hilar los pensamientos, pero su cuerpo le exigió seguir sanando y cerró los ojos.

La mujer que antes vio regresó a su habitación, esta vez llevándole comida.

—Mi niña, intenta comer algo —pidió de una manera tan dulce que le fue imposible negarse.

Con gran esfuerzo se sentó sobre la cama y la mujer le ayudó a alimentarse.

—¿Quién es usted? —la pregunta salió sin más y la receptora dirigió su vista hacia ella.

—¿Sigues sin saberlo? —En su mirada reflejó una enorme preocupación—. Bueno, tal vez es mejor así... —susurró y una expresión de tremenda tristeza se asomó—. Soy quien te cuida y lo haré hasta que ya no me queden fuerzas.

Con el pasar de los días los recuerdos fueron regresando, aunque era poco a poco y fragmentados. A partir de ese suceso empezó a sentir un hueco en el estómago que de pronto la asfixiaba.

Aprendiz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora