Fantasma

44 10 3
                                    

La noche transcurría templada pero Regina se había acostumbrado a dormir en el día. El sueño no la atrapaba y su mente vagó por los recuerdos. Rememoró su llegada y cómo conoció a sus amigos. Quería saber qué pensaban en ese momento. Casi podía asegurar que ellos creerían que se habían ido por mera diversión, una aventura romántica, y que pronto volverían. Se preguntó si estaban conscientes de lo que León hacía, si Alí lo secundaba y sufrió al creer algo así. De pronto la imagen de su amado se elevó en su cabeza. ¡Moriría! En menos de dos días él ¡moriría!, y eso le causaba un tremendo dolor a pesar de tener la certeza de su engaño.

—¡No, no puedo permitirlo! —se dijo a sí misma cuando por fin se quedó dormida por el cansancio de sufrir.

El día comenzó con las nubes ennegrecidas por la lluvia que estaba a punto de caer. Regina saltó de la cama para alistarse y salir. Se dirigió aprisa al comedor donde sus padres y su hermana desayunaban como si nada pasara.

—Hasta que te levantas. Date prisa porque en este momento deben estar dando el anuncio de tu regreso y...

—Padre —lo interrumpió con una firmeza que amenazaba con fallar—, solicito ver al prisionero.

Camila dejó su cuchara y su vista se clavó en su hermana, como recordándole su acuerdo.

—Eso no es posible. Es mejor mantenerlo lejos de ti, suficiente daño ya te hizo —le respondió Dante con tono apático.

—Tengo que saldar cuentas pendientes antes de que... —Tragó saliva para poder seguir hablando y fingir indiferencia—, sea ejecutado.

—Veo que dormir te hizo pensar bien. —Se río sonoramente—. Si es por ese motivo, entonces puedes hacerlo, pero por si las dudas no irás sola. Pediré a dos guardias que te acompañen.

—Desayuna antes porque necesitas verte mejor, estás en los huesos —intervino Amelia.

—No te demores porque urge que te presentes en la plaza del pueblo para que des tu informe sobre los hechos. Es la justificación de lo que va a pasar mañana. —La expresión de satisfacción que apareció en su rostro le confirmó lo que tenía planeado.

Al escucharlo se apresuró a comer. Su padre mandó a la encargada de la casa a buscar a los dos guardias y en cuanto terminó, los tres se pusieron en marcha. Ambos sujetos la siguieron como sombras mientras ella avanzaba con pasos seguros hacia la prisión. Los conocía, pero ya no parecían tenerle respeto.

Regina sentía cómo el camino se iba alargando frente a sus ojos. Las personas con las que se topaban cuchicheaban y la señalaban. Cada vez que avanzaba un trayecto entero, este se retorcía y se estiraba hasta parecer más largo y deformado, por lo que aceleró el ritmo sin querer parecer desesperada hasta que el terrible andar por fin encontró el final.

—¿El alcayde se encuentra en el palacio? —interrogó cuando se detuvieron.

Uno de los guardias sonrió y el otro, que parecía más sensato, se acercó para responderle.

—¿No lo sabe? —le preguntó con seriedad y ella negó con la cabeza—. El alcayde murió hace dos meses. Todavía no han elegido a su reemplazo, la elección se ha visto retrasada por indiferencias con el consejo; el máximo líder, por el momento, es su propio padre.

Camila omitió ese detalle, tal vez por mero error, pero enterarse de algo así le heló la sangre. Nunca lo consideró un buen dirigente, era torpe y por ratos desinteresado, dejándole tareas que no le correspondían, aunque jamás le deseó la muerte.

—¿Cuál fue el motivo del deceso?

—Enfermó. Se sabe poco del padecimiento que se lo llevó, solo que fue lento y doloroso, agonizó semanas. Yo creo que por eso están tardando en sentar a alguien más en su silla.

—Pero debe saber que gracias a que falleció es porque pudieron rescatarla —interrumpió el otro guardia.

—¿Por qué lo dices?

—Porque el alcayde se negó a que salieran en su búsqueda. Hubo divisiones, discusiones acaloradas y al final dijo un tajante «no». La suerte la favoreció con su pérdida.

Regina omitió comentarios. La gran puerta de hierro se levantaba imponente y un escalofrío la invadió al girar la vista. Más tarde pensaría en la noticia que recibió.

—Espérenme afuera —ordenó. Desde el momento en que volvió a Isadora, casi todos los que una vez fueron sus subordinados mostraron recelo, y los dos hombres hicieron caso omiso al seguirla dentro—. ¡Estaré bien! —les gritó—. Si intenta algo aceleraré su muerte. —Su espada colgaba de su cintura y los hombres vacilaron antes de obedecer.

Ella se encontraba ya en el lúgubre lugar, apestaba a tierra podrida y estaba sucio. El custodio era un hombre de piel oscura con aspecto rudo y una gran barba que le llegaba hasta la base del cuello. Al divisarla, la observó de manera breve y después optó por ignorarla.

Toda esa aprensión por parte de quienes la rodeaban hizo que se sintiera ahora en un mundo distinto; uno donde no era bien acogida. Supo en ese momento que ya nada volvería a ser lo mismo porque ella ya se había ido, y la que regresó no era la misma.

—Dante de la Hoz me envía a recopilar información de un prisionero.

—¿Nombre? —preguntó con expresión seca y sin mirarla. Tomó las llaves para permitirle el paso hasta las celdas.

—Es el que llegó ayer —confirmó queriendo parecer indiferente.

—Ah, el reincidente. Pase. —El hombre abrió la pesada reja que chilló por lo vieja que era y la dejó sola en la oscuridad del desagradable sitio.

Obligándose a andar, buscó entre los presos la presencia que quería encontrar. La mayoría de las celdas se encontraban vacías, aunque siempre pensó que estarían allí los pocos descarriados que se reprendían o los que ella misma había atrapado cuando estuvo al mando de Orión. Pero solo halló a unos cuantos ebrios escandalosos; a ellos se les castigaba por unos días, pero nada más. Volvió a buscar con la angustia desbordándose mientras recorría el pasillo poco a poco. En cada uno de los desafortunados vio dibujado el miedo, la soledad, el odio, pero ninguno de ellos era su amado.

—¿Dónde estás? —susurró nerviosa y su impaciencia comenzó a apoderarse de sus manos y piernas, haciéndola temblar.

Celda tras celda la esperanza se desvanecía. Fue allí donde dedujo que era posible que algo le ocurrió, tal vez una ejecución adelantada o que se viera víctima de otro detenido, y quiso gritar de miedo cuando lo imaginó.

La última mazmorra estaba por llegar, sus pasos resonaron y su corazón latió frenético por el pánico. Él tenía que estar ahí o entonces debía estar muerto.

—¿Leo?—preguntó temerosa, pero fue el fantasma de sus palabras quien le respondió enese espacio vacío.

Aprendiz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora