Intervención

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Seis puestas de sol más pasaron y las cosas cambiaron muy poco. Ella seguía encerrada aunque Alí, que era el único que la visitaba en aquella deplorable habitación para llevarle comida cuando oscurecía, logró que le permitieran cambiarle las esposas por una que iba al tobillo, liberando sus manos. Cuando iba limpiaba lo más que podía y se quedaba para acompañarla y charlaban por largo rato del tema que se les ocurriera. Era fácil hablar con él, contarle cosas que no considerara en exceso privadas; algo que Regina no estaba acostumbrada a hacer con frecuencia.

Una noche, luego de que su nuevo amigo se marchara y ella comenzara a quedarse dormida sobre el lecho que le acondicionó, la puerta rechinó de nuevo con su molesta pesadez, pero esta vez lo hizo con extrema lentitud. Para su sorpresa, un personaje familiar apareció detrás.

—Hola, León —lo saludó altiva al verlo entrar.

—Creo que las paredes tienen muchos huecos —comentó con sarcasmo mientras caminaba hacia ella—. Mandaré cerrarlos, no te preocupes.

—Lo que deberías cerrar primero es esa enorme boca que tienes. Hablas mucho, hombre, y hablar demasiado puede ser arriesgado cuando no sabes a quién diriges tus malos discursos. —Fue ahí donde divisó, por encima de la oscuridad y la sombra del gorro que lo cubría, sus delgados y bien dibujados labios que en ese momento mostraban una media sonrisa sombría.

—Tú sí que eres atrevida. ¿Acaso no le temes a la muerte?

El tono de voz que él usó con la pregunta hizo que a Regina se le erizara la piel.

—¡Prefiero eso, antes que seguir siendo tu prisionera! —Se puso de pie furiosa, plantándole cara e imaginó que se le arrojaba y le causaba daño. Su ira alcanzaba niveles desconocidos y deseaba poder cobrar venganza. Solo así saciaría esa necesidad que se apoderaba de cada parte de su cuerpo. Pero tenía tan claras las desventajas que se limitó a permanecer así, solo confrontándolo.

—¿Quieres morir entonces? —la cuestionó con cierta amenaza, deteniéndose directo para provocarla.

—¿Vas a sacrificarme? ¿Es por eso que me tienes aquí? —Hizo un gesto de hastío—. Bueno, si vas a hacerlo, será mejor que apresures el momento porque me estoy aburriendo demasiado.

—No tienes idea de lo que significa morir de verdad —susurró, dejando la mirada perdida por unos instantes; luego exclamó—: ¡Tu destino lo voy a decidir cuándo se me plazca! —Lucía furioso, pero después cambió su expresión por una más serena, sin llegar a parecer amable—. Por ahora debo reconocer que has jugado bien tus cartas.

—¿A qué te refieres? —quiso saber, porque no comprendió la última frase.

León dio un paso intimidante hacia adelante.

—Cierto nuevo aliado tuyo ha ido a abogar para que te pongamos más cómoda. Argumenta que eres una dama y que no podemos tenerte en estas condiciones. Yo, claro, estuve en desacuerdo, pero... —dudó un segundo—, los demás no del todo y aquí estoy para hacer tus deseos realidad. —Una alabanza acompañó su última frase—. Dentro de unos minutos vendrán por ti. —El hombre comenzó a acercársele todavía más con el rostro retador y apuntó con el dedo muy cerca de su mejilla—. Pero antes te advierto que si vuelves a hacer que uno de los nuestros se ponga de tu lado voy a obligarte a que limpies el polvo de mis zapatos con la lengua.

—Inténtalo siquiera —lo retó con voz firme al poder ver su turbia expresión.

—¡Ya estás advertida! —recalcó amenazante.

Ella lo observó. A pesar de todo no sentía miedo ante su presencia. Pudo sentir su respirar por lo próximo que se encontraba y ni eso la amedrentó. Lo que pasaba y, aunque no quería aceptarlo, lo que la atacó fue una nueva sensación, una que se podía describir como entre los nervios y la curiosidad, pero no dejó que él lo advirtiera.

León la observó por un instante y después, evadiéndola, se retiró enseguida de la habitación. Cerró de un portazo y ajustó la cerradura.

Doce minutos exactos más tarde Alí entró al lugar con la alegría desbordándosele por doquier.

—¡No creí que pudieras sacarme de aquí! —Una gran sonrisa de agradecimiento floreció en los labios de la aún prisionera y aquella no era cualquier sonrisa, se trataba de una que ya no recordaba haber usado: una por completo sincera.

—¿Ves como no somos tan malos? —decía Alí mientras la despojaba de la argolla que resonó en el suelo cuando cayó—. ¡Eres libre!

Regina se lanzó a sus brazos sin pensarlo. Lo sujetó con fuerza y pudo sentir como él lo hacía también.

—Gracias —le dijo apenas pronunciando la palabra.

Ese muchacho removía en ella los sentimientos más profundos y privados que casi nunca dejaba expresar o mostrar. Él la hacía sentir segura. Su cuidado inesperado la descolocaba y, cuando lo pensaba, sabía que se sonrojaba.

—No tienes nada que agradecer... Pero anda, ¡vamos! Necesitas salir de aquí cuanto antes.

Alí la tomó de la mano y la sacó casi a tirones. Al cruzar la puerta y subir las escaleras, pudo ver las ventanas de la casa; brillaban de un azul oscuro y las resplandecientes luces de las estrellas se asomaban hermosas esa noche.

Él la condujo por un pasillo y después por otro. La casa era en verdad enorme y, si quitaba de su mente el horrendo cuartucho donde estuvo presa, era muy elegante. Estaba construida en piedra, decorada con pinturas bien realizadas y muebles en las que se notaba una exquisita mano de obra. Contaba con varios detalles que la hacían lucir como una distinguida casa de Isadora; incluso mejor que la suya. La travesía continuó hasta que por fin se detuvieron frente a una puerta de madera negra que parecía nueva porque todavía mantenía su olor a bosque. Alí la abrió e invitó a Regina a pasar, señalando el interior con una mano.

—Bienvenida a tu nueva recámara —exclamó complacido y con una amplia sonrisa.

Un vistazo rápido le confirmó que todo estaba cambiando.

«Ya mi nueva vida», pensó ella para sus adentros.

Aprendiz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora