Julián

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Todavía estaba bañada en sudor gracias a la fiebre que por fin cedió y fue abriendo los ojos con lentitud, aunque era incapaz de centrar su atención sobre algo sin sentir que su cabeza pesaba. A su derecha una mujer sentada sobre una silla que parecía nueva la observaba complacida.

—Con que lo lograste —le dijo con una voz ronca mientras le acomodaba una manta.

—¿Estoy muerta?

—No —resopló enseguida. Su cara envejecida se encontraba decorada con una gruesa cicatriz con bordes irregulares.

—Yo la conozco, sé quién es, y usted está muerta. —Su corazón latió violento porque la persona que la acompañaba llevaba fallecida más de cinco años. Ese no era el tipo de transición espiritual que imaginó.

La mujer se estremeció y luego le sonrió, pero fue más una sonrisa por la frustración y la amargura.

—No, no estoy muerta. Eso les hicieron creer los muy infelices.

—Si no estoy muerta, ¿dónde estoy? Y Leo, ¿dónde está? Tengo que saber qué pasó con él.

Regina no reconocía la casa, lucía muy distinta a las que había en ambos pueblos y olía a madera recién cortada. El nerviosismo controló su cuerpo porque lo que pasaba se volvía muy extraño.

—Has estado más de dos días sin probar bocado y ni se diga de la sangre que perdiste. Vamos a hacer las cosas poco a poco.

—¡Dos días! —musitó sorprendida. Al tomar conciencia del tiempo que transcurrió, hizo caso omiso a sus palabras y pretendió levantarse.

—No, no puedes todavía. —La regresó a la cama con un movimiento un tanto brusco y ella cedió porque la debilidad hacía de las suyas.

—Un milagro que no pedí.

—La muerte es algo que no puedes causarte tú misma.

—Eso está por verse... —musitó retadora, pero fue ahí donde recordó a la persona que la salvó. Él también desapareció y se declaró su muerte varios años atrás, se llamaba Julián, aunque no recordaba nada sobre su familia ni desde cuándo dejó de verlo. De pequeños fueron amigos, incluso podía decirse que algo más que eso porque sus manos se unieron en confidencia y fue él quien le dio un atrevido beso en la mejilla. Ahora le debía una explicación de sus acciones y de cómo dio con ella—. ¿Dónde está el que me trajo aquí? Solicito verlo.

—Estás en mi casa, y el que te trajo está afuera, ha estado aguardando desde que llegaste. De no haber sido porque el corte fue más largo que profundo, no estarías viva —exclamó y con su vista señaló el vendaje del brazo—. Si que resistes, niña. Quien lo creería, siempre me pareciste muy insignificante. Buena cerrada de boca me has dado —se rio y después se puso seria—. Si quieres hacer esto, primero necesitamos que te mantengas muy relajada porque sigues delicada.

—¿Necesitamos? ¿Quiénes necesitan?... Ya recuerdo, aquí entraban y salían varias personas. Solicito ver al hombre, ¡ahora!

—En lugar de enojarte, deberías ser agradecida. El pobre quedó muy lastimado también —la reprendió, ofendida.

—Entonces... —vaciló y luego fingió ceder—, tiene razón, debe recibir mi agradecimiento.

—Así está mejor. Pero voy a llamarlo solo si te quedas en cama y mantienes la calma. Costaste demasiado esfuerzo como para que lo eches a perder por tu insolencia.

—¡No! Deseo ser yo quien salga a su encuentro. —Se puso de pie, esta vez logrando sostenerse tambaleando. Se percató que portaba una bata blanca que le llegaba hasta los tobillos; alguien la desnudó estando inconsciente. Su cicatriz dolía con el menor movimiento, pero no evitó que continuara.

Aprendiz ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora