Lo escucho sin interrumpirlo. Hace un rato que no para de hablar. Para querer a alguien no es necesario comprender la raíz de sus disparates. Y a veces, de tanto en tanto, hasta resulta divertido razonar sus historias. Son como el desvelo de un sueño impetuoso.
Aquí estamos, en el bar de siempre, dilatando las horas de la medianoche, arrinconados en la mesa del fondo, esa que habitualmente nos reserva la suerte, o su lejanía con el resto de los mortales; y después de unas copas, detrás de la falsa seguridad que le brinda el sabor espirituoso del whisky, y de las sombras que le ocultan uno de sus perfiles, toma confianza y me refiere las imágenes de su mente.
Que locura absurda. Me está diciendo. Los curiosos inagotables tenemos vocación de coleccionistas de baratijas, recopiladores de libros y papeles, atesoradores de recuerdos, juntadores de trastos. Y encima la tecnología que nos invita a una constante recolección, alimentada por palabras nuevas, por megas, gigas, teras, en un idioma que excede inclusive al universo porque promete superar el infinito. Si viviera Einstein probablemente volcaría esto en una ecuación simple: I + 1 (o lo que es lo mismo: infinito + 1).
Y todo eso: ¿a donde irá a parar? ¿Qué será de todo eso el día que el tiempo reclame por mí?
Lo ordeno, lo clasifico, lo representó en nubes imaginarias, en rincones dispuestos como museos de lo absurdo. Hasta he negociado con mis hijos una especie de pacto de supervivencia para todo eso.
Pero yo he visto los lugares a donde los seres van a parar cuando ya no existen. Allí no hay discos rígidos, ni espacios personales, ni siquiera una simple repisa. ¿Se vendrá acaso todo ese mundo conmigo junto con mi espíritu? ¿Alguien me preguntará, cuando llegue a donde sea que llegue, sobre toda aquella colección?
Mientras tanto sigo guardando notas, opiniones, poemas, entrevistas, editoriales, prólogos, que me prometo leer algún día, aunque en mi recóndito interior, en aquel lugar de las certezas, se perfectamente que allí permanecerán saboreando el agrio sabor del olvido, alimentando el disco rígido inagotable de la curiosidad.
Ya es tarde, lo interrumpo. Veo que acomoda su abrigo. No se lo ha sacado un minuto. Devolverlo a la realidad lo confunde por un instante. Tal vez sean demasiados tragos. Yo, entretanto, me pierdo en la idea de que quizá en toda aquella colección es en donde repose su verdadera esencia.
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(27/09/2020)
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