2818 palabras
Cristina no estaba dispuesta a rendirse. Y así lo demostró cuando, al día siguiente y con los ojos todavía rojos e hinchados, salió a primera hora hacia la ciudad. El lugar estaba tranquilo y no había nadie en la calle. Siguió unas breves indicaciones que Lisa le había dado y después de un trecho caminando, llegó.
El lugar parecía un bar normal y corriente; su fachada estaba pintada de rojo y en buen estado, la puerta era una cristalera grande, protegida con una verja de barrotes por fuera y con cerradura. Sobre esta, se mostraba un gran cartel que ponía: "La luz de la vida". Cristina frunció el ceño, qué nombre más extraño para un bar.
Miró alrededor – todavía no estaba abierto – y pronto escuchó una voz.
-¿Te ayudo? - un hombre estaba asomado a una de las ventanas superiores. Cristina miró hacia allí, sorprendida.
-Buenos días, señor. ¿Es usted el dueño del bar? - El señor fumaba una pipa, mientras recostaba los brazos en la ventana y la miraba.
-El mismo.
-Vengo por recomendación de una amiga, me han dicho que usted tiene muchos contactos por aquí – dijo tras asegurarse de que no había nadie cerca.
-¿Tienes dinero? - Ella hizo sonar la bolsa con monedas que traía y el hombre, sonriendo, se metió por la ventana. No tardó ni cinco minutos en abrir las puertas.
>>Pasa, ya era hora de abrir de todos modos – dijo él abriendo las contras – ¿Y bien? - preguntó sin dejar de hacer sus tareas.
A los diez minutos, Cristina estaba recorriendo uno de los callejones más estrechos de la ciudad, siguiendo unas burdas indicaciones que el hombre le había dibujado en una servilleta.
Se paró frente una puerta de color verde oscuro, muy desgastada y a la que le faltaban trozos. Respiró hondo y dio unos golpes en la puerta.
Nadie respondió y volvió a picar, esa vez con más fuerza. Se escuchó una voz del interior.
Para su sorpresa la mujer que la recibió, a pesar de tener cara de amargada, no parecía tener mala pinta. Llevaba un sencillo vestido que, sin dejar de tener forma de poncho, se ajustada más al cuerpo y a la cintura. Tenía el pelo recogido en un moño, con unas flores adornándolo.
-¿Es usted Aghata? - preguntó. Ella asintió, dejándola pasar.
-¿En qué puedo ayudarte? - dijo ella ofreciéndole asiento - ¿Estás embarazada? - preguntó, dándole la espalda y preparado algo en una cazuela.
-¿Qué? Oh, no – Cristina observó el lugar, era muy viejo y rústico. Tenía hierbas colgadas de las paredes y varias potas en una estantería – Vengo por asuntos de... drogas – le costó decir.
-No eres de aquí, ¿de dónde vienes?
-Del norte – Cristina comenzó a mover los pies, inquieta. Aghata la miró con curiosidad, asintió y después se sentó en una silla, frente a ella.
-¿Qué clase de drogas te interesan? - se limpió las manos con un trapo.
-¿Conoces algún tipo de droga que borre la memoria? - Aghata frunció el ceño y después sonrió.
-No, no existe algo así, querida. Tengo drogas alucinógenas, excitantes, abortivas... pero, ¿algo para borrar la memoria? - negó con la cabeza – ya pudiera.
Cristina se apretó las manos y la miró.
-¿Y qué tengo que hacer si quiero que alguien pierda la memoria? - Aghata se rio.
-Eso no está en poder del ser humano.
-Debo de suponer que hacer entonces que alguien la recupere tampoco, ¿verdad? - ella negó con la cabeza.
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La batalla de la realeza II
Historical FictionLa situación en el reino se desmorona, Alamár está en crisis. Cansada de ser una mujer florero, comienza a luchar por lo que cree correcto, pero ¿Dónde está el hombre que debería de estar apoyándola? Y por si fuera poco, aparece un nuevo personaje q...