El que salvó mi vida.

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Mis labios estaban resecos, mi vista era débil a los rayos del sol y el cielo que apenas y podía observar, tomaba un color más oscuro; sonriente con esa luna poco satisfactoria para una persona que se encuentra en mi estado

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Mis labios estaban resecos, mi vista era débil a los rayos del sol y el cielo que apenas y podía observar, tomaba un color más oscuro; sonriente con esa luna poco satisfactoria para una persona que se encuentra en mi estado.

Deseaba agua, claro que la deseaba. La desesperación por una gota de ésta era tan grande, que incluso imaginé por un momento, que mis lágrimas suplementarían su frescura, pero estaba seca. No tenía ni tan sólo una lágrima.

El calor pasaba, pero el desesperante ardor de la piel seguía presente. La sentía arder. Mi piel era sensible, y sabía que su pigmento rojo necesitaban aunque sea de la sombra de alguna hoja seca. La deseé. Pero no habían más que espinas y rocas hasta donde mis ojos podían ver.

Las espinas... Las espinas eran lo peor. Gritaban dolor en silencio, burlándose de lo débil de mi cuerpo, clavandose como agujas en la tela de una camisa, desangrandome como un cerdo en la carnicería, matandome como una motosierra a un árbol.

Un buitre, ¡típico del lugar!, rondaba desde lo alto y descendía con frecuencia al verme inmóvil. Lo intentaba espantar, pero ni mi mente alucinada, ni mi cuerpo en estado de carroña nueva, tenían lo suficiente para hacerlo.

Las piedras que lastimaban mi espalda y cabeza, eran calientes como el pavimento en el medio día. Rectas y negadas a dar consuelo, las sentía arder, sus vibras tajantes hacían romper la monotonía del movimiento en el aire, y serca de mi rostro sentía y veía como se movían...

Lo que había caído en mi pierna comenzaba a hacer efecto, y ya no la sentía. Morada e hinchada, sufría ésta, de las espinas y el peso de aquello.

Mi bicicleta, ¿era ella o una alucinación más? No importa, estaba lejos de poder alcanzarla, y a kilómetros de usarla nuevamente.

El frío en los dedos de mi pie, la sequía de mi boca, la deshidratación de mi piel, la falta de oxígeno y aire fresco en mis pulmones, la impotencia de mi garganta al desgarrarse cada vez que pedía ayuda, y escuchaba rebotar la misma palabra en el eco de las rocas. Todo era parte de una agonía.

Y el buitre seguía allí.

Entonces no sentí más que lástima... Lástima de mi, de ellos, los buitres... Viejos y desplumados, reyes de la nada, ángeles de los muertos como yo. Tristes y sedientos, con impotencia en su garganta y sequía en sus alas. No tienen comida hasta que algo muera... ¡Qué triste depender de la muerte! Con mirada pasiva... no es nada más que el resultado de sus heridas y de su cansancio.

Entre mis ojos y los suyos, compartíamos la misma sequía: la sequía de esperanza.

Entonces supe que me comprendía, pero en la cabeza diminuta de un animal, que es regida por el instinto de supervivencia, era él o yo. Y sabía que quien salía perdiendo era esta última.

Y como no había en quien buscar consuelo, ni llamar al auxilio, ni contar una historia, ni hablar ni verle, entonces mi corazón se rompió ante la incertidumbre de sus ojos. El mismo dolor y el mismo pensamiento que teníamos, era tan real, que incluso parecía una ilusión. Sólo que ahora era diferente, al revés... Un humano puede estar encima de ellos, y un ave estar bajo nosotros, pero ahora que yo estaba en el suelo, y el estaba en el cielo volando, lo miraba como ellos a nosotros: rogando. Rogando piedad.

Y al ser nosotros, seres tan bellos, perdemos la empatía con cualquiera; pero ellos, tan humildes y desagradables a la vista, sólo les queda la gracia de su entendimiento irrazonable.

Bajó cuando la tarde lo hizo, y ferozmente se aferró con las garras a mi pecho, más sin embargo posó sus alas sobre mis brazos, y su pico sobre mi cuello. Un abrazo, eso era un abrazo, uno salvaje pero lo suficientemente humano para sentir un latido de esperanza en mi cuerpo moribundo.

Entonces el frío se hizo intenso, pero aquella ave estaba cubriendome como una manta, picoteaba las hormigas que venía hacia mi, y guardaba silencio para que escuchara sus pequeños latidos.

Entonces, me dijo en silencio, "descansa".

Antes de que abriera bien mis ojos, y viera el cielo púrpura de madrugada, sentí como alzó el vuelo y desapareció de aquel desierto, dejando huella en el eco del lugar.

Y cuando sentí esa brisa, y escuché con claridad, vi entonces un helicóptero que descendía. Los hombres corrían hacia mí, me sujetaban con firmeza y me llevaron consigo.

Ya en lo alto, el sonido ensordecedor de las hélices se detuvo por unos segundos, cuando lo vi volar en círculos y buscando una nueva carroña. Desde allí, no lo olvidé nunca, a él, el que salvó mi vida.

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