CAPÍTULO 2: EL ACCIDENTE

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Ya era demasiado tarde, Óscar hacía horas que se había ido a dormir, y yo la seguía esperando sentado en el viejo sillón del abuelo Tomás. Lo heredamos el año pasado, tras su trágica e inesperada muerte. Aún recuerdo el día en que nos despedimos de él. Estábamos todos sus seres queridos, los que le habíamos hecho feliz en su cruel y dura vida, reunidos allí, la bahía donde iban a acabar sus cenizas, a la cual había ido cada sábado a pescar algún que otro pez. El abuelo Tomás, padecía alzhéimer y cada día recordaba menos cosas sobre su juventud. Por eso, todas las tardes después del instituto, Nora acudía a ver al abuelo y le contaba las anécdotas que había vivido cuando era un valiente y encantador joven. Nora y él estaban muy unidos, era como su segundo padre.

Estaba inquieto, preocupado, no dejaba ningún canal fijo en la televisión y no paraba de morderme las uñas, en eso me parecía mucho a mi hija. Mis ojos cansados aún llevaban las gafas puestas, tras haberme leído cuatro capítulos tirón de mi novela favorita. Mis manos agarraban con fuerza un tazón de leche con fuerza, ya medio vacío. Y mi mirada se perdía constantemente en dirección a la foto del segundo estante, la foto donde yo salía abrazado con Julia. Ella me hacía mucha falta. Desde que no estaba, todo había ido de mal en peor, todo se me hacía cuesta arriba, era como una carrera con cientos de obstáculos en la que la meta quedase muy lejos, una carrera que ni siquiera me atrevía a empezar, pero en la que el pistoletazo de salida había sonado el día en que ella murió... Ya han pasado tres meses de su muerte y aún sigo teniendo pesadillas con aquella noche, con aquella luna menguante que resplandecía con fuerza sobre su cuerpo sin vida. Aún siento el olor de aquel asfalto mojado y resbaladizo por la terrible tormenta que caía a esas altas horas de la noche. Aún oigo su voz pidiéndome que disminuyese la velocidad y gritándome que tuviese cuidado, y vuelvo a recordar que, por un momento, en aquella curva, no vi nada, no controlé el coche y solo noté el fuerte impacto que sufrimos. Y me oigo a mí llamándote, chillando tu nombre en vano porque tú ya no respondías. Jamás me volviste a responder. Y de nuevo escucho el sonido de la ambulancia y veo cómo trataban de reanimarte, pero no había nada que hacer. Tu cuerpo se quedó frío y mojado por la espantosa lluvia. Y en cada pesadilla, me despierto pensando que nada sucedió, que sigues tumbada delicadamente en tu lado derecho de la cama, pero me giro y no te encuentro, y choco una y otra vez contra la cruel realidad.

Lo peor vino después, al llegar a casa junto a la policía y contarle a los niños lo que había pasado, me derrumbé, no tenía fuerzas para hablar. No podía enfrentarme a aquello, me sentí como un completo imbécil, me sentía culpable. Cómo le podía decir a mi hija de diecisiete años y a mi hijo de trece que su madre había muerto, cómo podían entender que esa misma mañana estaba perfectamente y que de repente un trágico accidente se la había llevado para siempre, que ya nunca regresará, que ya muchas cosas jamás volverían a hacerlas con ella y que el vacío que nos dejaba nunca podría recuperarse. Aún sigo sin entender por qué tuve que sobrevivir yo y no ella. Por qué el destino es tan despiadado e implacable. Y me sigue costando despertarme sin su dulce beso de buenos días sin su maravillosa sonrisa de cada mañana. Me sigue costando bajar a desayunar y afrontar su vacío, ver su silla desocupada, ver cómo huérfanos sus cubiertos. No me acostumbro a no volver a ver cómo entraba por la puerta. Ni a no oír sus quejidos porque la casa parece una leonera. Ni a no volver a ver cómo reñía a Óscar para que ordenase su habitación. Ni a que ya no hable durante largas horas con Nora sobre sus problemas y luego venga a contármelos y yo crea que se está haciendo mayor muy rápido y ella trate de recordarme cómo éramos nosotros de jóvenes y la prisa que teníamos para todo. Y es que yo jamás podré hablar con Nora como tú lo hacías, ni convencer a Óscar para que entre en razón como tú lo hacías, porque yo jamás sabré substituirte, porque jamás querré ni estaré preparado para hacerlo.

El Susurro del CascabelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora