CAPÍTULO 7: LAS PESADILLAS

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Sandra me despertó, me dijo que había estado soñando en voz alta, que pronunciaba algunas palabras inentendibles, y gritaba continuamente ¡déjame! No entendía nada de ese sueño, apenas lo recordaba, era un sueño que solo Sandra había podido escuchar, solo sabía que algo me estaba afectando inconscientemente. Una noche, una fiesta, amigos, bebida, bailes, y una calle. Un gato, una sombra, unos pasos, una situación, unos hechos sin dueño, el afecto de una persona anónima, unas manos frías, mis piernas temblando, pensamientos, miles de pensamientos, esperanza, asco, miedo, terror, ganas de huir, de alejarme, un susurro, un cascabel. Un lugar cercano, su casa un lugar donde estaría resguardada, a salvo si conseguía llegar, una única persona, Sandra. Una puerta abierta, seguridad, preguntas, ninguna explicación, ninguna respuesta, un miedo aún continuo, el abismo más absoluto. No podía contestar a Sandra, ni siquiera tenía las respuestas a sus preguntas, un simple sentimiento, ganas de llorar, de explotar, de encontrar a alguien que pueda contestar a las mismas preguntas que Sandra me hacía. Preguntas que quedaron atrapadas en un túnel sin luz, sin salida, atrapadas en el fondo de aquella calle, de aquella noche, de aquella fiesta, de aquella mi pesadilla, atrapadas en mi mente sin poder salir. Tumbada en una cama sin poder dormir, perturbada, inquieta, con miedo, más miedo, más susurros, el carrusel de mi vida, una luna llena y otro sonido en mi cabeza, un cascabel.

Sandra seguía extrañada, yo no había logrado pronunciar palabra de todo aquello. Mientras desayunábamos, evitaba la mirada de Sandra. Algo en mi interior necesitaba abrirse. Sandra era mi mejor amiga. Quizás merecía saberlo, y tal vez también sería una buena ayuda para mi; podría desahogarme. Fue entonces cuando Martín, el padre de Sandra, entro por la puerta, entonces supe que ese no era el momento adecuado para contarlo.

Me marché a casa, y justo antes de entrar por la puerta, alguien me agarró el hombro. Estaba volviendo a suceder, unas manos frías volvieron a rozarme, otra vez, como anoche. Me giré sobresaltada y descubrí el verdadero rostro de esas manos frías, era el señor Santiago Birty.

¿Habría sido él el autor de mis pesadillas? ¿Sería él esa persona anónima que me aterrorizaba? Sin dejar lugar a que mis pensamientos siguieran fluyendo, me preguntó si había visto pasar al gato de su madre. Me vino a la cabeza la imagen de aquel gato negro que siempre paseaba en solitario cuando las calles se volvían tenebrosas. Me vino la imagen de sus ojos, de su mirada embrujadora, era el gato del señor Birty. Pero sin saber porque, inconscientemente respondí que no lo había visto. Ese gato fue el único testigo, y me asustaba pensar que el señor Birty pudiera encontrarlo. No quería pensar la razón por la cual lo estaba buscando. El gato del señor Birty era un gato callejero y él decidió adoptarlo al llegar, conocía perfectamente el pueblo. De noche se convertía en el guardián de las calles y cuando lo veía conveniente, regresaba a casa. El señor Birty nunca había tenido la obligación de ir a buscarlo. ¿Por qué ahora habría surgido en él la necesidad de hacerlo?

Una vez en casa, vi a mi padre sentado en el sillón del abuelo Tomas. Me preguntó que porque no había regresado a casa. Que porque me había ido a dormir a casa de Sandra. Que porque no le había contado que estaba mal con Aarón. Que si en algún momento había dejado de confiar en él. No podía contestar a esas preguntas que mi padre lanzaba como si de dardos se tratasen. No podía decirle que me había ido a casa de Sandra porque el miedo me había conducido hasta allí. No podía contarle que Aarón me había fallado, que tal vez había dejado de quererme. No podía decirle que, con él, no era como con mama. Nos hicimos una mirada cómplice y pareció entenderme sin necesidad de pronunciar palabra.

Subí a mi cuarto y me tumbé en la cama. Empecé a cuestionarme si debería denunciar lo que había ocurrido. Pero ni siquiera sabía con claridad lo que había sucedido. Me urgía escribir todo lo que hasta entonces recordaba. Para ello, recurrí a mi diario.


El Susurro del CascabelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora