CAPÍTULO 1: LA CALLE

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Caminaba muy deprisa hacia su casa por las calles de su barrio, que eran como senderos de soledad que recorría cada día sabiéndole a poco. No había ni un alma, excepto el gato del señor Birty que paseaba todas las noches recorriendo cada rincón de la calle buscando un trozo de pan para llevárselo a la boca.

Volvió a mirar por tercera vez el reloj mientras recordaba lo que hacía cada día, cuando visitaba su playa con asiduidad para evadirse de sus problemas y relajarse con el sonido de las olas dejando su larga cabellera morena al viento, respirando el aire fresco de la brisa marina y permitiendo tostar levemente su piel al sol del atardecer. Antes no frecuentaba tanto la playa. Cuando sus ilusiones se desmoronaban y el dolor, los disgustos y los enfados decidían convertirse en sus mejores amigos, ella se limitaba a encerrarse en su habitación y se tumbarse en la cama intentado alejarse del exterior. Se acostaba hasta que su madre, que ya sabía que cuando la puerta estaba cerrada algo malo sucedía, entraba, y con sus palabras, siempre las adecuadas, la calmaba.

Pero las cosas habían cambiado...

Entre tanto, intentaba llegar a su casa a la hora justa, y en su cabeza, sus pensamientos corrían más deprisa de lo que ella andaba. Esa noche era diferente, se sentía sola. Sus emociones eran distintas, estaba más sola que nunca; faltaba él. Notaba su ausencia. Por un momento, tuvo miedo y se sintió insegura e indefensa. A pocos metros de su casa, no dejaba de pensar en él; Aarón era tan esencial para ella. Le echaba de menos, le añoraba, le hacía mucha falta, mucho más de lo que ella pensaba.

No entendía qué les había pasado para que él fuera capaz de ponerle los cuernos. Quizás él le estaba diciendo la verdad y había sido Carlota la que se había lanzado a sus labios y él había tratado de apartarse, aunque un poco tarde. Pero si era así, ¿por qué no le había contado nada de lo ocurrido? Siempre dicen que el que calla otorga. Eso era lo que más la cabreaba, lo que la sacaba de sus casillas y la llenaba de rabia y dolor a la vez. Acaso la confianza que tenían había desaparecido, acaso todo lo que habían construido juntos había quedado destrozado.

En el momento en que volvió a reencontrarse con ese gato negro de extraña mirada, ese gato de mirada embrujadora que ponía los pelos de punta, volvió a fijarse en lo que estaba haciendo. Se fijó en sus pies, esos que andaban como perdidos, sin rumbo, y empezó a escuchar pasos, voces, risas, música... Todo rebotaba en su cabeza, estaba muy mareada, solo sentía ansia y frío.

Las últimas noches en Teroll habían sido muy duras, las calles estaban completamente heladas. Sus piernas temblaban, aunque quizás lo hacían a causa de todo el alcohol que había bebido esa amarga noche. Sus labios pintados de rojo carmín tiritaban; llevaba el color pintalabios que le había regalado Sandra después de habérselo probado en la tienda de cosméticos y darse cuenta de que le encantaba. Sandra siempre era muy minuciosa para todo, no se le escapaba ni el más mínimo detalle. Con ella siempre acertaba, sabía a la perfección cuándo le pasaba algo, cuando intentaba engañarla, cuándo estaba preocupada, inquieta, intranquila y sus uñas comidas la delataban. Sabía cuándo estaba harta de todo y de todos y pensaba que el mundo no contaba con ella, ni siquiera para seguir girando; cuándo lo único que le faltaba era explotar y que sus ojos de un azul grisáceo, se inundasen en agua con sal y que sus mejillas notasen caer las lágrimas que no podía seguir reprimiendo, las lágrimas que pedían salir, que tenía que soltar y que se detenían con un necesitado abrazo.

También sabía cuándo Nora trataba de guardarse las cosas para sí misma sin conseguirlo y conocía sus sonrisas forzadas. Pero las que realmente conocía y estaba acostumbrada a encontrarse eran sus verdaderas sonrisas, las de felicidad, su risa contagiosa que a Sandra tanto le gustaba oír.

Y es que Sandra y Nora se conocían a la perfección; eran amigas desde que eran pequeñas. Una vez se hicieron la promesa de no separarse nunca, juntaron sus dedos meñiques y, en silencio, repitieron una típica promesa que habitualmente se hace a incontables amigos cuando aún no se tiene un pensamiento maduro. Una promesa basada en la ignorancia y la inmadurez, pero que en ellas había tenido sentido. Porque ellas seguían juntas, como uña y carne, y sabían perfectamente que podían contar la una con la otra y que jamás se fallarían, porque su amistad estaba por encima de todo y de todos. Porque se querían de una forma muy especial, se querían como no querían a nadie más, como se quiere a una hermana sin esperar nada y sabiendo que lo tienen todo la una de la otra.

Sus dientes, tan blancos y cuidados como toda ella, no dejaban de castañetear del frío, tal vez se había puesto un vestido demasiado corto... Si hubiese quedado con Aarón, no le hubiese consentido salir así de casa. Era tan clásico... ¡Como si, por salir así, todos los chicos fuesen a ir detrás de ella! De todos modos, ya lo llevaba puesto, y quería entender por qué precisamente se había puesto ese vestido que Aarón tanto odiaba. Aunque, en realidad, no había nada que entender, se lo había puesto porque ya no tenía que guiarse por lo que opinaba Aarón, porque ahora era libre. Podía hacer lo que quisiese, sin importarle nada, ni siquiera él, y sin embargo, inevitablemente, le importaba demasiado.

Cerca de la esquina de su casa, notó una presencia, se dio cuenta de que no estaba sola y una mano cálida rozó sus hombros. Aarón siempre tenía las manos templadas, y acostumbraba a cogerle las suyas para tratar de calentárselas en noches como aquella. Esas manos que a veces la cogían tan fuerte que hasta le hacían daño. A Nora le gustaba pensar que era porque no quería dejarla ir nunca, porque siempre estaría a su lado. Pero lo hizo, él la dejó ir, la dejó ir sola, perdida. Sin tener el valor de seguir guiándola, se fue.

Y ahora sentía que solo le quedaba el recuerdo de esos pequeños detalles... Pero esas manos seguían muy cerca de ella, las manos que tanto conocía, sus manos. Las mismas manos que le acariciaban tan dulcemente, las que la hacían cosquillas en sus pies hasta más no poder y se encontraba de repente con su sonrisa y los dos se fundían en un apasionado beso.

En un repentino instante la calle quedó vacía...

El Susurro del CascabelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora