Prólogo

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Anarelí Risotto estaba lejos de sentirse triunfante.

Sentada entre sus compañeros, esperando a que el decano pronunciara su nombre, solo podía pensar en los tacones que le torturaban los pies y en el vestido rojo que, a pesar de estar oculto bajo la toga, parecía exponerla. La ansiedad apretaba su pecho como una banda invisible, y el sudor en su frente amenazaba con destruir los rizos que tanto esfuerzo le había costado peinar esa mañana. Sus uñas, recién pintadas, peligraban cada vez que sus dientes rozaban el esmalte. Todo en su cuerpo gritaba incomodidad.

Su mejor amiga, Dana, estaba a su lado, sosteniendo su mano en un intento por calmarla. Dana siempre había sido su refugio durante los cuatro años de universidad, pero ni siquiera ella podía ahuyentar el torbellino de pensamientos que invadía a Anarelí. Era el último día de una etapa de su vida, y las sombras del pasado se negaban a quedarse atrás.

Habían sido meses oscuros. Su relación con Erick, si es que podía llamarse relación, se había desmoronado en cámara lenta. Durante más de dos años, había esperado que él formalizara algo que, al parecer, nunca había existido fuera de su cabeza. Había tropezado con él en una fiesta de Halloween, derramando vino en su impecable disfraz de Gómez Addams. Lo que siguió fue una conexión intensa, pero siempre a medias, como una promesa sin cumplir. Él nunca pidió ser su novio. Y luego, un día, desapareció. Primero fueron los mensajes ignorados; después, las miradas ausentes en la universidad. Dos semanas después, lo vio besando a otra chica. Una chica que no quiso conocer.

El recuerdo aún dolía. Cerraba los ojos y volvía a verlo riendo con ella en su cama, o lanzándose almohadas en esas noches en las que la risa era todo lo que necesitaban. Pero esas memorias eran espejismos de algo que nunca fue real. La depresión la había encerrado en su cuarto durante días, hasta que finalmente, con el apoyo de Dana, había salido de ese pozo. Había sustentado su tesis, y ahora estaba aquí. Pero el futuro seguía siendo un territorio incierto.

El sonido del decano pronunciando su nombre cortó sus pensamientos.
—¡Risotto Piedrahita, María Anarelí!

Se levantó, obligándose a sonreír, y caminó hacia el escenario con pasos calculados, maldiciendo internamente cada roce de los tacones. Recibió el diploma con una sonrisa nerviosa y, al voltear hacia el público, lo vio. Erick estaba sentado al lado de su madre, con una sonrisa sutil, casi burlona, en la comisura de los labios.

El corazón de Anarelí se desplomó. Claro que su madre lo había invitado. Ella siempre había asumido que Erick era "el indicado", ignorando cada intento de su hija de desmentirlo. Pero ¿por qué él había aceptado? ¿Solo para recordarle lo pequeña que se sentía en su presencia?

De regreso a su asiento, el mareo la envolvió. Su respiración era un hilo entrecortado.
—¿Qué pasa? —susurró Dana, alarmada.
—Está aquí. Erick está aquí —respondió, apenas moviendo los labios.

Dana miró hacia el lugar donde él estaba sentado y luego volvió a enfocarse en ella.
—¿Crees que también lo invitó a la cena?

El horror en los ojos de Anarelí fue suficiente respuesta. Tapó su rostro con las manos.
—Dime que aún puedo escapar contigo a la fiesta.

—Por supuesto. No dejaré que enfrentes esto sola —aseguró Dana.

Pero Erick también estuvo en la cena. Y, como siempre, su madre no tardó en intervenir.
—Ana, ¿por qué no estás con Erick? —preguntó, con ese tono autoritario que la hacía temblar.

Anarelí le sostuvo la mirada, su voz cargada de desafío.
—Porque él y yo ya no estamos juntos.

Pero, como era de esperarse, su madre ignoró su respuesta. Levantó la mano y llamó a Erick como si fuera un viejo amigo de la familia. Él se acercó, con esa confianza que siempre había odiado.
—Hola, Anarelí. Felicidades por tu grado.

Un Corazón Roto En Unsberger.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora