Prefacio

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Iba caminando por los pasillos casi vacíos de la escuela mientras revisaba los últimos detalles de mi preciada novela. La hora de salida había pasado unos minutos atrás, por lo que solo quedaban unas cuantas personas.

Tenía dieciséis años y no mucha experiencia, claramente no era una maestra de la escritura, pero me sentía orgullosa de mi historia.

Me detuve frente a mi casillero, dejé mi mochila abierta en el suelo y metí mi cuaderno en ella. Comencé a revisar mi casillero en busca de unos libros, hasta que sentí que alguien se paró junto a mí.

—Jess, ¿vas a tu casa?

Mi cuerpo se estremeció al sentir la voz del chico que me gustaba.

—S-sí.

—¿Te puedo acompañar?

—Claro.

Cerré el casillero sin darme cuenta de si había tomado todas las cosas que necesitaba para estudiar ese fin de semana, estaba mucho más concentrada en Joe. Tomé mi mochila y lo seguí con una sonrisa boba en la cara.

Joe era mi vecino y además íbamos en la misma clase. No estaba segura de si él me veía de la misma manera que yo lo hacía, pero al menos podía aprovecharme de nuestra amistad para pasar tiempo con él.

Cuando llegamos frente a mi casa, me despedí de Joe, quien vivía en la casa de al lado, y entré a mi hogar. Ya adentro, me quité la mochila notando que estaba abierta.

—Tan torpe —me dije a mi misma.

No era la primera vez que me pasaba algo así, yo solía ser muy distraída. La iba a cerrar, pero entonces noté que mi cuaderno no estaba.

—¡No, no!

Di vuelta la mochila intentando encontrarlo, aunque un cuaderno tan grande no podía perderse en el interior de una mochila escolar.

Estaba frita. Había perdido dos años de arduo trabajo.

Sin pensarlo mucho, salí de mi casa para recorrer el corto camino que había desde mi casa a la escuela, con la esperanza de que se hubiera caído y estuviera tirado por ahí. Perdí diez minutos de mi vida que pude utilizar para llorar desconsoladamente, ya que el cuaderno había desaparecido de la faz de la Tierra.

Ese fatídico día, me encerré en mi cuarto por horas a escuchar música depresiva, mientras lloraba. Sin importarme lo que dijeran mis madres o mi hermano, yo no estaba dispuesta a salir de ahí.

—Nunca más vuelvo a dejar abierta mi mochila —dije, con mi voz gangosa por la mucosa acumulada en mi nariz.

Jess, abre la puerta —la voz de mi mamá Anne se escuchó al otro lado de la puerta.

Seguramente, mi hermano le había dicho que me pasaba algo cuando llego de hacer las compras.

—¡No! ¡Estoy en depresión!

Compramos pizza para cenar.

Mi estómago crujió casi como si me estuviera diciendo "acepta la pizza maldita sea".

—Ya, voy...

Me paré de la cama y apagué el parlante que tenía con la música. Cuando abrí la puerta, todos estaban ahí.

—Mi amor —mi madre Mary iba a darme un abrazó.

Yo la detuve.

—¿La pizza es real?

—Claro que sí, mi amor.

—Entonces puedes abrazarme.

Ambas me abrazaron, mientras mi hermano menor solo se reía, probablemente de lo hinchados y rojos que estaban mis ojos.

Después de comer, pretendía volver a encerrarme y seguir hundiéndome en mi depresión. Esa había sido una de las cosas más tristes que me habían pasado en la vida y probablemente nunca la superaría del todo.

¡Ese Es Mi Libro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora