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El calor del Sol, de pronto, se volvió tan fuerte que ardía mucho más que el infierno mismo, y la pobre Luna no podía soportar tanto. Sentía su superficie arder, sus cráteres explotar por la combustión.

El calor había sido tan excesivo, que sin percatarse empezó a destruir todo a su paso. El Sol no podía separarse de la Luna, y la Luna no podía separarse del Sol, aunque ese fuese su mayor deseo en ese momento. Uno de los dos estaba destinado a desaparecer injustamente.



Este era un amor incorruptible. Sólo Lee Donghyuck y Moon Taeil siendo uno solo, profesándose amor eterno, queriéndose como jamás nadie lo había hecho. Aquí no existía moralismos ni leyes ni costumbres, sólo amor, un amor puro, verdadero, transparente...

Mas no mutuo.

El Rey admiraba a Donghyuck mientras éste limpiaba parsimoniosamente los girasoles del jardín. El sol del ocaso iluminaba su cálida y morena piel de la cual se había vuelto adicto. Se veía tan etéreo de esa manera, como si él y el sol fuesen uno solo. Su cabello castaño, su piel besada por el sol, su sonrisa, sus ojos... todo su ser se complementaba perfectamente con la gran estrella, como si fuesen uno solo.

Fotografió aquella escena en su memoria, para recordarla por el resto de sus días. Donghyuck había desarraigado la soledad y el frío del ser del Rey, y ya empezaba a olvidársele cómo era él antes de que este joven apareciera delante de sus ojos.

—Soldado —lo llamó, desprendiendo a Donghyuck de sus pensamientos.

—¿Sí, Su Majestad? —replicó él, dirigiéndose hacia su Rey con una sonrisa de extremo a extremo.

—Venga aquí —le ordenó, hablando serio, pero mostrando una leve sonrisa ladina que no podía ocultar por más que así quisiese.

Donghyuck se acercó sumisamente hacia él, dejando los girasoles de lado. Lo miró directamente a los ojos, esperando a la siguiente orden. A Taeil se le revolvieron las entrañas de tan sólo tenerlo así de cerca. La mirada del joven era tan intensa que le ponía los pelos de punta con el mínimo esfuerzo.

—¿Qué desea, Su Majestad? —cambió su expresión a una inocentona, sin acercarse demasiado ya que aún había sirvientes pululando alrededor del jardín del palacio.

Taeil suspiró, intentando calmar sus impulsos de tomarlo y estrecharlo dentro de su pecho. Miró a su alrededor, cerciorándose de que nadie los estuviese observando. Al ver que no era así, tuvo el atrevimiento de tocar la mano de Donghyuck, entrelazando sus dedos de manera disimulada. Y, mirando al joven a los ojos con una sonrisa boba dibujada en sus labios, preguntó:

—¿Por qué no hacemos de nuestro amor algo público? —soltó sin más—. No me importa ni me asusta que el pueblo sepa lo que somos. No quiero que me obliguen a casarme con una mujer que no amo. Yo lo quiero a usted, Donghyuck. —confesó sin pelos en la lengua.

Donghyuck endureció su expresión, y quitando su mano sobre la del Rey con cuidado, le contestó:

—Su Majestad, ¿ha bebido? —inquirió, buscando algún indicio en su rostro que ayudara a adivinar su pregunta. Se dio cuenta que no al ver que los ojos del Rey permanecían fijos sobre los suyos—. ¿Está delirando? ¿No está en sus cinco sentidos?

Taeil no cambió su expresión. Se veía realmente firme en su postura.

—¿Sabe lo que pasaría si lo hiciéramos? ¿Lo sabe? —Taeil negó con la cabeza—. A mí me desterrarían de este reino y me cortarían la cabeza, y a usted... a usted lo destituirían de su trono y probablemente sufriría el mismo final que yo.

Donghyuck estaba siendo racional, más que nada, porque a ninguno de los dos les convenía ese final. Más a uno que otro, si comparábamos.

—No me importa. —Respondió, testarudo—. No me gustan los secretos, no me gusta ocultarme. —Hizo el gesto de volver a tomar la mano del joven, pero él se lo impidió, escondiendo su puño dentro de la manga de su hanbok.

—Pero es nuestro secreto, Su Majestad —se acercó un poco más a él para hacer su mirada un tanto más intensa—. ¿No es mejor dejarlo para algo entre usted y yo? No es malo ser egoísta de vez en cuando... —esto último lo dijo en un susurro, en un intento de usar su seducción para convencerlo.

—El egoísmo es el inicio de la corrupción. —Dijo Taeil, entonces—. Y yo soy la esperanza de este reino.

El Rey se giró para volver a sus aposentos, avergonzado por haber sido rechazado, sin embargo, Donghyuck lo paró, tomándolo del brazo para impedir que se fuera. Lo soltó de un salto al darse cuenta de que todavía había gente caminando por las afueras del palacio.

Resopló. No le quedaba otra opción.

—¿Confía en mí? —le preguntó, sin dejar de mirarlo a los ojos. Taeil se quedó en silencio unos segundos, como planteándose la pregunta.

—Sí —respondió, escueto.

—Venga conmigo, mañana a primera hora. Hablaremos de esto a más profundidad y en privado. ¿Le parece?

Taeil volvió a pensar unos segundos más, pero al final, terminó aceptando y confiando en las palabras de su sirviente.









Y desde el otro lado, a miles y miles de kilómetros de distancia, los entes habitantes de la Tierra admiraban el fenómeno como algo formidable, inolvidable y único. Dos cuerpos celestes convirtiéndose en uno solo, un gran espectáculo que jamás antes había sucedido. Lo llamaron Eclipse, porque la Luna desaparecía entremedio de los rayos del sol, y los rayos del sol se ocultaban entre el cuerpo de la Luna, volviendo todo oscuro por un par de minutos.

Para los terrestres, era un acto bello, casi celestial. Mientras que los protagonistas de la representación literalmente se desintegraban en su propia ineptitud, en las consecuencias de satisfacer su amor pasional y prohibido. 







algente

Del lat. algens, -entis, part. pres. act. de algēre 'estar frío'.

1. adj. poét. De temperatura fría.

eclipse ー taehyuckDonde viven las historias. Descúbrelo ahora