Prólogo

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—¡Chole, Chole!...

Desde la cocina se oye una voz algo cascada que responde:

—Sí, doña Cota, voy en un momento.

Intenté continuar con la lectura, pero esta era la tercera interrupción, levanté la vista, algo impaciente para toparme nuevamente con aquel patio que ejerce sobre mí el inigualable arte de apaciguarme. Patio mágico que siempre me descubre y me veo ahí sentada en el borde de la fuente siendo una niña pequeña de escasos seis años, charlando con mi padre, mientras juego con las manos en el agua. Papá trata de captar mi atención secándolas con su pañuelo, mientras explica:

—Mira, hijita, cuando no hay pasto ni árboles ni arriates a flor del suelo, como aquí, no se le puede llamar jardín al lugar. ¡Es tan sólo un patio, Natalia!

Bajaba de tono, pues no quería ser escuchado por mi tía abuela. Las inflexiones de su voz, quedas, serenas, no admitían réplica; y yo le quería tanto que asentía con la cabeza para reafirmar mi complicidad con su alma de jardinero. ¿Qué más daba, si para mis adentros este lugar era “el jardín de tía Cota la Grande”?

Y es que este patio, con una fuente en el medio, forrada de azulejos de talavera, con un pretil alrededor donde están colocados grandes macetones de azaleas y su alta tapia — ¡tapizada de la más gloriosa bugambilia morada!— sigue siendo, hasta el momento, fiel representación de lo que considero el jardín ideal. Mis largos años de orfandad me habían dado muestras reiteradas de que el tiempo pasa tocando y trastocándolo todo, y solo este patio se me había mostrado siempre igual ¡nunca un macetón de más ni una flor menos en su enredadera!

Comprendía hoy que era su impregnación de imperturbable lo que me tenía atrapada y me hacía saborearlo con actitud sosegada y emotiva reverencia. Un huérfano sobrevive no por su fuerza, sino por su adaptación. La orfandad total me arribó a los siete años; pero desde la muerte de mi madre al nacer yo, pasé cortas temporadas en casa de sus hermanas y algunos ratos en ésta, la única inamovible, como su patio. Tan imperturbable, sí, que ni el rondar de la muerte a la dueña podría constituirse en válida razón para anular aquél diálogo a las cinco en punto de la tarde que, durante más de dos décadas, Chole impertérrita atendiera:

—Dígame, Doña Cota.

—Airea el agua hervida, tapa el canario, saca las natas para la merienda y reza la novena de San Judas Tadeo. ¡Acuérdate de prenderle la veladora solo mientras rezas! Ya sabes que eso de mantener veladoras prendidas es muy peligroso; bueno, tan peligroso eso como no rezar. Anda, ve; ve, mujer.

Me he preguntado siempre si Chole acudía a la segunda o tercera llamada por un latente duende de artista de teatro o por un peculiar sentido de orgullo que se recalcaba en aquel no acudir al instante al llamado de mi tía… O sería una razón más simple que aún hoy escapa a mi entendimiento… Y mi tía abuela, ¿acaso era manía aquello de recordarle a su sirvienta, diaria y oportunamente, tan requetesabidas obligaciones, o era su manera de manifestar la arrogante jerarquía de patrona que sabe conducir a su sirvienta, o sólo una rutina que le fragmentaba el aburrimiento?

Lo cierto es que tal costumbre, como todo acto repetitivo y recíproco, dejó de hacer un buen o mal efecto en Chole. Mas era un hecho que tal conducta de la dueña de casa, proporcionaba a ésta un aire como de reina. Ante todo, por la preocupación que mi tía patentizaba por la salud espiritual de su criada, completando con ello una imagen a todas vistas de señora feudal, ¡auténtica dueña de cuerpos y de almas! Si bien esto es lo que se vislumbraba en su porte y sus manías, la intención de doña Cota estaba muy lejos de lo que la gente le endilgara. En el fondo, mi tía Cota la Grande hacía más prosélitos de Judas Tadeo que ni la misma iglesia.

Actitud que nunca fue maniquea, pues doña Cota sólo hacía lo que pensaba le correspondía. La ayuda en moneda nunca la negó, sus bienes los tenía tan bien organizados como los quehaceres domésticos y en el mismo peldaño de jerarquía. De su abundancia material distribuía un tanto mensual exclusivo para obras de caridad. Por tales favores nunca aceptó agradecimiento alguno, tan sólo, recomendaba a sus socorridos como becarios de escuelas, indigentes en dispensarios, y directiva del orfanato local, que dieran las gracias al santo varón Judas Tadeo, que para eso era el patrono de los urgidos en la necesidad.

Y lo que todos, reiteradamente, tildaban de manías extravagantes propia de los que nadan en dinero, no significaba para ella, más que una pragmática actitud con la cual mostrar respeto por las normas establecidas y que harto deben guardar los privilegiados   pues al hacer caridad, como ella misma decía: “no hacemos más que cumplir con lo establecido por el mismo cielo, donde habitan ángeles, arcángeles y serafines, igual en la tierra, pues estamos hechos a imagen y semejanza”. Doña Cota misma no le rezó nunca por nada al generoso santo, ni siquiera para darle las gracias por socorrer a sus recomendados. Sólo Dios sabría por qué a ella la había puesto en un lugar tan refinado en la vida. Así que, como no temía precariedad alguna, ella le rezaba directo al Gran Padre Celestial… y ocasionalmente al Señor San José. Era éste, y no otro motivo pues, lo que la daba ese donoso porte, el que doña Cota se hablara de tú a tú con lo más alto del cielo. Yo aquí, contemplando el patio, idéntico en su aspecto al más lejano de mis recuerdos circunscritos a él, le doy gracias a mi tía abuela, a sus manías, a su siempre predecible e impávida conducta, pues tal vez lo poco que tengo de sensatez me lo haya conferido su nunca trastocada esencia.

La chacha NicolasaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora