Favoritismo.

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Un quejido más de dolor bastó para que, enfurecido, jalaras con brusquedad mi cabello, casi arrastrándome por el suelo de no ser porque aún me quedó energía para ponerme de pie y caminar por mi cuenta a donde sea que quisieras llevarme; me habías dicho que callara y, aunque realmente lo intenté, claramente había hecho todo lo contrario.

Ahora estaba temblando, y realmente no tenía la certeza de la razón.

Tal vez era el frío que abrazaba cada parte de mi cuerpo desde que, entre el jaloneo, rasgaste mi ropa y parte de mi torso quedó al desnudo.

Tal vez eran los nervios de no saber qué pasaría a continuación.

Tal vez sólo era el miedo de tener que enfrentarme a esa bestia furiosa de nuevo.

Y ahora estábamos en tu habitación, el lugar más misterioso y desconocido para mí en toda la casa; pocas veces se me había sido permitido entrar allí, y eso fue hace ya un buen tiempo.

Todo era completamente distinto a la última imagen que me llevé del lugar, al grado que por un momento creí que me encontraba en otra casa.

Los viejos muebles de madera desgastada ya no estaban en el mismo lugar (y de hecho únicamente habían dos de los tres que recordaba), la pequeña cama había desaparecido y en su lugar había otra considerablemente más grande.

Incluso las paredes eran de un color amarillo más intenso del que recordaba.

Mira, pinté las paredes de amarillo porque es tu color favorito. ¿Te gustan?

Estando ya mi mente y cuerpo siendo controlados por los nervios y el miedo del momento, asentí una y otra vez sin saber exactamente lo que debía esperar.

Tomaste mi pequeño y frágil rostro con una sola de tus manos y, apretándolo con fuerza, lo alzaste con brusquedad para encontrarte con mi mirada, que a estas alturas estaba siendo obstruida por las lágrimas que pronto comenzarían a caer.

¿No te enseñé a dar las gracias?

Y es que lo intenté, con todas mis fuerzas  y con todas las ganas del mundo, pero simplemente el temor había logrado enmudecerme por completo.

Una vez más recibí esa mirada despectiva tan intimidante que sólo tú sabías dedicarme; esa misma mirada que me hacía temblar, lamentarme y que sólo podía significar dos cosas: te había hecho enojar, y ahora recibiría un castigo.

La voz de uno de mis hermanos te llamó desde afuera a ti, nuestro progenitor, y por un momento te alejaste de mí para atender luego de soltarme con la misma brusquedad que me habías sujetado momentos antes, empujándome levemente hacia atrás y dedicándome una última mirada amenazante antes de que dieras la vuelta por completo y siguieras caminando hasta la puerta.

Sabía que detrás de uno de los gigantescos muebles había una puerta que conectaba directamente a la habitación en la que me encontraba con el jardín y, siendo víctima ya del desespero y con la inocencia del pequeño ser que era, de inmediato intenté salir por allí, y claramente esa ha sido la mayor estupidez que pude cometer.

Era realmente absurdo, ya que aún si lograba escaparme sabía que no tardarías mucho en encontrarme de nuevo y el castigo sería aún peor, pero tengan un poco de paciencia; era una chiquilla tonta.

Cuando por fin logré mover el enorme y pesado mueble que obstruía mi camino, una de las incontables botellas de alcohol que se encontraban en la cima cayó al suelo, quebrándose y derramando por completo todo el líquido que en su interior se encontraba, haciendo un completo desastre.

Me asusté, lloré.

Quise esconderme del hombre que se acercaba con cinturón en mano a corregir el terrible error que había cometido.

Herí mis manos, supliqué piedad.

Los nervios hicieron que la sangre brotara con ferocidad de mis manos y ensuciara todo lo que tocaban en el intento por zafarme de tu brusco y doloroso agarre, a la vez que me encajaba más y más los pequeños trozos de vidrio que se habían ensartado en mis pequeñas y realmente frágiles manos.

Había arruinado el hermoso color amarillo que tanto me fascinaba, y que con tanto amor esparciste por las paredes pensando en lo feliz que me pondría por verlas, y rompí una de las botellas que tanto atesorabas y se habían vuelto parte fundamental en tu día a día.

Me había portado mal, y me sentía realmente culpable, ¡Pero qué fortuna estar recibiendo lo que merecía!

De algún modo eso me hacía sentir menos culpa, y durante años te agradecí inocentemente por ello; eras un padre ejemplar para mí, ya que por mucho tiempo (más del que me gustaría admitir) lo único que conocía como "correcto" era tu palabra y tu actuar.

Todo mi cuerpo dolía, mis manos ardían y el remordimiento me carcomía desde dentro, pero ahora debía ocuparme del desastre que yo misma había hecho en tu habitación.

Debía ordenar mi habitación y ocuparme de toda la lista de tareas que, al no estar terminadas, habían sido la causa de tu molestia desde el principio debido a que, cuando llegaste, no me encontraba haciendo ninguna de ellas (o al menos eso creíste).

Ahora estabas volviendo al trabajo, como cada día de la semana, y me sentía mal por no valorar todas las horas que dedicabas a ganar dinero y darme todo lo que tenía.

Siempre estabas tan cansado, tan estresado, y aún así yo siempre hacía cosas que sabía que te molestaban.

Siempre que intentaba ayudarte lo hacía todo mal y terminaba empeorándolo todo.

Siempre creí que si me esforzaba para hacerte feliz lo lograría, pero me daba cuenta de que todo había sido en vano cuando miraba la furia en tus ojos y sentía con cada impacto el coraje con el que sujetabas tu cinturón.


Siempre creí que estaba haciéndolo bien, y que algún día estarías tan orgulloso de mí como yo lo estuve siempre de ti.

No tenía ninguna duda de que esas dolorosas y frenéticas caricias eran con amor, porque siempre me lo decías, y me insistías hasta que lograbas hacerme creerlo: yo siempre fui tu favorita.

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Gracias por leer ❤️

–Pavito Junior 🐾

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