7- Los cinco elementos

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                                                                7

                                           LOS CINCO ELEMENTOS

        Se despertó de golpe con un grito sordo. Sudaba a chorros y todo el cuerpo le temblaba brutalmente. Tenía los rizos pegados a la cara, apelmazados y húmedos.

        Echó un vistazo al reloj que tenía sobre la mesa: 09:17. Iba a tardar un tiempo en acostumbrarse a eso de vivir en un día concreto, a una hora concreta. Habían sido muchos años ignorando ambos datos, no le iba a resultar sencillo adaptarse, ahora tenía horarios y deberes que cumplir.

        Aún era pronto, pero Charlie se puso en pie, temiendo volver a tener pesadillas si se quedaba dormida otro rato. Se quitó la ropa, dejando que ésta cayera al suelo tras sus pies hecha un ovillo. Encendió la luz y se metió bajo la ducha.

        Había un bote grande y verde de champú y otro más grande aún de gel de color púrpura. ¡Jabón de verdad! Llevaba ocho años lavándose el pelo y el cuerpo con las dosis pequeñas embolsadas que colocaban en los gimnasios y los Centros Cívicos; estaba harta. Le daba la sensación de que no podían limpiarle bien el pelo por lo largo que lo tenía.

        Se metió bajo el chorro de agua cuando aún no me había terminado de calentar. Necesitaba quitarse de la cabeza la siniestra imagen de sus padres caminando hacia ella ensangrentados. Ya sabía que ella tenía la culpa. No necesitaba que se lo recordasen hasta en sueños.

        Salió de la ducha y rebuscó en su mochila. Sacó el cepillo de dientes y la pasta que estaba a punto de acabársele. Se aseó en el cuarto de baño y se puso muy contenta al encontrar un peine para el pelo sin estrenar. Sólo utilizar los dedos para desenredar los rizos, aunque tenía que admitir que no era nada eficaz, y más con una melena tan aleonada, voluminosa y rizada.

        Se vistió rauda y veloz. Dejó que el pelo desenredado se le secase al aire libre. Las gotas que caían de los mechones humedecían su camiseta, refrescándole la espalda.

        Corrió la cortina y miró por la ventana. El jardín daba a una zona interior del edificio. Era como una especie de claustro, con una fuente en el medio, árboles, césped y bancos para sentarse.

        “No está mal”, pensó Charlie.

        Hacía un sol abrasador. Le iba a dar mucha pereza tener que ponerse los guantes cuando bajase al encuentro del director Greg Kirkman. Le iban a sudar las manos como esponjas bañadas en agua.

        Se dispuso a leer un latro su único y querido libro, haciendo tiempo hasta las doce, porque todavía eran las diez.

        De repente se escuchó un fuerte y estruendoso ruido contra la pared. Provenía del dormitorio contiguo al suyo, el que correspondía al número trescientos cuatro. Charlie lo ignoró y volvió al libro, intentando concentrarse en la lectura. Otro golpe, aún más fuerte que el anterior; después, carcajadas. Pero no carcajadas normales, o carcajadas chillonas como las de Shailene, no; berreos a unos decibelios perjudiciales para los tímpanos, eran como cerdos en el matadero, escandalosos y agudos. Luego, un ruido de metal contra metal. Sonó a que algo se había roto. Más carcajadas. Más risas. Más gritos. ¿Qué demonios estaba ocurriendo en esa habitación?

        Charlie no estaba preocupada en absoluto. No podía ser algo demasiado malo cuando se estaban partiendo de risa a ese volumen. Aún y todo, se levantó de la cama con curiosidad, se puso los guantes (por si acaso) y fue a investigar.

Los seis elementosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora