▪ UNO ▪

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Septiembre de 2014

Una vez aprendí que no somos dueños del universo. Podría traducirse como un pensamiento egocéntrico, dada mi corta experiencia. Pero supongo que no es algo que pueda cambiar.

Lo que veo como cambios son las personas, como una evolución de sí mismas. Componen este mundo, creen en el destino, en un alma gemela y en el hilo rojo que las separa. Aunque no estoy totalmente segura de la última parte.

Me apoyo sobre el reposacabezas del asiento más incómodo del mundo, mientras mastico un chicle de menta con cierta ansiedad y mi pierna derecha no para de temblar. Definitivamente, es una mala idea, malísima. Creo que voy a vomitar.

—Tranquila, cielo. —una mujer entrada en años me alienta a calmarme desde el asiento del pasillo central—Dentro de nada llegaremos a Boston.

Sonrío como si el destino del avión fuera a ayudar a tranquilizarme. Vuelvo a casa. Tras un año alejada del caos de mi ciudad natal, me veo obligada a volver por asuntos académicos, y no por elección propia. Si me encierro en una maleta extra grande, a lo mejor puedo volver sin que nadie se dé cuenta.

—Dicen que caminar calma los nervios. Podrías traerme un vaso de agua y lo comprobamos—interviene el chico sentado a mi izquierda.

Tan solo es un idiota con incontinencia verbal que cree que por entrar en la universidad y estudiar filosofía es el ombligo del mundo. Al menos eso oí cuando parloteaba con la azafata antes de despegar. Un tal Dorian o algo así. Por no hablar de su muy mal gusto literario a juzgar por el título de su libro.

—Es que tengo un mal presentimiento, solo eso—le explico a la mujer.

—¿Mal presentimiento? —el pasajero situado a su lado abre los ojos—¿Cómo si el avión fuera a caerse? —pregunta nervioso.

—¿Qué? No.

—Sabía que no debería haberme subido a este avión—se quita el cinturón de seguridad—pero mi madre dijo que sería buena idea, que cambiara de aires—se levanta.

Me desabrocho el cinturón y lo sigo. El hombre, de unos cuarenta años, pasea nervioso su sombrero de copa entre sus manos a juego con su traje.

—Señor, cálmese, no es lo que usted cree.

—¡Azafata!—alza la voz ignorándome—Tenemos que dar la vuelta.

La azafata, quien servía un vaso de zumo a otro pasajero, lo observa con una sonrisa, de esas que parecen haber sido aprendidas para este tipo de situaciones. Y, con una paciencia infinita, trata de razonar con él.

—Señor, me temo que eso no es posible. Aterrizaremos en menos de treinta minutos. Por favor, vuelva a su asiento.

—Esta chica—me señala—, dice que tiene un mal presentimiento.

La azafata me mira con el ceño fruncido. Varios pasajeros estiran el cuello en sus asientos mientras espero ser absorbida por un agujero de gusano. Podría esconderme en el aseo, pero solo retrasaría el aterrizaje y ya llevo demasiadas horas sin pisar tierra. Muevo las manos nerviosa, negándolo.

—Es un malentendido—me esfuerzo en mantener una sonrisa—, el avión no va a caerse.

De repente, como si solo fuera para contradecirme, una turbulencia tambalea el avión. A consecuencia, caigo en el regazo de una señora con cara de pocos amigos. Acto seguido la señal de los cinturones de seguridad se enciende.

—¡Vamos a morir! —grita el hombre.

El pánico cunde en el resto del pasaje. Algunos sacan el móvil para grabar un mensaje de despedida, otros se ajustan el cinturón de seguridad más de la cuenta y, puedo oír como uno de los pasajeros alza la voz confesándole, a la que asumo es su pareja, que se acostó con su secretaria la semana pasada.

Por todas aquellas razonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora