▪ VEINTISEIS ▪

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Diciembre de 2015

Me pregunto si el techo de mi habitación siempre ha sido del mismo color que el de una nube en un día soleado. El de mi antiguo dormitorio tenía estrellas que se iluminaban en la oscuridad. Solía decirle a Oli que algún día viajaríamos hacia ellas y que viviríamos en una casa de gominola en uno de los anillos de Saturno... fueron lo primero que tiré a la basura cuando volvimos del hospital.

A través de aquellos aviones de papel, le prometí una vida fuera de esas cuatro paredes. Le pedí que creciera, que se hiciera mayor para poder curarlo cuando llegase a ser médico, pero nada de eso sucedió. He estado buscando un sentido a lo que ocurrió, pero aún no lo he encontrado.

Los ronquidos de mi querida prima me devuelven a la realidad. Es como convivir con un bulldog, solo que come el doble y ladra más de la cuenta. La adoro, en serio, pero la mayor parte del tiempo me saca de quicio. Como cuando convence a mis amigas de ir a una de sus ridículas fiestas universitarias y acabo ejerciendo de enfermera sujetándole el pelo junto a la taza del váter el resto de la noche.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió anoche.

Me dijeron que sería divertido, y solo lo fue durante las dos primeras horas. El resto de la noche la pasé en alerta, pendiente de que September no llorase frente a unos porretas de económicas, que Joan no bailase la conga sobre la encimera de la cocina o que mi prima no gritase el nombre de su ex delante de sus compañeros de clase... Y ahí no queda la cosa porque no pudiendo controlar la situación tuve que llamar a mi madre.

Y daba igual que yo hubiese sido la responsable del grupo, al parecer la culpa también era mía por no saber decir que no. ¡Es totalmente injusto!

—Necesito una aspirina—menciona Joan tumbada a los pies de la cama.

Me incorporo colocando mi cabello enredado tras las orejas cuando la puerta del dormitorio se abre. Sept entra de cuclillas en la habitación con una bolsa de magdalenas industriales en la mano con Bailey mordiendo uno de sus calcetines.

—Kara, ¿puedes decirle que pare?—me pide tratando de zafarse de ella.

Tiro de la cachorrita hasta sostenerla entre mis brazos y abrazarla dejando que lama mis mejillas sin poder evitarlo.

— ¿Cómo es posible que luzcas tan bien?—pregunta Joan frotando su sien con los dedos.

—Porque sé controlarme con la bebida....—acto seguido arruga la nariz—Necesitas una ducha, por cierto—termina lanzándole una magdalena envuelta en plástico transparente.

— ¿Control, ajá?—pregunto alzando la ceja.

Alcanzo mi móvil en la mesilla de noche y reproduzco un audio de Sept durante la fiesta en la que se la oye llorar a mares por su mal de amores.

—Los intercepté antes de que pudieras enviárselos a Hannan—continúo.

—No recordaba esa parte....

Zarandeo a Mya para que se despierte de una vez y amanezca su mal humor mañanero antes de revisar el armario en busca de un jersey y unos vaqueros. Dejo a Bailey en el suelo ladrando en busca de atención hasta que acaba por mordisquear una mano gigante de goma espuma que mi padre me regaló durante el partido de béisbol de la semana pasada.

Al alcanzar una de las perchas de madera, me percato del teléfono de móvil apuntado a rotulador en mi antebrazo y perteneciente a un compañero de clase de Mya. Británico, de cabello rojizo, pecas y botas de camuflaje, unas muy parecidas a las que quería por navidad. Me cayó bien desde el primer momento, la conexión fue casi instantánea. Y quizás habría pasado algo más de no ser por el malestar de Mya interrumpiendo sobre mis deportivas.

Por todas aquellas razonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora