▪ CINCO ▪

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Noviembre de 2014

Escribí un reglamento cuando tenía doce años, una serie de normas que bajo ningún concepto debía saltarme. Empezaba por algo así como: "Regla número uno: jamás te enamores. Nunca contengas la respiración por alguien, ni dejes que tus mejillas se sonrojen o que tus pupilas se atrevan a dilatarse." En realidad, ni siquiera sabía si en verdad era amor lo que sentí ese año, pero creí que podría cumplirlas por el fin de los tiempos.

Después de aquella noche no volví a llamarle. Me alejé de Dorian como si de un precipicio se tratase. Él fue como una vía de escape, lo más parecido al mar en calma, en medio de una tormenta que yo misma había declarado. Y disfruté de su compañía cada instante.

Sin embargo, su distracción solo me haría perder mi principal y único propósito: acabar el instituto, graduarme y marcharme de esta ciudad. Lejos de mi padre, de mi madre y de la nueva familia que pretende crear.

Ella me esperó con la luz encendida. Distante y fría, se mantuvo en silencio hasta finalmente darme la espalda regresando a su dormitorio con su futuro marido. Ni un grito o muestra de decepción, solo la máxima representación de indiferencia. Supongo que eso le funcionará en los juzgados. Yo, en cambio, estoy entrenada tras tantos años.

Han pasado unas semanas desde entonces. Alanah se ha marchado a Washington ante su tan ansiado primer año en la universidad. El Señor Ianson, mi madre y una cantidad exagerada de maletas llenas de "recuerdos indispensables" la han acompañado por el fin de semana para ayudarla a instalarse en su nueva residencia.

Me he quedado sola con Noah y Yacob. Además de dividirnos las tareas equitativamente, he llevado al pequeño de los hermanos Ianson a un partido de béisbol el domingo por la mañana. Noah entrena con el equipo del decatlón académico al mismo tiempo, así que me toca a mí observarlo sentado en el banquillo pegado a un libro toda la hora. No es lo que se diría muy entretenido.

Lo espero junto a las gradas al acabar el partido. Camina inmerso en su lectura,ajeno al mundo que lo rodea. Veo cómo va directo a un charco de barro. Lo llamo repetidas veces acercándome, pero uno de sus compañeros se encarga de hacerle la zancadilla, provocando su caída de bruces al charco.

Acelero el paso y lo ayudo a levantarse.

—¿Estás bien? —me agacho y recojo su bolsa de deportes del asfalto.

Asiente con el uniforme manchado de barro. Mira su libro apenado. El grupo del graciosillo se ríe a su costa.

—Hey, ¿os parece divertido? —camino hacia ellos—¿Dónde están vuestros padres?

—¿Hay algún problema?

Al darme la vuelta me topo con una mujer de unos cuarenta años y su séquito detrás de ella. Todas van muy bien vestidas, incluso diría que demasiado elegantes para algo tan informal. El niño de la zancadilla corre hacia ella dejando que la mujer coloque sus afiladas manos en sus hombros.

—Veo que Yacob ha vuelto a tropezarse—dice calmada.

—No por mera casualidad. Su hijo le puso la zancadilla.

—Si el niño no coordina bien los pies, no es culpa del mío. Es por ello por lo que siempre está sentado en el banquillo, ¿no es cierto, cielo? —le dedica una sonrisa falsa a Yacob—Si me disculpas. Ha sido un placer.

Las mujeres pasan rodeándonos sin musitar palabra alguna. Extiende su mano al entrenador junto a una gran sonrisa al saludarlo. ¡Menuda arpía!

Entrada la tarde, organizo el armario del que supongo es oficialmente mi dormitorio. Sin la ropa de Alanah parece el doble de grande. Era exagerado la cantidad de bolsos que tenía. A decir verdad, nunca vi que utilizase alguno.

Por todas aquellas razonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora