Capítulo II. EN LA HACIENDA

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-Ten, ponte esto- Debra me entregó una blusa y falda. Debra era una mujer robusta, debía tener sólo unos pocos años más que mi madre, pero lucía más avejentada, su rostro estaba quemado por el sol, sus manos maltratadas y con cicatrices, algunas pequeñas y otras no tanto. Tenía arrugas, pero intentaba mostrar una expresión más joven de lo que reflejaba su semblante, sus ojos avisaban de una lucha constante para conservar cierta jovialidad y su voz era alborozada. Resultó que había sido ella quien la noche anterior me ofreció una cama vacía.

Me levanté con el resto apenas escuché el primer movimiento, y, antes de que yo buscara a Debra, ella me encontró a mí.

-Te queda muy grande- me dice cuando me visto con la ropa que me ha dado, es tan grande como para ella así que yo nado en la tela – Tendrás que conformarte, no tenemos para elegir. Nosotros estamos en la cosecha y se nos da lo que hay, ¡ah!, pero ve adentro de la casa y todas tienen ropa a la medida. ¡Claro, como a nosotras nadie nos ve!

Aunque se queja, parece no estarlo haciendo enserio, más bien es para divertir a las demás, y funcionaba, el resto de las chicas ríe ante su comentario y algunas continúan bromeando sobre el tema; bromas que no parecen graciosas porque no entiendo.

Debra me ajusta la blusa y un pedazo de tela me sirve para evitar que la falda caiga.

La sigo entre las plantaciones, no supe a qué hora habían abierto la puerta y no pregunto, no quiero que piensen que intento escapar. Mi madre me había advertido sobre eso y el castigo por intentar huir me erizaba los vellos de la nuca, aprieto los pies y sé que me gusta tenerlos así, con cinco dedos.

Ahora de día, la Hacienda luce imponente y muestra orgullosa su grandeza, la casa principal es enorme, está en perfecto estado y ofrece una vista maravillosa, con grandes ventanas y contornos de madera, una puerta sólida y pesada que permanece cerrada, el frente limpio y sin una sola hoja, parece no haber señales de vida allí dentro. El escenario es muy distinto si se ve alrededor, todo está en movimiento en cualquier dirección en la que se vea, de aquí para allá andan los esclavos, cargando cubetas, herramientas de madera, arreando el ganado y corren de un lado a otro, pero nadie está perdido, cada uno conoce a la perfección su trabajo y no se interesan por los demás. Ahora veo de cerca lo que durante años observé por una pequeña y sucia ventana.

Las plantaciones son inmensas, las cosechas crecen uniformes y bailan con el viento, los árboles frutales llevaban su aroma por todo el lugar y anuncian que la fruta está lista para cortarse. El ganado pastea tranquilo, caballos, vacas, ovejas y algunos guajolotes, dan un aspecto campirano al lugar.

La Hacienda es extraordinaria, no logro ver dónde terminaba y la cantidad de nosotros allí, indica la ayuda que ocupan para mantenerla en orden y funcionando.

Pasamos frente a un grupo entero de trabajadores, aunque ni siquiera nos prestan atención, me escondo en el centro del grupo. Intentaría pasar inadvertida tanto tiempo como me fuera posible.

-Nosotros nos encargamos de recoger la fruta y verdura madura, sandía, algunas manzanas, patatas, cacahuate entre muchas otras cosas.

Es un grupo mediano, quince aproximadamente, todas más grandes que yo, con la misma vestimenta. El grupo me ofrece una sonrisa llena de melancolía, algunas deben ser madres, seguramente me ven como la hija que debieron dejar ir – No es difícil, cosechamos, cosechamos, comemos, cosechamos, volvemos a cosechar, comemos y dormimos ¿Está claro?

-Sí, señora- asiento fuerza y trato de mostrarme más segura de lo que estoy.

No creo posible arruinar una tarea de cosecha, pero no quiero ser la primera que lo intente. Sobra decir lo nerviosa que me siento, las manos me tiemblan y mi voz es un susurro tímido, estoy en un lugar desconocido, rodeada de personas extrañas y aterrada de cometer un error, de ser merecedora de un castigo. Soy apenas una niña y estoy muerta de miedo.

AL NORTE DE TUS OJOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora