La promesa de Uraraka

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Primero, sumerge las manos en esa lengua de agua que fluye del grifo, sintiéndolas palpitar con furia. Y hay algo de poético en esto de que su don consista en la combustión. Uno se pregunta sobre esa armonía casi sospechosa entre sí mismo y su manifestación —¿su don lo ha hecho a él combustión o al revés? ¿Qué es antes: la esencia o la existencia?—.

O quizá sea una broma del otro lado —del lado metafísico, lo que no se ve pero hace funcionar todo lo demás—, que encuentra irónico proponer algo tan destructivo (su boom, boom) como una salvación. Implosiona la materia o, más literal, revienta la vida. Y, aún así, pretende salvarla. Pretencioso pretender el suyo. En efecto, parece una broma. Una que Bakugou encuentra de muy mal gusto.

La frescura del agua solventa el escozor de sus propias palmas. Ni siquiera puede defenderse de sí mismo; opta por aceptar la contrapartida de su inmenso poder. Porque este es el precio de ser un héroe, se dice; lavándose con jabón las heridas. Sus explosiones nacen de él, así que está en su naturaleza que se le revelen.

Escuece —hostias si escuece—, pero Bakugou está acostumbrado. No es que duela menos, sino que el dolor se intuye tolerable... ¿Acaso puede serlo alguna vez: un dolor tolerable? Parece contradictorio. Bakugou insiste en que ; y en que él puede con esto. Porque es el mejor, siempre lo ha sido y continuará siéndolo, etc.

En cuanto aparta las manos del agua, estas vuelven a palpitar del daño. Gruñe un «Me cago en Dios» y vuelve a meterlas debajo. Aún le queda una última ronda. No va a perder el maldito torneo porque ahora su piel decida ponerse exquisita. Decide darla por perdida. Sólo tendría que ignorar el dolor hasta que sonara la campana. Se aseguraría de que fuera rápido.

Al fin, se arroja agua a la cara, como poniéndose una máscara que entierra lo pasado. El líquido huye al desagüe y él alza la vista, un león bebiendo del lago. Ojos escarlatas se encuentran a sí mismos. La determinación en ellos es brutal. No existe otra cosa que su objetivo. Y no existirá nada real hasta que lo logre. No importa que sus manos, seca su sangre, palpiten de dolor mientras agarran el lavabo. No importa que sus piernas le tiriten, exhaustas, del esfuerzo. No importa su tono de voz, ya roto, sea incapaz de acompasar la fuerza de su interior. No, no hay interior, dado que todo Bakugou es fuerza. De ahí que pueda superar los límites de su propio cuerpo hacia algo mucho más grande: el héroe que será.

Está tranquilo cuando sale del aseo.

El presente se puede entender como un complejo de hilos, una tela que las parcas van tejiendo: trasgrediendo unos hilos y otros, confundiéndolos, mezclándolos, arrancándolos. ¿Qué orden siguen? ¿Acaso hay orden en el cosmos? ¿Acaso hay otra cosa más genuinamente caótica que lo real: el universo?

Uravity también sale del aseo en ese momento. No está tranquila, como Bakugou. De hecho, su cuerpo sigue temblando en reminiscentes olas de llanto —muy suaves, por lo que parece—; y de sus ojos, hinchados y enrojecidos, se desprenden algunas lágrimas de impotencia. Está intentando quitárselas de la cara, de esas mejillas rosas de emoción. Moquea y su pelo está lleno de tierra. Además, tiene la chaqueta del uniforme destrozada.

Mentiría si no admitiera que esas sensaciones —la pura frustración, el autodesprecio, la decepción consigo— no fuera comunes para él. Por ello no puede evitar quedársela mirando, reconociendo sus sentimientos más comunes en Uraraka Ochako. La que hace las cosas flotar casi lo entierra vivo. Estrategia que esperaría de alguien como Deku. Sin embargo, esa chica, que trata de gestionar sus emociones con lamentable resultado, ha sido la responsable.

Cuando ella se percata de su presencia, una expresión de asombro la posee. Porque, de repente, Bakugou la está invadiendo. Es terrible y vergonzoso. Su sufrimiento es privado. Nadie quiere sentirse débil delante de otros. Y, menos aún, cuando es la misma persona que ha demostrado lo efectivamente débil que se es.

Ambos quedan como congelados un rato. De hecho, es sólo el anuncio que hace el profesor Mic lo que parece romper el hechizo.

¡Cinco minutos para empezar, queridos espectadores!—dice.

Uraraka se apresura a limpiarse las lágrimas, aunque no terminan de cesar del todo. Al mismo tiempo, trata de pensar cómo podría desearle buena suerte. Es su compañera, al fin y al cabo. Por otro lado, algo le sugería que decirle a Baugou Katsuki «Te deseo buena suerte» sería interpretado por él como que ganar depende de la fortuna —una fuerza que él no tiene ni pude controlar— y no de él mismo.

A veces, la joven pensaba que se le daba demasiado bien entender a los demás.

«Demuéstrales que puedes hacerlo» o «Estoy deseando ver cómo vences esta vez» eran opciones posibles. Sin embargo, hablar se le estaba haciendo imposible. Sobre todo, porque, cada vez que miraba su rostro, la arrollaban imágenes de su anterior encuentro en la arena. Y la sobrepasaban hasta tal punto que, desatadas, las lágrimas se desbordaban de nuevo.

Bakugou no sabe por qué cojones lo hace. Ello es extraño, puesto que él suele ser muy consciente de cada una de sus acciones. Las mide con una precisión obsesiva. Y, sin embargo, se encuentra quitándose su chaqueta y tendiéndosela a ella.

Aquellos dulces ojos de turrón oscilan entre la prenda y su dueño. No es que esté entendiendo por qué le da eso, mas, lo cierto es que se siente presionada a cogerlo. De modo que toma la chaqueta, lenta, cautelosa.

Sin decir nada más, Bakugou se voltea. Camina por el pasillo en dirección a las escaleras. Pronto será su turno. Las estrategias brotan en su consciencia, y comienza a moldearlas, a probar configuraciones, a intercambiar modelos de lo imprevisto...

—Bakugou.

El rubio cesa su marcha. ¿Lo acaba de llamar? Pocas veces —nunca— la ha escuchado llamarle.

Apenas gira la cabeza; la recorre con la mirada. Expectante. En el mismo sitio, la joven sujeta su prenda, muy cercana a su pecho.

—La próxima vez, yo seré quien destroce tu chaqueta.

Puede que descontextualizado, aquello careciera de sentido. Bakugou estuvo tentado a calificarla de friqui y continuar su paso. Pero cómo ignorar sus ojos. Aun inflamados, la determinación en ellos le brindó una emoción insondable.

Se atisba una sombra —una sonrisa— en sus labios al responder:

—Lo estaré esperando.

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