Capítulo 1
Esteban estudió la enorme esmeralda del anillo que tenía en la mano; la frustración destelló en sus ojos dorados. Sus bellos y oscuros rasgos se tensaron con orgullo. Sujetaba el anillo de compromiso que, hasta hacía muy poco, había adornado la mano de su futura esposa, Ana Rosa.
Irónicamente, Ana Rosa no había enunciado un solo reproche sobre los términos del acuerdo prenupcial que le habían presentado a su abogado.
En vez de eso, tras dejar el acuerdo sin firmar, Ana Rosa había empezado a estar irritantemente ocupada y distante, pero su resentimiento había triunfado al final, culminando en un anuncio público de que el compromiso se había roto y la boda quedaba cancelada. Y, desde entonces, Ana Rosa había ido de fiesta en fiesta por toda la ciudad, acompañada por un guapo millonario.
Esteban era consciente de que Ana Rosa le estaba lanzando un guante que esperaba que recogiera. Suponía que él se pondría celoso, pero no había sido así. Suponía que se sentiría avergonzado, pero no lo estaba. Suponía que la deseaba tanto que olvidaría el contrato prenupcial, pero él no iba a olvidarlo. No, Ana estaba jugando a perder, porque Esteban nunca se casaría con una mujer sin antes asegurar sus bienes con un acuerdo prematrimonial. Era una lección que había aprendido bien en las rodillas de su abuelo.
Su padre se había casado cuatro veces y sus tres increíblemente caros divorcios habían diezmado la fortuna familiar de los San Román. El abuelo de Esteban había enseñado a su nieto que el amor era innecesario en un matrimonio con éxito, y que los objetivos y principios en común eran más importantes. Esteban nunca había estado enamorado, pero había sentido lujuria a menudo.
Ana Rosa, una rubia delicada y exquisita, había alimentado su necesidad de perseguir y poseer, pero nunca se había engañado creyendo que la amaba. De hecho, antes de declararse, había evaluado el valor de Ana como si fuera una inversión. Había reconocido la ventaja que suponía tener un pasado similar; había admirado su perspectiva poco sentimental, su excelente educación y sus dotes como anfitriona de la alta sociedad. Pero, se recordó a sí mismo, había subestimado la intensidad y fuerza de la avaricia de su prometida.
Esteban metió el anillo en su caja y esta en la caja fuerte, molesto por los meses que había desperdiciado con Ana, una mujer obviamente indigna de ser su esposa. Él tenía treinta años y estaba más que listo para casarse y formar una familia, estaba harto de aventuras casuales. No se había dado cuenta de que encontrar una esposa supondría un reto, y empezaba a preguntarse cómo iba a evitar una escena en la boda de su hermana Nessa, dos semanas después; Ana era una de sus damas de honor. Ana se encolerizaría al ver que Esteban no intentaba, al menos, recuperarla. Disfrutaría siendo el centro de todas las miradas en la boda y buscaría una confrontación. Pero Esteban no quería que nadie avergonzara o molestara a su hermana pequeña en un día tan especial. La única forma de evitar ese peligro era llegar con otra mujer del brazo; Ana era demasiado orgullosa para montar una escena si estaba acompañado.
Pero, a esas alturas, no sabía dónde iba a encontrar a una mujer que actuara como pareja suya durante un fin de semana de festejos familiares. Una mujer que no intentara atraparlo en una relación y que no diera a la invitación más significado del que tenía. Además, tenía que ser una mujer que, aun así, fuera capaz de aparentar que tenía una relación íntima con él, porque solo eso mantendría a ana a distancia. Se preguntó si existía esa mujer perfecta.
–¿ Esteban? –uno de sus directores ejecutivos entró con un ordenador portátil bajo el brazo–. Tengo algo divertido que enseñarte, ¿estás de humor?
Esteban no estaba de humor, pero Guy Babington era un buen amigo, así que forzó una sonrisa.
–Claro –afirmó.
–Veamos... –Guy puso el ordenador en la mesa, lo abrió y giró la pantalla hacia Esteban –. ¿La reconoces?
Esteban estudió la foto de una morena deslumbrante, con los ojos de un color azul intenso, que lucía un vestido de fiesta. Ofrecía su risa a la cámara.
–No, ¿debería conocerla?
–Echa otro vistazo –lo urgió Guy–. Lo creas o no, trabaja para ti.
–De eso nada, me habría fijado –afirmó Esteban de inmediato. Era demasiado bella–. ¿Qué hace su foto en Internet? ¿Estás metido en Facebook?
Guy, divertido, negó con la cabeza.
–Estoy metido en una página web que anuncia una empresa llamada Acompañantes Exclusivas. Es una agencia de servicios de compañía para profesionales, muy exclusiva –dijo, poniendo los ojos en blanco.
–¿Utilizas señoritas de compañía? – Esteban arrugó la frente y curvó su sensual boca con expresión de disgusto.
–No me importaría utilizar a esta morena –dijo Guy, con una mirada lasciva, eludiendo la pregunta.
–Has dicho que trabajaba para mí – Esteban enarcó una ceja de color ébano.
–Así es, becaria en prácticas con un contrato de tres meses, en esta planta. María... trabaja como investigadora para tu asistente personal.
Esteban, atónito, volvió a centrar su atención en la pantalla.
–¿Esa es María? –preguntó con incredulidad, rememorando la imagen de la joven en el trabajo: pelo recogido en la nuca, gafas sobre la nariz, ropa pasada de estilo. Aún con el ceño fruncido, Esteban centró su atención en el oscuro lunar que había en el centro de la mejilla, y recordó que la investigadora tenía la misma marca en el mismo lugar–. ¡Diablos, sí que es ella! ¿Está pluriempleada como acompañante?
–Es evidente. Pero lo que a mí me gustaría saber es por qué se viste como un patito feo cuando viene a trabajar aquí –le confió Guy–. Según la página web, se llama Victoria.
Esteban abrió su ordenador y pulsó varias teclas para acceder a la lista de personal. Sí, María era su según nombre. Victoria María... Así que, por increíble y extraño que le pareciera, era la misma mujer.
–¿No crees que mejora un montón cuando se arregla? –Guy soltó una risita lujuriosa.
Esteban no habría descrito a la becaria en prácticas como un patito feo, pero tenía que admitir que las pocas veces que la había visto ella había conseguido irritarlo.
«El azúcar es malo para los dientes», le había dicho un día, al llevarle el café, fuerte y dulce como a él le gustaba.
«Los modales hacen al hombre», se había burlado, cuando él salió por una puerta delante de ella y casi chocaron en el umbral.
Pero había notado que, aun con las típicas medias negras tupidas, tenía unas piernas increíblemente largas, de esas que un hombre se imaginaba rodeando su cintura. Una acompañante, rumió pensativo, una mujer cuya compañía estaba disponible a un precio. Si se arreglaba como en la foto, sería un caramelito de lo más presentable colgada de su brazo y, además, tendría que cumplir con sus expectativas. Posiblemente no fuera consciente de todas las cláusulas de su contrato de empleo temporal; una de ellas especificaba que no podía hacer nada que pudiera dañar la reputación de la empresa. Y un lucrativo negocio como acompañante de hombres ricos no podía considerarse respetable. Él nunca había utilizado un servicio de compañía, ni se habría planteado hacerlo en circunstancias normales, pero en ese momento le gustaba la idea de contratar a una mujer que lo acompañara a la boda de su hermana. No tendría que pedir favores a nadie, ni fingir interés por una mujer por la que no sentía nada. Además, no habría lugar para malentendidos: él pagaría a Acompañantes Exclusivas y ella haría lo que le pidiera. Cuanto más lo pensaba, más le gustaba la idea; estaría bajo su control, igual que lo estaría un robot.
María se tragó un bostezo con dificultad mientras Lupita, la asistente personal de Esteban, le daba detalles exhaustivos sobre la empresa que quería que investigara. Con una mano, se frotó la pierna dolorida, que siempre la incomodaba cuando pasaba demasiado tiempo en pie. Su pierna derecha había resultado gravemente dañada en un accidente de coche cuando tenía doce años, y María había pasado mucho tiempo incapacitada, al principio en una silla de ruedas y después lo bastante fuerte para utilizar muletas. De hecho, si no se hubiera sometido a cirugía experimental privada nunca habría vuelto a caminar sin ayuda; seguía sintiéndose tan agradecida por la cirugía que no solía dar la menor importancia a los dolores ocasionales.
Por desgracia, su cansancio hacía que le resultara virtualmente imposible concentrarse y, no por primera vez, María se maravilló de haber sido capaz de creer que un trabajo en prácticas, sin sueldo, sería la solución perfecta para su crisis de desempleo. Tras pasar meses con un contrato temporal en la biblioteca local, María había estado dispuesta a probar cualquier cosa para poner en marcha su carrera. Sin embargo, había saltado de la sartén al fuego. Aunque tenía varias amistades que trabajaban sin sueldo para añadir experiencia a su currículum, todas ellas contaban con apoyo financiero de sus padres.
María no era tan afortunada en ese sentido. A pesar de estar licenciada en Empresariales, la crisis económica había reducido los puestos de trabajo, y los pocos que había iban a solicitantes con las habilidades y saber hacer que solo se obtenían gracias al trabajo práctico. Tras innumerables solicitudes sin éxito, María había aceptado que necesitaba experiencia para mejorar sus oportunidades. Al principio se había alegrado enormemente cuando consiguió la plaza de prácticas en Corporación San Román, una de las empresas de software más agresivas y de más éxito de Londres.
Como nunca había vivido en la gran ciudad como adulta independiente, al principio no había sido consciente del reto que supondría llegar a fin de mes. Y entonces Odette, la madre a la que hacía mucho tiempo que no veía, se había puesto en contacto con ella y le había ofrecido su habitación de invitados. María había aceptado gustosa la oferta de un alojamiento barato sin el que no habría podido aceptar el empleo. En ningún momento había pensado que su madre podía tener un motivo ulterior al invitarla a su casa. Ingenuamente, María había agradecido la oportunidad de llegar a conocer a la madre a la que había visto por última vez cuando tenía doce años. Desde esa edad, María y sus dos hermanas habían sido criadas por su hermana mayor, Kat, en el Distrito de los Lagos y, aunque era consciente de que a Kat no le había gustado nada el plan de que viviera en Londres con su madre, no había interferido; se había limitado a advertirle que Odette podía ser «difícil». Sin embargo, la palabra «difícil» no empezaba siquiera a describir los problemas que estaba teniendo; María deseó para sí no tener que enfrentarse a otra interminable pelea cuando llegara a casa.
Su primer inquietante descubrimiento tras mudarse a vivir con Odette había sido que su madre se ganaba muy bien la vida con una agencia de señoritas de compañía por Internet. Más impactante aún había sido el empeño de Odette en que se uniera a su lista de acompañantes y se ganara así la vida. Cuando María se había negado e insistido en trabajar como camarera cinco noches a la semana, Odette se había puesto furiosa y, a pesar de que María le entregaba cada penique de sus míseras ganancias, seguía enfadada e insatisfecha con su hija.
Tal vez, lo más desalentador para María había sido darse cuenta de que su madre no la quería, no tenía ningún deseo de conocerla mejor y no se arrepentía en absoluto de haberla dejado al cuidado de su hermana mayor cuando tenía doce años. Había sido una curva de aprendizaje pronunciada y dolorosa que había ayudado a María a entender que había ido a vivir con su madre con la esperanza de retomar una relación que solo había existido en su mente. Por desgracia, Odette no era una mujer maternal. Sus hijas no eran sino subproductos de relaciones que habían ido mal; y daba la impresión de que Odette nunca había conseguido forjar vínculo alguno con ellas.
–Ah, Lupita.. –dijo una voz grave y acentuada desde el umbral–. La reunión está a punto de empezar. María puede ocuparse de levantar el acta.
María se giró en redondo, y sus mejillas se sonrojaron cuando miró la alta y fuerte figura de Esteban. El empresario griego tenía un perfil muy popular en las mejores publicaciones empresariales y ella lo había leído todo sobre él mucho antes de empezar a trabajar en su empresa. Era impresionante en fotografía, pero más atractivo aún en persona: su altura, envergadura y el reluciente cabello negro y corto que enmarcaba su rostro moreno llamaban la atención incluso en una multitud. Era más alto que la mayoría de los hombres, algo que María solía notar, porque ella medía un metro setenta y siete y él le sacaba al menos quince centímetros.
Era innegable que tenía el carisma y el aspecto que ninguna mujer habría sido capaz de ignorar, junto con una tez dorada por el sol y los rasgos perfectos de un ángel caído. Había leído que su madre había sido una famosa actriz italiana y que era igual que ella, incluyendo los ojos de un dorado bruñido que en ese momento la escrutaban de arriba abajo como si fuera comestible y él se muriera de hambre. Atónita por la comparación y por la intensidad de su escrutinio, María se tensó y alzó la barbilla, intrigada; él nunca la había mirado así antes. Pensó que la mirada de su jefe quizás ilustrara el extraño estado de humor del que Lupita la había advertido, sin duda consecuencia de la ruptura de su compromiso, que nadie se había atrevido aún a mencionar delante de él.
–Por supuesto –le contestó Lupita, ecuánime. La mujer morena, delgada y eficiente, de cuarenta y pocos años, se levantó del asiento y siguió a su jefe.
Esteban echó un vistazo a su presa, María, y se preguntó cómo sería la primera sonrisa que le ofreciera. Estaba acostumbrado a que las mujeres le sonrieran, no a que lo retaran con la cabeza alta y ladeada y el ceño fruncido. Sin embargo, algo le resultaba familiar en ella, alguna cualidad que le producía la sensación de haberla visto o conocido antes en algún sitio. Esa sensación lo irritaba; era muy consciente de que ella no se movía en su círculo social y, de hecho, provenía del algún lugar del norte. Pensó que tal vez la hubiera conocido cuando actuaba como acompañante de alguien a quien él conocía. Sin duda era una posibilidad. Se preguntó, con cierto desagrado, cómo se había involucrado en ese tipo de vida a su edad. Pero, ingenuo o no, sabía que las mujeres bellas podían llegar a conseguir riqueza y un estilo de vida envidiable dedicándose a esas cosas. De hecho, si llegara a conocer al hombre rico adecuado y a casarse con él, María tendría la vida resuelta.
Esteban había aprendido, siendo muy joven, que la mayoría de esas mujeres utilizaban su belleza como una herramienta, que esperaban que jugara a su favor y les procurara un trato especial. Su propia madre había pertenecido a ese grupo; María no tenía por qué ser distinta. La observó tomar notas durante la reunión, fijándose en las tenues sombras que rodeaban sus ojos y en la cualidad translúcida de su piel. No creía haber visto nunca una piel tan perfecta excepto en los niños. Ella tenía la barbilla apoyada en la mano, y el ángulo de su cabeza definía la curva de su cuello y la delicadeza de su mandíbula. Un mechón de cabello del color de la noche había escapado de la cola de caballo y rozaba su mejilla. Lo maravilló no haberse fijado en la calidad de su belleza antes. Pero las blusas sueltas, las faldas a media pantorrilla y las feas gafas actuaban como un disfraz que impedía fijarse en primera instancia en el delicioso mohín de su boca carnosa de labios rosados, o en que los ojos que había tras las lentes eran de un asombroso azul brillante.
A Esteban lo asombró comprobar que estaba teniendo una erección al imaginarse esos labios frunciéndose solo para él. Se preguntó con cuántos hombres había utilizado ese truco como parte de sus deberes de acompañante, y eso cortó su excitación en seco; aunque no se acostaba con mujeres inocentes, sentía una aversión innata al sexo por dinero. Y conocía el precio que exigía ella.
–María no está disponible. Está muy solicitada –lo había informado la voz del otro lado de la línea, cuando llamó a la agencia–. Puedo ofrecerle a Jasmine, o...
–Tiene que ser ella –había interrumpido él–. Es la única que quiero. Haré que le merezca la pena aceptarme como cliente.
Y después Esteban había negociado, una habilidad que dominaba a la perfección. Había vuelto a comprobar que, pagando un precio, podía conseguir lo que quisiera, incluyendo a la nunca disponible María, que en ese momento se estaba quedando dormida sobre la mesa, frente a él.
Había obtenido sus servicios para el fin de semana, y había pagado un precio enorme por ese privilegio.
Lo divertía que ella no fuera consciente de ese hecho, pero también lo maravillaba que una mujer pudiera vender su tiempo y atención de forma tan irresponsable, a desconocidos que podrían abusar de su confianza.
Sus pestañas curvas rozaban sus mejillas, y tenía los hombros caídos, hundida en el asiento. Él estiró una pierna bajo la mesa, encontró su pie y le dio una patadita. Ella se despertó de golpe, entreabrió los labios y enrojeció de vergüenza, mientras lo miraba con sus grandes ojos azules. Él se preguntó a quién habría entretenido la noche anterior y si el sexo había formado parte de la ecuación. Nueve de cada diez hombres esperarían sexo por lo que él había pagado por sus servicios. Se preguntó qué pensaría ella al respecto y también qué sentiría él... aunque, no, nunca llegaría a ese punto, porque la mera idea lo desagradaba.
María se encontró con unos ojos de un dorado oscuro que le recordaron a los de un tigre y, de inmediato, perdió la capacidad de respirar y una calidez pulsante se extendió entre sus piernas. La asombró esa respuesta sexual, porque hacía mucho tiempo que no se sentía así. María rara vez reaccionaba a los hombres atractivos, porque en su experiencia eran vanos y egoístas. Era muy quisquillosa, tanto que aún no había tenido un primer amante, aunque había estado muy cerca de perder la virginidad en la universidad, cuando se enamoró. Por supuesto, esa relación se había ido al traste en cuanto Gerardo la miró y dijo «Me cuesta creer que voy a acostarme con una chica que es la viva imagen de Sapphire».
Esa asombrosa admisión había golpeado a María donde más le dolía, aplastando su confianza y su fe en el amor que él le había prometido. Ser la hermana de una supermodelo y, aún peor, su gemela idéntica, a menudo había tenido el efecto de que María se sintiera como si no tuviera identidad o individualidad propia. Una y otra vez, los hombres habían hecho que se sintiera como una copia imperfecta o sustituta de su exquisita hermana. El parecido entre ellas era tal que, para evitar la humillante asociación, María solía disimular sus mejores cualidades y evitaba la compañía de su gemela. En ese momento se preguntó qué tenía Esteban para afectarla así. Bajó los párpados y lo estudió por entre las pestañas, con el corazón desbocado. No sabía por qué él la había mirado así. Su compromiso se había roto y volvía a ser libre, pero tenía que estar jugando a algo. Los hombres, en general, no veían más allá de la ropa sencilla y poco favorecedora que llevaba. Además, físicamente, su ex prometida era completamente distinta de María: diminuta, rubia y vivaz, como un hada frenética. Alzó la barbilla y le devolvió la mirada.
A su pesar, Esteban sonrió para sí. Tenía valor y eso le gustaba, le gustaba mucho.
–La espero en mi despacho, en cinco minutos –le dijo con voz fría, apartando la silla y alzándose en toda su estatura.
–Supongo que quiere comprobar las actas. Espero que les hayas seguido el ritmo –comentó Lupita–. Ha habido un momento en que temí que te estuvieras quedando dormida.
–Podría haber ocurrido –María hizo una mueca. «Pero tu jefe me despertó de una patada». Saber que Esteban San Román había notado que se estaba quedando dormida hizo que se estremeciera; tal vez fuera eso de lo que quería hablarle. Nunca antes se había molestado en hablarle excepto de paso, y siempre le daba instrucciones a través de Lupita.
–¿No hay forma de que puedas dejar el trabajo de camarera? –preguntó Lupi en voz baja.
–Por desgracia no, pero solo me quedan unas cuantas semanas de trabajo aquí –apuntó María. Se alegraba de haber sido sincera con la mujer respecto al hecho de que tenía que hacer dos trabajos para sobrevivir.
–Ojalá que las muchas horas que pasas aquí tengan su recompensa –comentó Lupita.
Por el tono de su voz, María adivinó que Lupita veía pocas posibilidades de que le ofrecieran un puesto a tiempo completo en la empresa. Lo cierto era que María no había confiado en que el puesto en prácticas fuera a proporcionarle un trabajo permanente, pero había tenido la esperanza de equivocarse.
Sabía que lo más probable era que ofreciesen el puesto que ella dejase a otro becario o becaria. ¿Por qué iba un empresario a contratar a personal con sueldo cuando había montones de jóvenes dispuestos a trabajar gratis, solo por la experiencia?
María entró en el despacho de Esteban por primera vez y miró a su alrededor. El mobiliario y las obras de arte eran de estilo contemporáneo; una decoración opulenta en la que no se había escatimado ningún gasto. Pero él no tenía necesidad de hacerlo. Era un genio del desarrollo del software y un hombre de negocios excepcional; él solo había creado una empresa internacional a partir de un programa superventas, que había desarrollado antes de salir de la universidad. Se había convertido en un hombre inmensamente rico siendo aún muy joven.
–Cierra la puerta –ordenó él con voz grave.
Era un hombre muy masculino, aun sin tener en cuenta su tamaño físico. Su virilidad era patente en su estructura ósea, en sus ojos agudos y en la autoridad y seguridad con la que hablaba.
Aunque estaba perfectamente acicalado, no tenía nada de metrosexual. Bastaba con ver a Esteban con la camisa arremangada sobre sus fuertes antebrazos, la corbata aflojada y el botón del cuello desabrochado mostrando su piel bronceada, para saber que era un macho puro, de una forma en la que pocos hombres se atrevían a serlo.
María cerró la puerta y se volvió hacia él. Sintió un estremecimiento cuando, tras recorrer su alto y esbelto cuerpo, se encontró con sus ojos, agudos e inteligentes. Pensó que eran unos ojos bellísimos, como estrellas en ese rostro perfecto. Su cuerpo la traicionó de inmediato, como si ese hombre hubiera encontrado una grieta en su coraza y la hubiera agrandado; sus senos se hincharon y tensaron hasta que el sujetador le resultó incómodo. Cambió de color cuando sus pezones se pusieron erectos; se quedó sin habla, como una adolescente.
–Señorita Fernández –dijo Esteban, observando cada uno de sus cambios de expresión–. ¿O puedo llamarte María?
–María me parece bien –murmuró ella, casi sin aliento.
–¿O prefieres Victoria?
–No utilizo ese nombre –dijo María, desconcertada al oírlo utilizar su otro nombre de bautismo.
–¿No? –una ceja de color ébano se arqueó como si lo hubiera sorprendido. Después, inclinó la cabeza sobre el ordenador portátil.
A ella le alivió tener ese momento para recuperar la respiración mientras observaba la luz de la ventana destellar sobre su espeso cabello negro. No sabía qué le estaba ocurriendo, pero deseó poder volver a poner en marcha su cerebro. Era un hombre guapo, sí, pero eso no la impresionaba. En su experiencia, los hombres guapos solían saber que lo eran y se ofendían cuando una mujer no los admiraba. Sin embargo, Esteban no le daba la impresión de pertenecer a esa categoría. En su escala de valores, ella tenía una importancia tan minúscula que seguramente le daría igual cómo reaccionara. En realidad era su propio orgullo el que se sentía herido por su nerviosismo ante él. Una mujer adulta no perdía su capacidad de razonar ante un hombre atractivo, al menos si pretendía que la tomara en serio como empleada en una oficina ejecutiva que, en gran medida, seguía siendo parte de un mundo de hombres.
–No, no utilizo ese nombre, nunca lo he hecho –proclamó María con una sonrisa forzada, recordando que solo podía haber sacado ese nombre de su solicitud de empleo porque solo lo utilizaba en documentos oficiales. Tal vez lo recordaba porque era poco usual.
Esteban alzó la cabeza con una leve sonrisa e, inexplicablemente, esa sonrisa heló a María hasta la médula.
–Eso no es cierto, ¿verdad?
María, paralizada ante su escritorio, parpadeó rápidamente. Sentía vibraciones que la advertían de una amenaza, aunque no sabía cuál podía ser.
–¿Disculpa? –preguntó con incertidumbre. Había perdido el hilo de la conversación.
–Es mentira que no utilices el nombre Victoria –declaró Esteban, haciendo girar su portátil para enseñarle la pantalla.
María se quedó boquiabierta cuando vio la foto. La incredulidad recorrió su cuerpo de arriba abajo; no podía imaginarse cómo una foto personal suya había acabado en Internet, a la vista de cualquiera. Se la habían sacado en su fiesta de graduación, en una de las raras ocasiones en las que se había vestido de tiros largos, olvidando su cautela habitual. La foto seguía estando en su cámara digital o, al menos, eso había creído.
–¿Qué es eso? ¿Dónde has encontrado esa foto? –gimió, horrorizada.
–En la página web de la agencia de señoritas de compañía Acompañantes Exclusivas –contestó Esteban. Se dio cuenta de que ella se ponía blanca como una sábana, y experimentó un inesperado pinchazo de remordimiento, porque parecía realmente devastada por su descubrimiento. Se dijo que eso demostraba que tenía la útil habilidad de ser buena actriz en situaciones difíciles.
–¿Acompañantes Ex... Exclusivas? –tartamudeó María. Esa era la empresa de su madre, y sabía que solo ella podía haber hecho que colgaran su foto en esa página web. Anonadada, contempló la imagen con el corazón en un puño, preguntándose cómo podía haberle hecho eso Odette. Su madre sabía que no quería tener nada que ver con su negocio–. ¿Cómo la has encontrado?
–No porque yo estuviera visitando la página –aseveró Esteban con voz seca–. Otra persona que trabaja aquí, llamó mi atención sobre este asunto.
María sintió náuseas. Se preguntó cuántos empleados más lo sabían. Se encogió de vergüenza al pensar que había gente que creía que trabajaba como acompañante fuera del horario de oficina. Quizás todos sus compañeros de trabajo hablaban de ella a sus espaldas. Atenazada por la humillación, maldijo el día en que se había instalado en casa de su madre. ¿Qué diablos hacía su foto en la página web si ella no trabajaba como acompañante? Lo malo era que nadie la creería cuando alegara su inocencia.
–Eres tú, ¿no? –la presionó Esteban.
María apretó los dientes y asintió con la cabeza, eso era imposible negarlo.
–Pero no es lo que piensas...
–Deja que sea yo quien decida lo que pienso –murmuró Esteban con voz cristalina.
–¡Esto no es asunto tuyo! –protestó María, dejando que su vergüenza diera paso a una súbita oleada de resentimiento.
–Me temo que sí es asunto mío –la contradijo Esteban –. Tu contrato de empleo con esta empresa estipula que no se te permite hacer nada que pueda dañar la reputación de la empresa, y yo diría que anunciarte como señorita de compañía en Internet incumple esa norma.
María palideció. No podía creer que la estúpida acción de su madre hubiera puesto en peligro su empleo, pero entendía que cualquier empresario considerara esa asociación de muy mal gusto.
–Me ocuparé de ello –afirmó, apretando los labios con determinación.
–¿Cómo te ocuparás de ello? –preguntó Esteban con curiosidad, clavando en ella sus ojos chispeantes. Su mirada se detuvo en su carnosa boca. Deseó arrancarle las gafas y soltarle la fea cola de caballo para verla en toda su gloria, como la naturaleza había pretendido: larga melena de pelo negro, piel clara y perfecta, y ojos impresionantes. La mayoría de las mujeres se esforzaban para sacar el mayor partido posible de su aspecto; no tenía sentido que ella ocultara su belleza como si fuera algo de lo que avergonzarse. Para luego desvelarla ante un acompañante. Tal vez había temido que alguien de la empresa reconociera la foto y se diera cuenta de que llevaba una doble vida. Era la única explicación posible para su disfraz.
–Haré que retiren la foto de la página web. No tendría que estar ahí –declaró ella a la defensiva–. No trabajo como acompañante...
–Pero es obvio que tienes relación con la agencia –señaló Esteban, divertido por su vehemencia, por su interés en persuadirlo de que había cometido un error. Tenía pocas posibilidades de triunfar en su objetivo, dado que había reservado y pagado por sus servicios.
María no quería admitir la degradante verdad: que su vínculo con la agencia de servicios de compañía era su madre.
–Te prometo que me ocuparé de ello, y que esa foto será retirada lo antes posible.
–Si tienes un contrato de empleo con la agencia, no será tan sencillo –la advirtió Esteban, empujando una tarjeta de visita hacia ella–. Puedes ponerte en contacto con este abogado si necesitas consejo o asistencia en ese sentido.
–No hay ningún contrato. Ya te lo he dicho... no trabajo como acompañante –repitió María, roja como la grana, porque sabía que no la creía y no podía culparlo por ello. La foto estaba en una página pública. Se sentía mortificada por toda la conversación, pero también sorprendida por que le hubiera ofrecido un contacto legal que la ayudara a romper contratos que no existían. Por fortuna, el único vínculo de María con Acompañantes Exclusivas, era el vínculo de sangre que la unía a su manipuladora madre–. ¿Por qué no se está ocupando de este asunto Recursos Humanos? –preguntó.
–Me pareció que era algo que requería atención inmediata, sin propagar la noticia por toda la oficina.
–Gracias –haciendo acopio de autocontrol, María apretó los dientes–. Te lo agradezco de verdad –le dijo con toda sinceridad.
–Tómate el resto del día libre para ocuparte de esto –sugirió Esteban, sorprendiéndola con su consideración–. Le diré a Lupita que tienes mi permiso.
Totalmente desconcertada por su generosidad, María se puso rígida. Pero lo cierto era que agradecía la oportunidad de ir directa a casa y enfrentarse a su madre, porque no era un asunto que estuviera dispuesta a ignorar.
–Una puntada a tiempo, ahorra ciento –murmuró María entre dientes. Le airaba y avergonzaba no poder limpiar su nombre, pero, por otro lado, se alegraba de haber descubierto que su foto aparecía en esa página web, para poder exigir que fuera retirada.
–¿Ese es otro de tus refranes? –sarcástico, Esteban enarcó una ceja.
–Hablaba conmigo misma –rezongó María,, sonrojándose. Había adquirido el hábito de recitar refranes en la infancia, y solía decirlos sin pensar cuando estaba nerviosa o sentía aprensión.
Cuando salió de su despacho, Esteban pensó, con cinismo, que todo iba bien. María había reaccionado tal y como había esperado: intentando negar la verdad. Aun así, haría que retiraran la foto de la página web y rompería sus vínculos con la agencia, lo que encajaba de maravilla en sus planes. No quería que nadie descubriera que se hacía ver con una señorita de compañía; una vez la foto desapareciera de la página web, el riesgo de que eso ocurriera sería mucho menor.

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Bajo el sol
Roman d'amourLa irresistible atracción que sentía por su jefe hizo que se dejara seducir por él ¿Qué hacía la foto de su becaria en la página web de una agencia de señoritas de compañía? Esteban no sabía qué le sorprendía más, si su doble vida o su impresionante...