T R E S

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Capitulo tres: "Luz"








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El camino hacia la mansión Hargreeves, era más silencioso de lo normal. Por irónico que sonara, Ocho parecía tan inmiscuido en sus pensamientos, que no sentía, ni hacia uso consciente de alguno de los sentidos con los que contaba. Sus pensamientos sumergían a su cabeza con brutalidad, llego a tal punto de desesperación de querer gritarle a todo el mundo. Iba completamente solo, sus hermanos probablemente continuaban en aquella fiesta, motivo que aumento el silencio.

No podía alejarlo de su mente. Las manos delgadas de Cinco alrededor de la espalda baja de Siete transmitiéndole seguridad, los brazos de Siete rodeando a Cinco por los hombros con tanto cariño, los labios de ambos individuos teniendo un interesante encuentro cercano... Pero algo que no podría olvidar jamás, eran las miradas, aquellos rostros de sorpresa y repulsión por parte de las personas del círculo. Sabía que tenían la razón al actuar de ese modo, y eso, extrañamente le dañaba. Le dañaba haber vivido equivocado con respecto a un amor que le había acompañado por lo que parecen ser, años.

No, definitivamente nunca podría ser aceptado. Ocho estaba enfermo, sabía que estaba enfermo pero... Tenía miedo de curarse. Tenía miedo de dejar todos estos detalles atrás, de dejar parte de su faceta de persona normal atrás.

No quería aceptarlo, pero lo debía hacer. Era un héroe, uno de los prototipos más perfectos que había creado su padre, podía decir con orgullo que, a partir del talento que le fue brindado, y el trabajo duro, se había vuelto prácticamente un defensor de la buena voluntad. Su padre le estimaba, y eso era mucho considerando al señor Reginald... Si, definitivamente no tenía tiempo ni cabeza para pensar en esta clase de hechos, aun cuando era lo que más deseaba.

Entonces, lo decidió, pensando que quizá no sería algo tan difícil. Decidió apartarse de sus hermanos, dejar de lado sus dramas de adolescente y sumergirse por completo en ser un héroe. Permitir que las expectativas de Reginald flotaran en un mar que le rodeara y finalmente, le ahogara.

Eso era lo correcto, perder esa parte de su humanidad para no ser tachado cómo un enfermo no sonaba tan mal. Cómo el grandísimo estúpido que era, Ocho decidió renunciar al amor a su corta edad de 12 años, casi 13, en un acto de inmadurez total que reconocía con facilidad. No quería ser dañado, no quería tener esa horrible sensación en su cuerpo de que estaba haciendo las cosas mal.

No podía aceptar una vez más que amar a alguien estaba mal. Incluso, quizá siquiera ame a Cinco, esa era una palabra demasiado fuerte y grande como para describir lo que siente por una persona pero... Era lo más fuerte que había sentido en mucho tiempo, el sentimiento que tenía por y para Cinco era de las pocas sensaciones que le daban esa tranquilidad que tanto apreciaba. Se había hundido tanto en los nervios por ser sordo, en el estrés por intentar ser perfecto que, cuando finalmente tuvo una sensación de tranquilidad, sencillez y buen trato... Se aferró, se aferró como una garrapata a su hermano, esperando que este le salve de una batalla que estaba perdida desde el momento en el que nació.

La soledad de las calles era tan similar a como se sentía el mismo joven en esos instantes, Ocho estaba mal, aun cuando consideraba que lo que estaba haciendo era lo correcto. Se encontraba vacío, solo, confundido... Hasta cierto punto estresado, deseando desconectar a su cerebro.

Paro en un semáforo en rojo, observando como algunos autos avanzaban y por un instante, solo un instante... Llego a su cabeza la forma más rápida de desconectar su cerebro. Dio dos pasos hacia el frente fuera de sí, aun con la cabeza doliéndole, aun pensando, aun con miedos y aun con inseguridades.

¿Era gay?, ¿era un héroe?, ¿Por qué debía cumplir con las expectativas del señor Reginald?, ¿debía seguir cómo estaba?, ¿debía olvidarse de todo?, ¿debía entregarse al profundo mar de obligaciones que le estaba comenzando a rodear?

Si es sincero, lo único que deseaba en ese instante, era huir. Tanto así que había bajado de la vereda, aun con los autos pasando frente a sus ojos, a tan solo centímetros de su escuálido cuerpo. Otro paso, y experimentó cómo el aire pasaba con rapidez por su cara. Estaba confundido, fuera de sí, asustado...

Era un joven impulsivo de 12 años, solo y en medio de una crisis existencial, pasando por las calles y siendo abrazado por la oscuridad de la noche. Un joven sordo, confundido y presionado, que finalmente intentó buscar alternativas ante los hechos, y como si el mundo se burlara de él, entre más buscaba, mas soluciones negativas encontraba.

Miro hacia el frente, teniendo la sensación de que el mundo estaba pasando cada vez más lento, entonces, una mano se posó sobre su hombro, y bruscamente lo llevo de nuevo a la vereda, de paso devolviendo su cabeza que desde hace cierto tiempo había estado vagando en el cielo.

Una señora de unos 30 años le miraba, confundida. Pero Ocho estaba más inmerso en el aspecto físico de la muchacha, por lo que ignoro todo lo que esta tenia por decirle: Una hermosa mujer de 30 años más o menos, rubia y con raíces en su cabello oscuras, nariz recta, pómulos levemente marcados, pálida, ojos marrones, labios no tan gruesos, entre muchas otras características. Imagino por un instante cómo se habría visto su madre, tenía la duda de si la mujer con la que compartía a fuerzas lazos de sangre, era tan hermosa como la mujer frente a sus ojos. Entonces, otra duda llego a su cabeza, decidida a martillar sus pensamientos.

—Ella... Mi madre me abandono —. Pensó, casi resolviendo el primer cabo que la noche había desatado. —Ella no vale la pena —. Aseguro para sí mismo en su mente, en un intento por calmar a sus pensamientos que comenzaban a exigirle encontrar a su madre, creyendo que todo iba a mejorar, pero como si un efecto secundario fuera, extrañamente se sintió solo, vacío. —Ella no me quiere... Nadie lo hace —. Una fuerte oleada de autocompasión hizo acto de presencia mientras sus ojos se cristalizaban.

Percibió un vacío distinto, un dolor del que nunca antes había tenido conocimiento. Era más que una opresión en su pecho, tenía la sensación de que sus pulmones se comían entre si y por ello, comenzaban a dolerle, sin quitar el hecho de que el aire parecía no poder entrar a su nariz.

Volvió su mirada a la señora, quien le estaba mirando fijamente desde hace ya minutos.

—¿Se encuentra bien? —. La señora, con un tono cariñoso y hasta cierto punto chillón que por suerte Ocho no pudo escuchar, pronuncio en lo que, a los ojos de Ocho era una pregunta.

—No lo sé —. Fue lo primero que salió de su boca, casi como si necesitara escupir algo para mantenerse en el suelo, en ese momento, con ese contexto. —Digo... Digo, por supuesto, ya sabe... Una noche muy interesante —. Se contradijo para luego brindarle una sonrisa incomoda a la mujer frente a él, esta le observo un par de segundos y luego negó.

—Soy Agnes, ¿estás perdido? O, ¿necesitas ayuda? —. Hablo la mujer mientras le observaba, con clara preocupación.

—No... No, no, no, yo estoy bien. Usted no se preocupe, ¿Si?, todo bien... Todo está bien, como siempre —. Contesto, manteniendo la calma aunque con un claro tono de nerviosismo.

—Vamos a una estación de policía, a localizar a tus padres —. Afirmo decidida la mujer, con buenas intenciones.

Pero Ocho no pudo pensarlo, tampoco imaginarlo. Entonces, su sentido de supervivencia se activó.

Empujo a la señora, quien confundida dio un par de pasos atrás para estabilizarse. Acto seguido, comenzó a correr, sin siquiera notar que el semáforo se había puesto en verde hace un buen rato, agradeciéndole a los aliens por eso.

Cada noche se prometía dejar de cargar con pensamientos estresantes que realmente, lo único que hacían era desubicarlo. Cada mañana su mente le daba razones para romper lo prometido.

Ocho no tenía un padre.

Ocho no tenía una madre.

Ocho no tenía familia.  

É C O U T E   ||   Number Five.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora