IX. De cómo ahogarse en el mar de la pérdida

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Ah... Qué pesado sentía su cuerpo después de semejante descanso, pero seguía teniendo sueño. ¿Los mellizos se habían levantado ya? No, no escuchaba sus pasos ni sus voces. ¿Qué hora era? Necesitaba comprobarlo, pero al mismo tiempo... No quería mover un sólo músculo. Estaba tan terriblemente cómodo que...

Un momento. ¿Dónde estaba?

Cuando Fausto abrió los ojos se llevó probablemente el susto de su vida, mucho más terrible que el de la noche anterior. Oh, por todos los infiernos habitables... ¿Cómo diablos se le había ocurrido hacer algo así? ¿En qué momento? ¿Por qué?

A punto de caerse de aquella cama al no estar pensada para dos personas, Fausto se mantuvo inmóvil mientras procesaba la situación. Bajo su brazo y las mantas, estaba él. No sólo dormía plácidamente, sino que en algún punto de la noche se le había arrimado hasta casi quedar oculto bajo su cuerpo. ¿O acaso había sido él quien había cometido semejante indecencia? Comenzando a ponerse nervioso por momentos, Fausto se obligó a respirar hondo para no despertar al muchacho, que a pesar de todo... Oh, jamás le alcanzarían las palabras para describir la belleza de sus tiernos rasgos en su dormitar, ese que él había prometido velar y que, por el contrario, había profanado con su vil presencia.

Habría seguido contemplando durante lustros la forma en la que aquella maraña de rizos dorados se desparramaba sobre la almohada y, ¿sus pestañas también eran doradas? Pecas, tenía pecas, pero eran tan diminutas que no las había visto hasta entonces... y eso volvió a recordarle lo peligrosamente cerca que estaba de aquel serafín. Era un caballero. Los caballeros no se aprovechaban de aquella forma cuando habían dado su palabra de... Oh, ¿en qué demonios estaba pensando? Sabía que las polillas se sentían atraídas por la luz de los viejos candiles que colgaban de las paredes, pero nunca creyó llegar a entenderlas a nivel espiritual. Aquellas sucias y desagradables monstruosidades nunca mancillarían tanto la pureza de su luz como él lo hacía con todo cuanto traía a sus espaldas ni... ni con todo cuanto era.

Aquel Dios sabía lo que hacía cuando daba vida a sus criaturas, cada cual más perfecta que la anterior y a las que tantos dones concedía. ¿Quién era él para osar aproximarse tanto a su mejor creación y ansiar acariciar la luz de su alma?

Con el pesar apresando férreamente su pecho, Fausto se separó del muchacho con extrema delicadeza para no perturbar su descanso lo más mínimo. Esperanzadora fue su sorpresa, sin embargo, cuando al ponerse en pie lo oyó protestar en sueños. ¿Es que no quería que se fuera? ¿O quizás le había despertado? Sin saber cómo, halló el coraje suficiente para reponerse y, antes de marcharse, rebuscó entre sus bolsillos.

Colocó al pequeño Rodrigo en la mesita de noche como señal de que, de algún modo, seguía allí. Pero... ¿qué era eso que asomaba bajo la almohada? Después de parpadear y enfocar con cierta dificultad, el marqués se encontró dejando escapar una pequeña exhalación de asombro.

Dormía con el pañuelo que le regaló bajo la almohada. Lo había guardado allí, pero ¿qué clase de criatura de Dios jugaba a desobedecer tanto a su Padre? ¿Acaso no sabía lo peligroso que era arriesgarse de aquel modo? No importaba cuántas preguntas se hiciera, ni cuánto se reprochara su estúpida audacia por haber creído que fue buena idea regalarle su pañuelo, pues abandonó la alcoba del joven con una sonrisa en los labios y, su pecho, ligeramente liberado.

Cerró la puerta sin hacer ni un sólo ruido y, después de atusarse ligeramente la ropa, siguió el camino que sus torpes y adormilados pies dibujaban por él. Se encontró entonces en aquella colorida cocina donde los primeros rayos del alba ya habían comenzado a iluminarla tímidamente. El cielo volvía a amanecer despejado tras las desmenuzadas nubes del horizonte y, no muy lejos de allí, alcanzó a contemplar el reflejo del sol sobre las aguas de un mar en completa calma. Sólo entonces se dio cuenta de lo mucho que añoraba visitar la orilla de aquel mar que, aunque en contadas ocasiones, lo había visto crecer no muy lejos de allí haría un par de siglos o más.

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora