XIV. De cómo conquistar al ángel caído

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Cuánto tiempo pasó desde que ambos se encontrasen con aquel beso, ninguno lo supo. Si bien es cierto que ambas partes los buscaron y hallaron con tanta necesidad como entrega, no fueron necesarias las palabras para aclarar lo que acababa de ocurrir.

Como si necesitase reponerse de aquel dulce descubrimiento, Fausto dio un doloroso fin a aquel beso sólo para apoyar la frente sobre la del joven. Todavía se negaba a abrir los ojos, y dejó que el silencio y los segundos venideros terminasen de asentar aquella magia a su alrededor.

Ángel, por su parte, necesitaba verle.

Si afirmase que se había encontrado con el mismo hombre que esperaba ver en ese momento, mentiría. Aquel era Fausto de Andavia y Torrenegra, pero no el que había conocido hasta entonces. El cariño que acababa de liberar la presa de sus sentimientos poco o nada tenía que ver con el Fausto soberbio, egocéntrico e insoportable que tenía la inmensa suerte de no sufrir constantemente. Quizás fuese cierto que él era especial, pensó.

Como si todavía buscase asimilar y grabar aquel recuerdo en su memoria, el joven hizo caso omiso a los revueltos cabellos del marqués que cubrían parte de sus ojos, y volvió a estirarse de puntillas para obtener un segundo beso. Tal vez fuese él el egoísta, pensó de nuevo, por abusar de su estado de aquel modo, pero no hacía daño a nadie con un beso.

Al menos, no en aquel momento.

A pesar de lo delicado y cándido que fue, le arrancó un sonidito ronco y deshecho que dejaba de manifiesto el estado mental del marqués. Esta vez no hubo voracidad. No hubo desesperación, pero sí confirmación. Hubo recreación y alivio, hasta vulnerabilidad. La misma que aflora después de que la tormenta arrase con la orilla del mar, pero que arrastra consigo un dulce aroma a salinidad y a otros tiempos.

Los brazos que rodeaban al joven le estrecharon nuevamente en pos de responderle sin palabras que no. No pretendía marcharse.

Torpemente, debido a que ninguno quería soltarse, el marqués dio algunos pasos hasta que el muchacho lo entendió, y puso fin al beso con la mirada desubicada. Sólo entonces pudo el marqués terminar de tomarle y levantarle en brazos ¿Adónde le llevaba? No lo supo, pero tampoco le importó. Sólo quiso enroscarse alrededor de su cuello mientras contemplaba el modo en el que su rostro se dulcificaba al verle.

—No sabía que en tu época esto se hiciese —musitó el chico, trazando con un dedo la línea de sus labios; estos le sonrieron levemente.

—Esto se ha hecho desde que el hombre es hombre y la mujer es mujer, pero... No sé por qué lo decís.

—Porque creía que en tu época estaba mal.

Como si aquello le hiciese gracia y le sorprendiese a partes iguales, Fausto enarcó las cejas antes de ensanchar su sonrisa. Era radiante. Triunfal.

—Criatura... que algunos lerdos no acepten que se ha amado desde que el Imperio Romano estaba en pie, y desde antes incluso, no quita que no existiese.

—Entonces eso no ha cambiado.

—Y dudo que lo haga, mi buen ángel. Ya sabéis que la felicidad ajena genera conflicto en el ojo del celoso observador, pero eso no nos importa. ¿No es cierto? A mí no me importa en estos momentos. Sólo lo hacéis vos.

Aquello le arrancó una tímida sonrisa al joven, que pronto averiguó que le llevaba a la habitación donde habían descansado la noche anterior. Habiendo dejado de llorar gracias a los ingeniosos métodos del marqués, se vio depositado en su cama con un cuidado exquisito; como si de una frágil reliquia se tratase. Para su sorpresa, Fausto se arrodilló frente a él para comenzar a quitarle las deportivas, y él se dejó hacer.

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora