III. De cómo hasta el diablo no es de piedra

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—Amanda... ¿Cuántas veces has visto ya el vídeo?

La joven no respondió. Tan ensimismada estaba repitiendo el vídeo en bucle que apenas escuchó a su hermano. La espesa cortina de rizos rubios caían a ambos lados de su cara, provocando que ninguno de los dos chicos fuera capaz de ver qué expresión estaba poniendo. No obstante y sin mediar palabra, Amanda se puso en pie de un salto y corrió a asomarse al balcón.

—Algo me dice que a tu hermana le ha hecho tilín el tío este... —murmuró Alonso con la boca llena de bizcocho— Y no sé por qué. Es más feo que un calcetín sudado.

—Es la ropa. La ropa nunca falla.

Tras decir aquello, Ángel se cruzó de piernas sobre el sofá y se envolvió todavía más en su manta de pollitos de colores. Desde que se la regalaron cuando cumplió tres años, jamás se separó de ella.

A diferencia de su amigo Alonso, que se estaba acabando el bizcocho en tiempo récord, él no había probado bocado. A pesar de que los tres tenían la misma edad, a sus veintiún años Ángel presentaba una constitución visiblemente más frágil y delgada que la de los otros dos. El porqué quizás nunca lo sabría, pero la idea de comer cosas que no fueran estrictamente necesarias no le agradaba. Para eso estaba Alonso, pensaba. Él ya comía por los dos.

—No me puedo creer que lo hayáis dejado ahí tirado con la que está cayendo —dijo Amanda desde la terraza, todavía asomada a la ventana.

Tanto Ángel como Alonso se miraron, sorprendidos.

—Pero si han pasado... ¿cuántas? ¿Dos horas y media? —replicó Alonso, frunciendo las espesas cejas negras— ¿Todavía sigue ahí?

—Todavía sigue ahí. Míralo, pobrecito. Está sentado en la acera hecho un ovillo.

—Eso no es de personas que estén bien de la cabeza, perdona que te diga.

—Quizás, pero en el vídeo no parecía ser un desequilibrado mental.

Ángel contempló a su amigo con cara de «¿lo ves? Te lo dije.» Sonriente por tener a alguien que le daba la razón, se puso en pie para ir con su melliza, arrastrando su mantita consigo.

El parecido entre ambos era innegable, y no solamente en lo físico. Sin ser conscientes de ello, a menudo imitaban la postura del otro por inercia, y esta ocasión no iba a ser diferente. Tanto Ángel como Amanda estaban apoyados con los brazos cruzados sobre el alféizar del balcón y los pies torcidos hacia fuera.

No obstante, tal y como su hermana había asegurado él seguía allí, en la acera del paseo marítimo. Era más que evidente que estaba completamente empapado y, encogido sobre sí mismo, permanecía inmóvil. Algo dentro de Ángel se encogió con cierta lástima.

—Yo no sé tú, pero no le haría ningún mal si le lleváramos un paraguas al menos —sugirió en voz baja.

—Lo que no sé es cómo no se lo habéis llevado antes. Tenéis menos luces...

—Oye, no sabíamos que no se iba a mover del sitio.

—Pues ahí lo tienes. Y dices que te pidió ayuda para volver a casa, ¿verdad?

—S-sí, bueno, pero sería cosa del personaje o...

—Voy a llevarle un paraguas.

Sin esperar respuesta, una enérgica Amanda dio media vuelta para ir a buscar su abrigo. Alonso la siguió con la mirada, procesando lo que acababa de decir.

—¿Que vas a qué? Ni hablar, Amandita —protestó Alonso, dejando el plato del bizcocho vacío sobre la mesa—. No sabes si ese hombre es peligroso.

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora