XIII. De cómo ser el Dos de Copas

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Cuando la puerta de aquella destartalada caravana se abrió, tanto Ángel como Fausto se sorprendieron al comprobar que, lo que atisbaban del interior, nada tenía que ver con el exterior de la vieja vivienda móvil. Una tenue luz violeta lo iluminaba todo entre las cortinas echadas y las macetitas que colgaban del techo, apacibles, mientras un penetrante aroma a incienso abandonaba el lugar para acariciar sus sentidos.

Si bien a ambos todavía les costaba respirar con normalidad, el bochorno no hizo más que ir en aumento cuando la joven que les observaba desde la puerta alzó una ceja, inquisitiva. Con el sol de la tarde reflejándose en su oscura piel, la joven de cabellos negros y ensortijados frunció el ceño al contemplar a Fausto. Antes de que Ángel pudiese saludar y recordarle el motivo de su visita, la chica alzó una mano repleta de tatuajes de todo tipo pidiéndole que guardase silencio.

—Éste no entra aquí ni de coña —dijo con aquella voz grave, entrecerrando los rasgados ojos oscuros bajo aquella maraña de rizos.

—Es... Se trata de él, es Fausto. ¿Recuerdas que te lo...?

—Lo recuerdo, pero como ponga un pie aquí dentro me incendia la caravana. Trae mucho más equipaje de lo que creía, chis.

Fausto abrió la boca para replicar, pero de ella sólo se escapó un sonido que emulaba la más pura confusión. Ya de por sí le era imposible dejar de preguntarse por qué las féminas de aquel año vestían de una forma tan reveladora y... sin embargo, bonita. No se había parado hasta entonces a contemplar lo bien que les sentaba llevar aquellos... culotes azules y ajustados que, si no recordaba mal, se llamaban shorts. No la observaba con ningún tipo de interés más allá que el de querer comprender en qué momento cambiaron tanto las cosas para ellas. En el fondo, aunque le escandalizaba, comenzaba a creerse capaz de llegar a acostumbrarse a verlo como algo normal.

No obstante, la joven, que rondaba los comienzos de su treintena, le sacó de sus cavilaciones con un sonoro chasquido de dedos.

—Te estoy hablando a ti, encanto. He dicho que ni se te ocurra entrar mientras voy a buscar unas cosas, ¿de acuerdo?

Todavía cohibido por muchas razones, Fausto asintió rápidamente.

—¿Con quién... tengo el gusto de tratar, mi señora? —murmuró de un modo que dejaba de manifiesto su incomodidad.

—Esta es Amelia —intervino Ángel casi al instante, aunque evitó mirarle una vez siguió a la mujer al interior de la caravana—. ...Es una vieja amiga.

—Esa es una forma de decirlo, chis.

—¿Una forma de decirlo? ¿Por qué? ¿Es que se trata de una dama de compañía?

En el momento en el que pronunció aquellas palabras, tanto Ángel como la chica se detuvieron para mirarle, uno más blanco que la otra. ¿Acababa de...? Oh, sí. Acababa de decirlo. Amelia, sin embargo, dejó escapar una sonora risotada antes de desaparecer.

—Los tiene cuadrados el desgraciado este.

Fausto frunció el ceño, mirándose.

—¿Qué tengo cuadrad...?

—Nada, Fausto, nada —se apresuró a bufar Ángel—. Espérate aquí un momento y no toques nada.

Obediente a su pesar, el marqués guardó silencio y esperó a que ambos se metiesen en la caravana. Ello no le eximió de seguir mirándose en busca de algo que tuviese cuadrado, y acabó contemplando sus zapatos. Eran puntiagudos, no cuadrados.

Intentó aguzar el oído e intentar escuchar algo de lo que cuchicheaban ahí dentro, mas fue en vano. Diez largos minutos tuvo que esperar en el exterior mientras caminaba de aquí para allá, manos a la espalda, y fustigándose por lo que podría haber ocurrido en ese coche y que no tuvo lugar. Para cuando se halló a sí mismo con los ojos cerrados y rememorándolo con un amago de sonrisa, una humareda de lo que creyó que era incienso amenazó con asifixarle.

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora