V. De cómo la luna solloza astros

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Ángel contempló el exterior después de reprimir un suspiro, apoyándose contra el cristal de su ventana. Su única compañía era la de una vela diminuta que alumbraba cálidamente la estancia.

Eran más de las cuatro de la mañana, y el espectáculo de luces lilas y relámpagos le impedía conciliar el sueño. La forma en la que las nubes se iluminaban en aquellas atípicas tonalidades lo mantuvo despierto durante más tiempo del recomendable. Nadie sabía qué clase de tormenta era aquella y quizás lo acusaran de inconsciente por pensarlo, pero se le antojaba hermosa. Era una belleza probablemente mortal y cruel, pero hipnótica.

Con el repiqueteo de la lluvia contra el cristal, se permitió relajarse todavía más.

Pensó inevitablemente en Fausto y en el surrealismo que lo acompañó desde aquella mañana, preguntándose cómo de relacionados estarían el marqués y aquel fenómeno de la naturaleza. Como cabía esperar, lo largó a dormir en el salón para recuperar su habitación, y se sorprendió al no alarmarse con el hecho de tener a un perfecto desconocido durmiendo en su casa. Ni siquiera había cerrado la puerta de su cuarto. Pero, ¿verdaderamente le era tan desconocido?

Con la melodía de aquellos truenos de fondo, Ángel se bajó del pequeño baúl donde se sentaba y se aproximó a su escritorio vela en mano. Aquella luz tan tenue no era la adecuada para leer y forzar la vista, pero sentía la necesidad de intentarlo. Algo dentro de su pecho lo instaba a dar con el viejo diario en el que podría encontrar la respuesta y, después de mucho hurgar en los cajones, lo alzó victorioso.

Una oleada de nostalgia lo invadió al pasar la mano por aquella cubierta azul, tan sencilla como desgastada por el uso. Se había prometido no volver a abrir ese diario después del accidente, pero... no le haría daño hojearlo un poco.

Después de sentarse en el suelo y colocar la vela junto a él, Ángel inhaló profundamente antes de abrirlo como si de una reliquia se tratase. Sus dedos acariciaron la primera página, amarilla por los bordes debido a la humedad del ambiente y los años. Allí, con la dudosa caligrafía de un niño de once años, rezaba su nombre escrito al completo junto con la fecha en la que le fue regalado el diario y, más abajo, en la esquina inferior derecha, una nota que estuvo a punto de no leer. La caligrafía de esta era aún más cuidada y elegante que la suya. Con un pellizco en el corazón, Ángel pasó sus dedos por encima.

«Para que tengas un sitio donde proteger a todos tus personajes y puedas crearles mundos tan fantásticos como los que ya tienen. Feliz cumpleaños, querubín.

Te quieren mucho: papá y mamá.»

Intentando sobreponerse sin éxito a la emoción, Ángel se tomó unos instantes antes de pasar página. Sabía hasta dónde quería llegar, por lo que esta vez sí, evitó leer memorias de su infancia y no dejó de pasar páginas hasta que la tinta pasó de ser negra a violeta. Por un momento le sobresaltó aquella endiablada casualidad, pero recordó con cariño aquel bolígrafo con cabeza de vaca que escribía en morado. No le dio mayor importancia hasta que, al leer las primeras palabras, le dio un vuelco el corazón.

«Hoy he soñado con un príncipe que venía a jugar a las construcciones conmigo. Me enfadé con Amanda porque le metió una patada a la torre que había terminado, pero luego nos fuimos a merendar al parque con él. Era tan alto tan alto tan alto que me subió a la cima del tobogán sin subirse a ningún sitio. Entonces me fijé en que tenía la nariz muy grande y los ojos muy negros, y le pregunté por qué. Se rio de mí. Eso me molestó, pero me dijo que los tenía así para poder ver en la oscuridad. Yo también quiero poder ver en la oscuridad. Así podría gastarle bromas a papá y a mamá mientr...»

Fausto de AndaviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora