Capítulo 3

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Cuando oscureció se detuvieron en un claro del bosque y encendieron una pequeña hoguera. El estómago de Cais estaba tan alborotado que se debía oír desde lejos, un vistazo de soslayo a la alforja de Wallace y se sintió desfallecer. Debía salir de allí pero no antes de llenarse el estómago en la medida de lo posible, aunque solo fueran unas migas de pan duro.

—Tengo que... —dijo a Wallace mientras señalaba con el dedo hacia la espesura del bosque. Él debió comprender, porque le dio permiso para alejarse. Apresuró el paso urgida por la necesidad tan imperiosa. Mientras se aliviaba, comprendió que no era su intención ser descubierta, el rol de chico le venía que ni al pelo. Se quitó la ropa apresuradamente y se metió en las frías y cristalinas aguas del arroyo. No quería tardar mucho debido a que lo que menos necesitaba era ser sorprendida por nadie, antes siempre se había sabido sola, pero ahora... esa sensación había desaparecido.

—¡Mierda! —masculló cuando las botas cayeron de encima de la roca, no tenía forma de recuperarlas y se las estaba llevando la corriente. Estaba desnuda. Se habría dado de cabezazos con la pared de haber encontrado algún muro donde dejarse los sesos. Necesitaba cualquier tipo de calzado con urgencia y el bosque no era precisamente un almacén de abastecimiento, aunque hasta el momento no había tenido ningún problema para proveerse de todo lo necesario.

Se vistió rápidamente y se lamentó por sus botas perdidas, justo a tiempo de escuchar el relincho de un caballo. Trepó a un árbol con agilidad, aunque se magulló un poco las plantas de los pies. Esperó pacientemente para ver quién llegaba.

Estaba ansioso por quitarse las ropas inglesas que le rozaban en la entrepierna y en todas partes. Estaba bien mantener buenas relaciones con los ingleses, pero a pesar de su orgullo, había descubierto que vestirse como ellos le ahorraba un buen montón de problemas e inconvenientes.

Algo cayó sobre él y fue a dar con sus huesos en el suelo. Rodó con el bulto en un amasijo de brazos y pies hasta que un muchacho quedó sobre él. Una afilada daga hacía presión sobre su cuello.

—Las botas —dijo Cais con voz ronca para no ser descubierta. Él desconocido asintió y ella se separó de su lado con extrema precaución.

—¿Sabes dónde estás? ¿Sabes quién soy?

—¿Un incauto? No respondas, el caso es que no me interesa.

El individuo rió y ella frunció el ceño, confundida. Sabía que estaba loca por el intento pero ya no podía volverse atrás: el tipo era enorme. Lo vio inclinarse para sacarse las botas pero se quedó embobada observando el cabello negro y liso cayendo hacia delante y ocultando su rostro. Por eso no vio el sutil movimiento de él hasta que notó un agudo dolor en los nudillos de la mano con la que empuñaba la daga. Ésta cayó al suelo al tiempo que Cais se resentía de sus dedos doloridos, le había lanzado una daga cuya empuñadura había golpeado su mano armada. Vio las dos armas arrojadizas en el suelo y la imposibilidad para hacerse con ellas.

El desconocido desenvainó su espada y avanzó lo suficiente para poner la punta de la misma en la frágil garganta de la chica. Otra vez.

—Robar no está bien. Vamos, date la vuelta.

Cais obedeció a regañadientes y cuando se giró, el desconocido la empujó haciéndola chocar contra el tronco de un árbol. Se golpeó la sien con fuerza y por un instante se desorientó.

—Soy el laird MacLeod y éstas son mis tierras.

Cais, todavía desorienta, sintió como el laird le ataba las manos a la espalda. Siseó de dolor cuando notó que la ligadura le forzaba los hombros en una postura nada cómoda.

—Vamos, hombre. No es para tanto. Solo quería tus botas. Nada más —intervino Cais tratando de quitarle hierro al asunto. Estaba lenta de reflejos, ya la habían atrapado dos personas distintas, lo que significaba que sus días salvajes estaban a punto de terminar. Si lograra librarse esta vez prometía llevar una vida más ejemplar y civilizada.

Vio que el laird se inclinaba y cogía las dos dagas del suelo y pensó que ese era un momento tan bueno como otro cualquiera para pasar a la acción. Se apoyó en el tronco del árbol y le propinó una buena patada en sus más preciadas partes. Sin embargo no llegó a acertarle en el objetivo y solo logró alcanzarlo en el muslo.

—¡Maldita sea! ¿Es que no puedes estarte quieto? —gruñó, al tiempo que la empujó contra el árbol e hizo que su cabeza rebotara en el tronco—. Eres un muchacho duro de mollera.

La cogió de la camisa y la hizo caminar delante de él hacia el campamento donde los esperaba Wallace. El caballo los seguía dócilmente mientras ellos avanzaban a través de la espesura.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Cais —respondió con voz ronca, aún seguía aturdida por el último golpe y por ello también actuaba con docilidad. El dolor de hombros actuaba como estimulante para evitar que se desmayara, porque todo dabas vueltas a su alrededor.

—Cais —dijo Wallace desde donde estaba sentado apoyado en el tronco de un árbol—. ¿Noah? —exclamó poniéndose en pie sorprendido porque ella llegara acompañada del laird MacLeod.

—Un ladronzuelo. ¿Te lo puedes creer? Quería mis botas. —Noah comparó visualmente el tamaño de sus pies y se echó a reír. Le dio un empujón a Cais y la dejó caer al suelo de rodillas, ella gimió por el golpe y levantó la vista para mirar a Wallace. Éste estaba a punto de hablar y confesarle a su laird que ella era una chica. Esperó hasta que sus ojos coincidieron, con la mayor discreción negó con la cabeza, él insistió pero ella volvió a negar.

Noah sacó el tartán de la alforja y se volvió a adentrar en la espesura para cambiarse de ropa. Era liberador volver a llevar sus ropas escocesas, además de que resultaba mucho más cómodo.

Cais vio como Noah se cambiaba de atuendo, la visión que tenía de él de espaldas le quitó el aliento, jamás había visto un hombre de esas dimensiones y perfectas proporciones... y desnudo.

—¿Por qué no me dejas decirle a Noah que eres una chica? —preguntó Wallace cuando se supo a solas con la chica, le desató las manos y ella suspiró aliviada.

—Porque no.

—Te facilitaría las cosas. Ahora mismo eres su prisionera por haber intentado robarle.

—He perdido mis botas. Solo necesitaba las suyas. He estado a punto de conseguirlo.

—Jamás lo habrías conseguido, no conoces a Noah.

Se frotó la nuca dolorida y cerró los ojos, se puso de costado y se relajó un tanto, estaba tan dolorida que necesitaba descansar durante varias horas.

—Sí lo habría conseguido —respondió con voz soñolienta casi a un paso del bendito sueño reparador.

—¿Te han dicho alguna vez que eres demasiado cabezota?

—Lo cierto es que no recuerdo nada de antes de aparecer en el bosque. —Arrastraba las palabras porque apenas podía coordinar los pensamientos para hacerlos sonar a través de sus labios. Abrió los ojos y miró a Noah, se quedó embobada sin darse cuenta pero cuando éste se volvió y la sorprendió, ella se ruborizó y bajo la vista al suelo.

—Quizás recibiste un fuerte golpe en la cabeza.

—No lo creo. No me dolía nada cuando desperté.

—¿Estás segura?

—Solo tenía frío porque estaba casi desnuda, por lo demás estaba perfecta.

Notó que Wallace parecía incomodo y dedujo que era por la elección de palabras, para ella que por allí no estaban muy acostumbrados a hablar tan abiertamente. Como él no siguió hablando pensó que se había quedado dormido, de modo que intentó relajarse para ver si ella también podía descansar. No sabía qué le esperaba al día siguiente, pero imaginaba que nada bueno.

Estas dos vidas míasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora