Capítulo 1

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            Desde que aquel día despertara en mitad del bosque y sin recordar nada de su vida anterior, había descubierto que poseía ciertas habilidades que no sabía de dónde provenían. Era como si hubiesen borrado su mente por completo, dejando solo la capacidad para pensar, hablar, caminar, nociones elementales sobre su cuerpo y poco más.

Había sido muy duro empezar desde cero, en el bosque, donde hubo de aprender a cazar. Robó en una granja unas calzas y una blusa, y se agenció unas botas de un viajero al que asaltó en plena noche mientras dormía.

Así que esa noche deambulaba por el bosque con las tripas sonándole con un fiero gruñido, mientras buscaba qué echarse a la boca. Había instalado su campamento en un claro apartado donde nadie podía llegar a no ser que ya supiese de su existencia. Allí había atesorado un arco, una manta y una capa con capucha, para cuando el frío arreciaba.

No llevaba mucho merodeando entre la maleza, que su olfato reconoció el aroma de una liebre asándose al fuego. Con gran sigilo se aproximó al lugar y observó a qué se enfrentaba. Había un caballo castaño atado a un árbol cercano, unas alforjas en el suelo junto a unas mantas desplegadas. En una pequeña hoguera se asaba una liebre que olía bien y debía tener un sabor aún mejor. El voraz apetito fue lo que la impulsó. Sacó la daga, que guardaba en una vaina junto a la cadera y se dispuso a atacar. No le pareció extraño que no hubiese nadie por allí porque el hambre le anuló el raciocinio, no le dio tiempo a volverse cuando oyó un ruido a su espalda. Sintió un dolor intenso en el cuello, se tambaleó un segundo mientras la daga resbalaba de su mano, finalmente cayó al suelo de costado. Durante unos segundos fue levemente consciente de lo que ocurría a su alrededor, pero no pudo abrir los ojos, de modo que se dejó llevar por la oscuridad total, donde, al fin y al cabo, no sentiría dolor.

Debía haber amanecido, porque cuando despertó en mitad del claro, la intensa luz le dañaba los ojos. Los cerró con fuerza mientras se revolvía en el suelo. Tenía atadas las manos a la espalda y los pies por los tobillos. Después de mucho insistir se dio por vencida. Finalmente, entreabrió los ojos. Los recuerdos de la noche anterior acudieron a su mente y con ello el dolor en el cuello. La había pillado desprevenida, antes habría tenido que vigilar los alrededores, lo que ocurre es que tenía tanta hambre que se vio cegada.

Miró entorno suya y vio el fuego encendido y las cosas estaban igual que por la noche, cuando acechaba en la oscuridad.

—Eh, ya estás despierto —dijo alguien a su izquierda, hubo de echar la cabeza hacia atrás para buscar a quién estaba hablando, lo que le produjo una oleada de dolor que le volvió borrosa la visión. No quiso hablar, pero se dio cuenta de que el tipo la había confundido con un chico. Quizás debía aprovechar la oportunidad que le brindaba.

—¿Cómo te llamas? —Se acercó al fuego y sirvió algo en un pequeño recipiente—. ¿No quieres hablar? Bueno, ya lo harás cuando tengas hambre. ¿Quieres un poco?

Arrimó a su nariz un cuenco de madera y lo dejó junto a ella. Las tripas le volvieron a sonar y ese aroma tan rico a comida caliente le hacía desear con toda su alma calentarse un poco el estómago.

—Cais.

La inspiración le había llegado en el momento, no sabía qué tipo de nombre era ese, pero le debía ser familiar.

—Me alegro de que no te haya comido la lengua el gato. Ahora te voy a desatar las manos. Espero, por tu bien, que no intentes nada.

Se puso detrás de ella y le quitó el cordón de cuero con el que le tenía inmovilizadas las manos. Cais se incorporó despacio y se desató los tobillos con manos temblorosas. Se volvió a mirar a su izquierda donde estaba el tipo que la había cazado. A pesar del intenso dolor del cuello al mirar en esa dirección, consiguió echarle un buen vistazo. Iba vestido de negro y tenía el cabello moreno y largo porque le tapaba la cara. Pero en un momento que se inclinó cerca del fuego, pudo ver que tenía los ojos azules.

Vio su daga clavada en el suelo, cerca de la hoguera y a pocos pasos de donde estaba sentada. Rumió la manera de hacerse con ella. Cogió el cuenco que tenía delante y bebió con avidez el caldo que le reconfortó el estómago.

—¿De dónde eres?

—Del bosque —respondió inmediatamente. Recordó haber despertado en el bosque vestida tan solo con una raída túnica que cubría apenas sus partes íntimas.

—Mi nombre es Wallace, del clan MacLeod —comentó el tipo sin dejar de observarla en todo momento. Cais sospechaba que Wallace empezaba a ver la mujer que era, pero se equivocó—. ¿Por qué querías asaltarme?

—Tenía hambre. —Dejó el cuenco junto al fuego y recogió la daga sin que el hombre se diera cuenta, ocultándola hábilmente en su manga—. No tenías por qué golpearme, solo quería un buen trozo de liebre.

—Podías haberlo pedido.

—Sí, ya. Que me lo ibas a dar...

—Robar es delito.

—No pensaba dejarme apresar.

—Es tarde, ya te apresé —respondió Wallace, que se aproximó a ella con el cordón de cuero en la mano—. Estas son las tierras de los MacLeod. Soy lo más parecido a la ley que puedes encontrar por aquí. Al laird no le gusta que roben en su territorio.

Cais se revolvió y golpeó a Wallace en la sien derecha con el borde de su mano derecha extendida. Él cayó hacia atrás con los ojos en blanco. Ya en el suelo pareció reaccionar tratando de fijar la vista en Cais, que estaba asombrada por su proeza mientras le apoyaba en la garganta el extremo de su propia espada.

—Estás muerto.

—Vale, pues mátame —la retó Wallace que empezaba a sentirse mejor. Cais mantenía la espada firme y le había hecho un pequeño corte en el cuello que empezaba a sangrar. En un rápido movimiento, él hizo un barrido con su pierna derecha y derribó a Cais, que cayó cerca de él. Wallace aprovechó la ventaja para volverla de cara al suelo y mientras estaba sentado a horcajadas sobre su espalda, le ataba de nuevo las manos. La cacheó para quitarle la daga.

—Muy listo —dijo él que volteó la daga en el aire y la tomó por la empuñadura, la lanzó hacia la hoguera y volvió a quedar clavada donde estaba antes.

—Suéltame —gruñó Cais revolviéndose para soltarse y huir, Wallace la volvió boca arriba y la miró bien.

—Eres un chiquillo ¿Cuántos años tienes?

—Los suficientes —respondió Cais que se sentía como un animalillo atrapado en una trampa, siguió resistiéndose incluso cuando él la ayudó a levantarse para llevarla junto a un árbol, donde la dejó atada para que no huyera—. Estás cometiendo un error.

—Sí, ya. ¿Dónde está tu caballo, tus cosas?

—No tengo cosas —susurró Cais.

Wallace comenzó a recoger el campamento. Cais se desesperaba por momentos, si él había hablado de un laird eso significaba que estaba en tierras escocesas. ¿Qué cómo lo sabía? Ese era otro asunto del que ocuparse, su malograda memoria.

Lo vio quitarse las ropas negras y quedarse desnudo en un instante. No estaba preparada para lo que vio en ese momento, aquel hombre era un gigante pero tan bien proporcionado que de repente sintió que le hervía la sangre. Menudo ejemplar. Asistió atónita al cambio de indumentaria, Wallace pasó de sus ropas inglesas a llevar puesto un tartán alrededor de la cintura y una camisa de color crudo que le sentaba igual que un guante. Ella hiperventiló.

Estas dos vidas míasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora