Capítulo 4 y 5

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Capítulo 4

Fátima condujo a Maria por un polvoriento patio trasero bordeado por una fila de garajes. Un Range Rover estaba parado con el motor en marcha. Maria se metió en la parte trasera como un marinero borracho. El coche arrancó y Maria mantuvo la cabeza gacha. En media hora llegarían al aeropuerto, pensó mientras apretaba su bolso bajo el chador. Tenía su pasaporte pero no billete de vuelta... Tomaría un pasaje para cualquier sitio con tal que saliera de Datar.

El coche se bamboleó y el motor rugió. Iban a considerable velocidad. Maria salió de su ensoñación cuando se dio cuenta de que el conductor estaba tardando mucho más de lo debido. Se inclinó para mirar por la ventanilla y comprobó que estaban cruzando una llanura salada sin ninguna señal de carretera ni nada de tráfico. Abrió los labios. ¿Dónde ... ?

Un gemido de dolor se le escapó cuando unas uñas afiladas como cuchillos la arañaron la mano descubierta. Sus ojos tropezaron con los de color castaño de Fátima y tragó saliva. Se metió la mano en el bolsillo pero sintió la sangre del asalto de Fátima.

Pasaron diez minutos más. Maria no sabía qué hacer. Por delante de ellos la llanura daba a un ondulado paisaje de dunas. ¿Dónde diablos la estaba llevando Fátima? Hubo una repentina agitación en la parte delantera del coche y la forma velada de una mujer asomó desde el suelo, donde había permanecido oculta.

—Dos mujeres han dejado el palacio y dos volverán. Nadie sospechará que te fuiste en mi compañía.

—¿Dónde diablos estamos?

El Range Rover se detuvo a la sombra de una enorme duna. Saltando fuera, el conductor abrió la puerta de Maria.

—¡Sal!

Fátima la empujó con violencia.

Maria quedó aturdida cuando perdió el equilibrio y aterrizó en el suelo de cabeza. Se quedó sin aliento pero eso no evitó que oyera la profecía de Fátima de que el sol abrasaría aquella pastosa piel blanca de ella y se le caería el pelo de forma que ningún hombre volvería a quererla nunca.

Maria sintió una oleada de pánico e intentó quitarse los pliegues del chador.

-¡No puedes dejarme aquí sola!

Cuando el Range Rover retrocedió, casi la tiró al suelo la puerta que Fátima todavía no había cerrado. Cuando se puso allí de pie bajo el sol abrasador, quedó paralizada de incredulidad de que alguien pudiera hacer aquello. Entonces se puso furiosa consigo misma por confiar en una mujer enloquecida de celos y rabia. Echó un vistazo a su reloj y se puso pálida. ¿Cuántas millas habría recorrido el coche en más de una hora? Y lo que era peor, enseguida oscurecería.

En busca de algún alto para echar un vistazo, empezó a trepar el deslizante muro de arena con determinación. Le costó mucho más de lo que había calculado. Cerca de la cima, se dobló esforzándose por respirar y desbordada por el marco. Cuando por fin consiguió su objetivo, entrecerró los párpados para evitar el salvaje reflejo del sol y creyó estar alucinando al descubrir el contorno de unas tiendas negras a no mucha distancia.

Parpadeó y miró de nuevo. Era un campamento beduino. Y uno bastante grande. No podía creer en aquella milagrosa coincidencia. Parecía que el conductor que había conseguido Fátima no era un maníaco y había elegido el sitio donde dejarla sabiendo que podría salir de allí. Empezó a descender por la duna.

Un grupo de niños vestidos de brillantes colores fue el primero en divisarla. Corrieron a su encuentro gritando como locos. Las mujeres asomaron las cabezas del interior de las tiendas. Maria siguió a los niños hasta que una horda de hombres salió de una tienda enorme y bloquearon su camino con sus caras oscuras mirándola primero con curiosidad y enseguida con absoluta reprobación. La rodearon intercambiando apasionados gritos en árabe y agitando las manos. Su reacción desconcertó a Maria.

La Prometida del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora