Capítulo 8

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Capitulo 8

Maria se agitó en la incómoda cama y se estremeció de frío. El brazo le estaba palpitando. Le dolía todo el cuerpo en sitios que ni siquiera sabía que podían doler, pero extrañamente se sentía ajena a las molestias físicas y tenía la mente cargada de imágenes eróticas.

Estaba recordando la ardiente y embriagadora gloria de la boca de Esteban sobre la de ella, la fenomenal velocidad con que su traidor cuerpo se había derretido como la miel. Recordaba la salvaje unión cuando él se había sumergido en ella una y otra vez llevándola sin vergüenza a una cota de excitación por encima de sus más salvajes fantasías. Y ahora se avergonzaba de su debilidad.

Sin embargo era demasiado sincera como para negar que se había glorificado en aquella intimidad sensual y que le había encantado dormirse en sus brazos, saber que estaría allí durante la noche y se sintió maravillosamente segura de no estar sola nunca mal.

Así que había empezado, sintió dolida. Eso era lo que el amor hacía con uno. Ahogaba el orgullo y acababa con los principios. Hacía que una mujer cuerda se comportara como una loca. Su madre era una mujer inteligente, pero la inteligencia no le había bastado para romper con su destructivo matrimonio.

No, su madre había aguantado, aparentemente enganchada por el dolor y la humillación de tener un esposo aventurero.

—Es mi marido y lo quiero —le había dicho a su hija en los días en que Maria había sido tan ingenua que había creído que debía interferir.

Escapar a la universidad había sido una bendición y centrarse en los estudios y su carrera había hecho que los lazos familiares se redujeran con el tiempo a unas cartas ocasionales.

Con una mano débil tiró de la sábana para calentarse.

¿Habría estado defendiéndose todos aquellos años para encontrarse de cara con un depredador como su padre? El era el único hombre que se había enfrentado a ella, el único que había conseguido atravesar su caparazón defensivo... y el único que la sorprendía haciendo siempre lo inesperado.

0 sea que ahora sabía que lo amaba. Pero eso no la cegaba a saber que lo único que Esteban deseaba de ella era aquel salvaje olvido sexual al que la había introducido la noche anterior. Pero no estaba preparada para admitirlo abiertamente. Si lo hiciera, sus escrúpulos morales entrarían en conflicto. El matrimonio era mucho más respetable que una aventura, lo que en Datar no se permitía, pero su matrimonio seguía siendo un arreglo temporal.

Le estaba costando esfuerzo pensar, notó al ladear la cabeza con la boca seca. Tenía el brazo agarrotado y con un esfuerzo apartó la sábana para mirarlo con falta de interés. Estaba hinchado y tenía mal aspecto, sobre todo alrededor de la venda que cubría las heridas de Fátima. Envenenamiento de sangre, decidió. Y probablemente tendría fiebre, lo que explicaba por qué se sentía tan fría

Oyó abrirse la puerta. ¿Habría estado cerrada? Recordó la amenaza de Esteban de encerrarla y tirar la llave y sonrió. También le gustaba lo dramático que era. Pero estaba divagando; lo que necesitaba era un doctor.

Esteban apareció en su campo de visión completamente vestido y exquisitamente trajeado de gris marino. Ese día le tocaba el estilo occidental. Estaba devastadoramente atractivo, aunque le veía un poco borroso. Se preguntó por qué llevaría una bandeja cargada de flores porque tenía el aspecto de no saber qué hacer con ellas.

—Estás despierta... ¿Tienes hambre? —preguntó sin acercarse y con aspecto incómodo—. Te he traído el desayuno.

«Un doctor», recordó ella agradecida de que Esteban fuera sólido como una roca para los momentos de crisis. Él se aclaré la garganta en el silencio.

La Prometida del desiertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora