capítulo 11
Maria salió enferma de la cama como si estuviera borracha y apenas consiguió llegar al cuarto de baño. Después de vomitarlo todo, se sentó en el suelo hecha un ovillo.
Esteban llevaba fuera una semana, la peor semana de su vida y no sabía que se suponía que debía hacer la siguiente. No quería volver a casa. No quería quedarse. La mayor parte del tiempo sólo deseaba morirse. De cualquier forma, ¿cómo podría salir del país sin el visado, por triplicado que le había mencionado él? Apretó los dientes de humillación.
Durante siete miserables días se había debatido entre odiarlo amarlo, pero era extraordinariamente difícil odiar a alguien a quien se echaba de menos a cada minuto.
Y estaba embarazada. Había conseguido lo que deseaba y ahora recordaba el refrán de: «cuidado con lo que deseas, no sea que lo consigas». Le dolían los pechos, tenía náuseas todas las mañanas y de alguna manera, no había ninguna alegría en el descubrimiento de esperar un niño del hombre que la había rechazado de la forma más cruel. El había creído que conocía a Esteban y en pocos minutos se había visto obligada a reconocer que no lo conocía en absoluto.
Después de haberla llamado «amada mía», la había rechazado y se había ido con aquel odioso y viejo tirano y ahora veía Maria el parecido entre padre e hijo.
Al cabo de un par de horas apareció Zulema para decirle que la princesa Laila estaba esperando por ella abajo.
—Dile que no me encuentro bien —contestó Maria con un gemido—. No, dile que lo siento mucho; pero que no quiero ver a nadie ahora mismo.
El disgusto de Zulema fue evidente.
—Eso le causaría una ofensa muy grave, mi señora.
Maria se sonrojó recordando la amabilidad de Laila cuando ella había estado en el hospital. No era culpa de ella que su hermano fuera un rastrero de la más baja estopa. De hecho, quizá pudiera mencionarle a Laila el problema del visado y pedirle que hiciera de intermediaria.
Laila se paró en seco en cuanto cruzó la puerta.
—Te preguntarás por qué me encuentro aquí.
—Sí.
—Pareces muy infeliz.
—Lo único que quiero es irme a casa.
—Pero si estás embarazada no puedes irte a casa.
Maria la miró con desmayo. ¿Cómo diablos habría adivinado su secreto?
La hermana de Esteban soltó una carcajada exenta de humor.
—Maria... no puedes ir a una farmacia del centro de Kabibi, comprar un test de embarazo y esperar que se mantenga en secreto. Por supuesto, te reconocieron y esa compra ha sido difundida y muy comentada.
—¿Comentada?
—Nuestra familia no pude sufrir la vergüenza de la intrusión de la televisión y los medios, pero el boca a boca funciona aquí como un telégrafo. Esto es un pequeño país y la sociedad de Datar adora los rumores. El farmacéutico llamó a su mujer en cuanto saliste por la puerta y en pocos días, lo sabía todo el mundo.
A Maria no le aguantaron las piernas. Muda y torpe, se desplomó en la silla más cercana.
—Supongo que el test ha salido positivo —suspiró Laila—. Habrá que contárselo a Esteban.
—¡No! —exclamó ella con horror.
—Bueno, si no se lo dices tú, lo haré yo. No es asunto mío, pero has apartado a mi hermano de tu lado. No creas que te apruebo por ello, pero el hecho de que lleves al próximo heredero del trono supera cualquier otra consideración y si no aceptas ese hecho, eres una mujer muy tonta.
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La Prometida del desierto
RomanceLa prometida del desierto Maria estaba desesperada por evitar que la deportaran de Datar y sólo el príncipe Esteban, al que había intentado tan duramente olvidar, podía ayudarla. Había tenido una relación con él dos años atrás, pero en aquella época...